El Druida (30 page)

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Authors: Morgan Llywelyn

Tags: #novela histórica

Tenía el cabello recogido en una especie de aro en lo alto de la cabeza. Algunas hebras se habían soltado y se pegaban a sus mejillas húmedas y enrojecidas por el fuego. Me llegó el siseo de la carne que se asaba en el espetón por encima del hogar.

Al reconocerme, sus ojos se ensancharon. Temí que me cerrara la puerta en las narices, por lo que me apresuré a entrar. Ella permaneció muy quieta, como una cierva sorprendida en el bosque.

—Eres tú —dijo, en un tono que parecía acusador.

—No puedo negarlo —convine.

Ella me miraba la capucha y la eché atrás, pero sus ojos la siguieron en vez de encontrarse con los míos.

—Jefe druida —musitó.

—Sí, también lo soy.

Entonces me miró a la cara.

—Y yo creía que eras amable —dijo con un pesar leve y distante, como si se refiriese a algún incidente de su pasado.

Empezó a apartarse de mí, pero la cogí de los hombros e hice que se quedara donde estaba.

—No soy un monstruo, Briga. Nosotros, los druidas, no somos monstruos. Protegemos a la tribu, ¿no puedes comprenderlo? Debes de haberlo sabido alguna vez. ¿Cómo permitiste que la muerte de tu hermano te cegara tanto?

Antes de que pudiera responder, me di cuenta de que alguien había entrado en el alojamiento detrás de mí, y me volví a tiempo de encontrarme con los ojos ardientes de Crom Daral.

—¿Qué estás haciendo aquí? —exclamó, apretando los puños.

Mantuve la firmeza y serenidad de mi voz..., pero con una mano sobre el hombro de Briga y con la conciencia de que ella no había rechazado mi contacto.

—Estoy aquí en calidad de jefe druida —repliqué—. Es muy posible que esta mujer tenga un don espiritual. Si eso se confirma, la necesitamos.

—No es de nuestra tribu —dijo él. Yo no había esperado que Crom pensara con tanta rapidez—. Por lo menos no lo es hasta que la despose. Y jamás permitiré que se incorpore a la Orden contigo, Ainvar.

—Sea cual fuere su tribu, se le puede permitir que estudie en los bosques de los carnutos con el permiso del jefe druida. Tal vez descubramos que en realidad no tiene ningún don. Pero hasta que lo sepamos, queremos que tenga una oportunidad.

—¿Por qué no le preguntas a ella lo que quiere? —Crom no me miraba a mí sino a Briga—. Y quítale la mano de encima mientras le preguntas —añadió—. Ahora díselo, Briga. Dile lo que deseas.

No apartaba los ojos de ella, como si la perforase con la mirada.

De repente me pregunté si le haría daño. ¿Acaso la retenía causándole temor?

—Déjanos solos, Crom Daral —le ordené con la voz del jefe druida y una confianza que no sentía totalmente—. Si me dice en privado que quiere quedarse contigo, la creeré, pero no quiero que estés aquí tratando de intimidarla.

—Ja, ja. —Su risa carecía de humor—. No trato de intimidarla. Ella no tiene miedo de mí, sino de ti. De ti y todos los de tu clase. Has cometido un error al venir aquí, Ainvar, así que será mejor que te marches.

—Márchate tú —repetí.

—Como tú digas, pero creo que te vas a llevar una decepción.

Giró sobre sus talones y salió del alojamiento, silbando entre dientes con una irritante arrogancia.

Cerré la puerta tras él, dejando atrás tanto al hombre como al día oscuros.

—Bien, Briga, ahora dime: ¿estás dispuesta a recibir adiestramiento de Sulis, nuestra curandera, para ver si realmente posees un don? Recuerda que las curanderas no hacen sacrificios, sino que ayudan a la gente, salvan vidas, alivian el dolor.

—El dolor que sufre Crom Daral —dijo ella para mi sorpresa.

—¿Qué quieres decir?

—Su espalda. Cada estación es peor, está más torcida y desgarbada. Pronto no le permitirán que siga en compañía de los guerreros. ¿Quieres que también yo le abandone?

Cierta vez me había preguntado si también yo iba a abandonarla, y me desgarró el corazón. Así era como él pretendía retenerla, con lástima, la más cruel de las cadenas.

Pero si ella se compadecía tanto de él, debía de tener un corazón generoso, un corazón que se apiadaría de todo el que sufriera y estuviera afligido.

—Si tu don es lo bastante fuerte tal vez puedas curarle, una vez te hayas adiestrado —le sugerí.

—Sulis le ha examinado y no ha podido ayudarle, a pesar de que le ha hecho caminar por los senderos de las estrellas.

—Tú podrías convertirte en una curandera más poderosa que Sulis. Piensa en ello, Briga.

Ella alzó con firmeza su pequeño y redondeado mentón.

—No quiero tener ninguna relación con los druidas. Juré que los odiaría eternamente.

—Eternamente es demasiado tiempo —le dije. Entonces acudió a mi mente un recuerdo espontáneo, un conocimiento cuya posesión desconocía—. Ciertas emociones pueden durar eternamente, pero el odio se gasta, en una o en varias vidas.

Ella me miró fijamente.

—¿Qué es lo que dura? —susurró con aquella vocecita a la vez suave y áspera que yo nunca había olvidado.

—El tejido que sostiene unida la tierna red —repliqué.

Entonces me pregunté de dónde habían salido esas palabras.

CAPÍTULO XVIII

Briga no abandonó el alojamiento conmigo. Lo máximo que pude obtener de ella fue la promesa de que pensaría en lo que le había dicho. Cuando yo estaba en el umbral, titubeante, reacio a dejarla, ella me dirigió una mirada que sentí en mis entrañas.

—¿Te conozco realmente, Ainvar?

La miré a los ojos.

—Creo que los dos nos conocemos —repliqué.

La tierna red...

En aquel momento casi recordé... Entonces la voz de Crom Daral cortó mis pensamientos como un cuchillo corta una cuerda.

—¿Te marchas tan pronto, Ainvar? ¿No has podido persuadirla? —El triunfo brillaba en sus ojos cuando pasó rozándome para entrar en el alojamiento. Se acercó a Briga y la rodeó con un brazo, posesivamente—. ¿Lo ves? Prefiere quedarse conmigo.

No le di la satisfacción de una respuesta, ni me atreví a dejar que mis ojos volvieran a encontrarse con los de Briga.

Fui en busca de Sulis y le di instrucciones para que empezara a interceptar a Briga siempre que pudiera, sin Crom Daral, instándola a que se adiestrara como curandera.

—Dile a cuánta gente has ayudado, Sulis, recalca la satisfacción de tu don, dile que con adiestramiento suficiente incluso podría ser capaz de curar a Crom Daral.

—No creo que eso sea posible, Ainvar. Lo intenté, hice que alineara su espina dorsal con los caminos de las estrellas tal como estaban en el cielo el día en que fue concebido, pero su espalda no quiso adoptar la forma correcta. Hay personas que resultan dañadas en la matriz o cuando nacen, y algunas lo están porque sus cuerpos responden a la forma del espíritu en su interior. Es posible que Crom Daral tenga un espíritu maligno. No puedo prometerle a Briga que alguna vez será capaz de ayudarle.

—Pero podría hacerlo. Curó al muchacho ciego después de que tú hubieras perdido las esperanzas, ¿recuerdas?

Sulis inclinó la cabeza.

—Persuádela para que abandone a Crom Daral y sea tu aprendiza por el bien de la tribu. —Y le insté por última vez—: Te lo ordeno, Sulis.

Silenciosamente, en mi cabeza, añadí: ¡Persuádela para que le abandone antes de Beltaine!

A partir de entonces, cada vez que encontraba a Crom Daral en uno u otro lugar del fuerte, me miraba sonriente, recordándome sin palabras que Briga era suya. Cierta vez, cuando ambos pasábamos por el estrecho espacio entre dos alojamientos, murmuró:

—Conozco el sabor de su lengua, Ainvar, y los hoyuelos de sus nalgas.

Hasta entonces no me había dado cuenta de cuánto me odiaba. Haber adquirido a Briga era el único triunfo de Crom sobre mí, la única vez que me había superado. No podía imaginar lo que haría si lograba quitársela.

Recordé que Menua nunca había parecido tener tales problemas. Flotaba en la superficie como un ave acuática, sin enmarañarse con las plantas que crecían debajo.

¿O no era así? Tal vez sus problemas me habían pasado desapercibidos en mi juventud.

Llegaban inquietantes rumores al Fuerte del Bosque. Nuestro nuevo rey, Tasgetius, había incrementado el comercio con los romanos. Sin un Menua que criticara tales acciones, había invitado a más mercaderes para que establecieran su residencia en Cenabum. Esto afligía a quienes recordaban los recelos del anterior jefe druida.

Yo tenía dos opciones. Podía viajar a Cenabum, una acción bastante corriente en un jefe druida, e intentar directamente persuadir a Tasgetius para que invirtiera su política. O bien podía emprender una acción más sutil.

Menua había presentado sus objeciones de una manera embarazosamente pública, y había pagado el precio por ello. Yo aprendería de su experiencia. Al principio mi planificación tendría lugar sólo en la intimidad de mi cabeza, y lo que pensara no lo comentaría con nadie excepto con otros miembros de la Orden.

Los miembros de confianza, naturalmente. No debía olvidar a Diviciacus, el vergobret de los eduos y aliado de César.

No debíamos establecer ninguna conexión con César ni con Roma.

Una de las primeras medidas que tomé levantó aullidos de protesta en el fuerte. Anuncié que no compraríamos más vino a los mercaderes. Buscaríamos vides silvestres y empezaríamos a cultivar nuestras propias uvas.

—Pero ¿qué vino tomaremos entretanto? —preguntó quejumbrosamente mi gente.

—No siempre hemos tenido vino —les recordé—. Los romanos lo introdujeron en la Galia. Antes tomábamos cerveza de cebada o aguamiel o incluso agua, si teníamos sed. Además, nos queda una pequeña cantidad que nos durará algún tiempo si somos frugales. Cuando se agote, el recuerdo del vino nos hará trabajar juntos para producir el nuestro propio. No quiero que dependamos más de los extranjeros.

—¿Y qué hay de los demás bienes? —quiso saber alguien.

—Empecemos con el vino —me limité a decir.

Andando el tiempo, tenía la intención de prescindir de los lujos que nos debilitaban, tales como los braseros para calentar nuestros aposentos y las sedas que acariciaban nuestra piel. Debíamos volver a ser autosuficientes.

Gracias a mis conversaciones con druidas de otras tribus que hacían frecuentes peregrinajes al bosque, pude seguir los acontecimientos que sucedían en los lugares más alejados de la Galia. Sulis también me informaba regularmente de sus progresos con Briga.

—Presenta menos resistencia que antes a la Orden —me dijo la curandera—. Empieza a ver el bien que podría hacer siendo uno de nosotros. Pero cada vez que creo haber llegado a alguna parte con ella, Crom Daral se queja de su soledad y su dolor y ella cede. Dice que no puede abandonarle.

¿Y mi propia soledad?, pensaba yo en silencio.

La luna creció y menguó. La rueda de las estaciones giraba.

Rebosante de buena voluntad, Tasgetius se presentó en el bosque para hacer una visita formal al nuevo jefe druida. Ni Sulis ni yo habíamos hablado todavía, ni siquiera entre nosotros, sobre la causa de la muerte de Menua. Yo sabía que ella estaba esperando que hiciera algo. Ocuparse del asesinato de un jefe druida debía ser responsabilidad de su sucesor.

Agasajamos al rey como era debido. Él no debía conocer mis sospechas, todavía no. Apreté los dientes mentalmente y le invité a mi aposento.

Sus ojos brillaron cuando vio a Lakutu.

—Había oído rumores acerca de tu bailarina —dijo Tasgetius, atusándose el bigote—. Bien por ti, Ainvar. Nuestro jefe druida es vigoroso, ¿eh?

Me dio un codazo y yo me aparté con disimulo para ponerme fuera de su alcance.

—¿Qué, es una buena pieza?

—Es mi invitada —repliqué evasivamente.

—Ya sabes a qué me refiero. ¡Fruta extranjera! ¡Y una esclava! Esto es un buen ejemplo para todos nosotros, un ejemplo que yo mismo podría seguir. Al contrario que las mujeres celtas, las esclavas no se atreven a replicar, ¿verdad?

Se lamió los labios y miró a Lakutu, la cual le miró a su vez con la expresión de un conejo que observa la proximidad de una serpiente.

—Apruebo estas nuevas costumbres —siguió diciendo Tasgetius, sentándose en mi banco—. Tu predecesor era un hombre de miras estrechas que se aferraba a tradiciones anticuadas. Yo soy más progresista... como tú con tu esclava.

Me sonrió amistosamente. Mi cabeza me advirtió que al cabo de un momento me pediría que compartiera a Lakutu con él como un gesto de hospitalidad.

Me apresuré a servirle una gran medida de vino y le puse la copa en la mano para distraerle. Él tomó un largo trago y entonces boqueó y escupió el vino al centro de la estancia.

—¡Qué es esto! ¿Te atreves a ofrecer a tu rey vino aguado?

Tasgetius se puso en pie de un salto con los grandes y velludos puños apretados, todo él dispuesto a pelear. La copa rodó por el suelo.

Yo mantuve la voz muy serena.

—Te aseguro que es el mismo vino que yo bebo. No he pretendido insultarte.

Él pareció perplejo.

—¿Por qué habría de tomar vino aguado el jefe druida?

Me agaché, recogí la copa y volví a llenarla.

—Para que dure más —le dije sinceramente, ofreciéndosela de nuevo.

Él rechazó el vino pero se serenó.

—Deberías haberme dicho que vuestras existencias de vino se están agotando. En cuanto regrese a Cenabum enviaré a mis mercaderes con un nuevo suministro... como un regalo de mi parte, para celebrar nuestro entendimiento, ¿de acuerdo?

Haciendo un esfuerzo, le sonreí. Mi cabeza me advertía que no rechazara su ofrecimiento abiertamente, poniéndole así en guardia contra mí. Todavía no...; debía tener cuidado...

—Aún queda un poco de vino sin aguar —le dije—. El resto de la provisión personal de Menua. Te lo serviré. Ven conmigo y ayúdame —ordené a Lakutu, apartándola así del alcance de Tasgetius.

Durante el resto del día le di de beber constantemente, procurando distraer su atención de Lakutu. Sólo podía confiar en que el vino durase lo suficiente para volverle inocuo. Pero primero evaporó su resto de prudencia y le hizo ser descuidado con la lengua. Dijo una frase que resonó en mi cabeza como una campana:

—Ahora que hemos eliminado la madera muerta, Ainvar, toda la madera muerta...

Mientras yo reflexionaba sobre el significado de estas palabras, él siguió bebiendo vino, y cuando se hizo de noche roncaba en el suelo de mi aposento.

Cuidadosamente recogí la copa de la que había bebido y la guardé bajo mi túnica. Entonces llevé a Lakutu al alojamiento de Damona, para su seguridad, y me encaminé al de Keryth la vidente.

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