El Druida (50 page)

Read El Druida Online

Authors: Morgan Llywelyn

Tags: #novela histórica

Como estaba predispuesto a sentir desagrado hacia él por lo que le había hecho a Nantorus si no por ninguna otra razón, nada más verle le detesté. Montado en un semental blanco que bufaba y tenía espuma sanguinolenta en las comisuras de la boca, el tal Plancus era bajo, cetrino y de mirada dura. Un hombre implacable.

No había mostrado la menor simpatía, por lo que no recibiría ni un ápice por mi parte. Tenía que haber un equilibrio.

Bajó del caballo, miró altivamente a su alrededor y chasqueó los dedos. Un hombre con cara de eduo se adelantó.

—No necesitaremos intérprete —me apresuré a decir en latín, volviéndome a medias para que el eduo no pudiera ver mi frente desde demasiado cerca.

Agradecí la proximidad del crepúsculo.

—¿Y tú quién eres? —quiso saber Plancus.

—Ainvar de los carnutos. Hablo tu lengua, o si lo prefieres podemos usar el griego.

Era demasiado experimentado para dejarme ver cómo le desconcertaba, pero yo podía oler su sorpresa.

—El latín servirá —dijo, haciendo un gesto al eduo para que se apartara—. Llévame ante Nantorus.

Cambié de postura, cerrándole el paso.

—El rey Nantorus —le corregí cortésmente—. Debes usar su título.

—Rey, cabecilla, llámale como quieras. Quería hablar conmigo y aquí estoy.

—Soy yo quien quería hablar contigo —volví a corregirle—. Estás aquí porque yo te he llamado.

Plancus me miró con los ojos entrecerrados, como si me viera por primera vez. El eduo también se había adelantado y me miraba con curiosidad. Me pregunté si se me habría deslizado la guirnalda. Sería mejor que entráramos enseguida en el alojamiento, antes de que pasara por allí alguno de los míos y revelara inadvertidamente mi identidad.

—Dentro podremos hablar con más comodidad —le dije a Plancus, empujando la puerta de roble—. A menos que temas entrar y dejar fuera a tu ejército.

El romano me perforó con la mirada, pero hizo una seña a sus hombres para que esperasen y me siguió al interior del alojamiento. Tuve que agachar la cabeza para no golpearme con el dintel. A él no le fue necesario.

Lucius Plancus no saludó ni hizo señal alguna de reconocimiento a Nantorus, el cual se levantó de su banco cuando entramos. El romano se limitó a mojar los dedos en la jofaina de agua caliente para la cara que la esposa del rey le ofreció cortésmente. En el interior del espacioso alojamiento brillaban los metales bruñidos y resplandecían los tejidos de vivos tintes, por todas partes estaban apiladas lujosas pieles que ofrecían comodidad y la mejor comida y bebida estaba al alcance de la mano. Sin embargo, el romano deslizó una mirada despectiva alrededor de los muros y luego se mantuvo distanciado, como si estuviera en un corral de animales.

—Ahora dime qué quieres —me dijo en un tono que denotaba su costumbre a mandar—. Habla rápido, pues he de volver con mis hombres. Puedes empezar por explicarme quién eres y qué te da derecho a llamar a un oficial romano.

—Pertenezco al rango de la caballería —repliqué en tono neutro—, como tu Cayo César. Acabo de regresar y encuentro a Cenabum rodeado de extranjeros armados que no han sido invitados a venir. Así pues, como es natural, exijo una explicación.

—¿Tú exiges una explicación?

Plancus estaba perplejo, pues yo no actuaba de acuerdo con sus expectativas.

—Así es. Nosotros nunca hemos ido con un ejército a vuestra tierra. ¿Por qué lo traéis vosotros a la nuestra?

—Hemos sido enviados para mantener la paz —dijo él con rigidez.

—Aquí había paz hasta que vinisteis. Ahora, con cinco mil hombres pisoteando campos y prados y convirtiéndolos en barro inútil, la paz ha sido destruida. Los hombres están airados por vuestra intrusión y en estos mismos momentos están afilando sus armas. Correrá la sangre y vosotros seréis los culpables.

—¿Estás amenazando con una rebelión?

—Una rebelión es un alzamiento contra la autoridad establecida —le dije con la confianza de quien ha sido bien educado por la Orden—. No tenemos motivo para resistirnos a nuestra autoridad establecida, que es la del rey Nantorus, amado por su pueblo. Sin embargo, tenemos toda clase de razones para oponer resistencia a los invasores extranjeros y somos plenamente capaces de hacerlo. Traes conflictos contigo, todo lo que te pido es que te los lleves. Vete. Llévate a tu legión a otra parte y déjanos en paz.

Plancus miró a Nantorus.

—Creía que el viejo era demasiado listo para una cosa así, pero es evidente que permite a un necio hablar por él. Estás cometiendo un error, Ainvar. No comprendes la situación.

—Eres tú quien no comprende la situación —le corregí amablemente.

Como un jefe militar inteligente, Plancus trató de llevar la discusión a un terreno familiar.

—Nos han ordenado que averigüemos el nombre del asesino de vuestro rey Tasgetius y que lo entreguemos a la justicia.

—¿Por la autoridad de quién?

—La de Julio César, en nombre de los ciudadanos de Roma.

—Una ciudadanía sin ninguna posición en la Galia libre —repliqué—. Aquí no eres una autoridad a la que reconozcamos, Plancus, y no olvides que hay seis guerreros carnutos por cada uno de los vuestros. —Hice una pausa para que digiriese esta última información. Mi cabeza me recordaba que los romanos creían en la permanencia de la muerte. Incluso un hombre tan duro como Plancus debía temer la amenaza definitiva que era la muerte—. Sea quien fuere quien te ha enviado, lo cierto es que te ha ordenado morir por una triquiñuela. Nuestros príncipes pueden llamar a sus guerreros que están en los campos circundantes con un simple grito. Bastará que Nantorus se lo pida. Hasta ahora ha sido benévolo contigo, porque somos gentes de paz, con un rey legal. Has venido aquí como respuesta a las acusaciones infundadas de un puñado de mercaderes desafectos, pero ¿estás dispuesto a morir por ellos, Plancus? ¿Acaso cualquiera de ellos se sacrificaría por ti? ¿Merecen todos juntos la destrucción de una legión romana?

Él soltó un bufido.

—¿Qué te hace pensar que tus hombres podrían perjudicar en serio a una legión romana?

De improviso le agarré la muñeca del brazo con el que habría de blandir la espada. Mirándole fijamente a los ojos a fin de tener acceso a su cabeza, empecé a apretar.

Fuertemente, como una piedra, el peso de una roca presionando hacia dentro de sí misma, el peso de la tierra, la diosa suprema, madre de todos nosotros, presionando hacia adentro, hacia abajo, irresistible, oprimiendo, aplastando..., aplastando...

Dentro de la cabeza del hombre, en el lugar donde cada uno de nosotros moldea su forma exterior, conscientemente o no, hablé a los huesos de la muñeca de Plancus. Oprimíos y aplastaos, les ordené, oprimíos y aplastaos unos a otros.

El rostro del romano palideció bajo las capas de piel curtidas por el viento.

Recordando a Vercingetórix, hice que su sonrisa radiante e indomable apareciera en mi rostro y se la mostré a Lucius Plancus. ¡Mira el rostro de un hombre libre! ¡Témele!

En el silencio de la estancia, el súbito crujido de los huesos que estaban siendo pulverizados era asombrosamente sonoro.

Plancus flaqueó bajo mi presión, pero no emitió grito ni queja: Roma adiestra duramente a sus guerreros. Pero dudo de que alguna vez hubiera creído que un solo apretón le aplastaría la muñeca.

Cuando le solté, su mano se desplomó, inutilizada. Él la cogió con la otra mano e intentó hacer girar la articulación. Se oyó un terrible ruido chirriante y, a juzgar por su expresión, pensé que iba a desmayarse.

—Será mejor que te sientes —le dije solícitamente—. Aquí, en este banco. ¿Quieres un manto de piel para las rodillas? Toma un poco de vino. ¿Tal vez deseas que te atienda una de nuestras curanderas?

Durante la confrontación, Nantorus y sus servidores habían seguido mis instrucciones, manteniéndose en silencio. Entonces la esposa del rey se adelantó para ofrecer una copa de vino al romano. Éste la cogió con la mano indemne y la apuró de un trago.

Pensé en la tierra, la oscuridad y el peso, un gran peso que presionaba hacia abajo.

Esta vez Plancus emitió un grito ahogado, pero se sobrepuso.

—No quiero que ninguno de vuestros bárbaros curanderos me haga más daño —dijo entre los dientes apretados.

—Como desees —respondí complacido y, sin abandonar el tono conversacional, observé—: No soy el más fuerte de nuestra tribu, ¿sabes? Ni mucho menos. Algunos de nuestros guerreros me considerarían débil. Nunca has luchado contra los galos libres, ¿no es cierto? Entre nosotros hay algunos a los que ningún hombre en su sano juicio se atrevería a enfrentarse.

Cuando él menos lo esperaba, volví a invocar la radiante sonrisa de Vercingetórix y se la mostré de nuevo.

Al mismo tiempo ordené a los huesos de su muñeca que me obedecieran por última vez.

Plancus puso los ojos en blanco. Cuando se recuperó, empezó a decir algo, pero le interrumpí.

—¿Llamo a tus hombres para que te lleven de regreso al campamento? Parece ser que no lo pasas muy bien, lo cual es una lástima. Aquí nos preciamos de nuestra hospitalidad. No creo que desees decirles a tus hombres lo que te ha sucedido, ¿verdad? No haría ningún bien a tu reputación decir que has sido incapacitado por... un bárbaro. ¿Decimos sencillamente que te has caído? Está tan oscuro en estos alojamientos...

Poniendo una mano bajo su brazo indemne, ayudé al romano a ponerse en pie. No pudo hacer acopio de fuerzas para resistirse. El dolor le recorría a oleadas y la muñeca le colgaba a un lado como un tubo de piel lleno de grava. No volvería a blandir de nuevo una espada, pues la articulación estaba aplastada. Por el peso de la tierra.

Cuando llegamos a la puerta, toda mi solicitud desapareció en un abrir y cerrar de ojos, dejando un núcleo de hielo. En voz baja e intensa, susurré:

—No hay ningún motivo para que estés aquí excepto morir, Lucius Plancus. Morir horriblemente. Ya has sufrido. Márchate mientras puedas, antes de que algo mucho peor os suceda a ti y a tus hombres.

Le hice cruzar la puerta. El sol se estaba poniendo en un cielo rojo como la sangre. Volviéndome con precisión de modo que los últimos rayos se reflejaran en mis ojos, fijé la mirada en el romano.

—Márchate —le ordené—. Mientras puedas.

CAPÍTULO XXX

Mi gente me esperaba en las puertas del Fuerte del Bosque, y se daban codazos en su ansiedad por enterarse de lo que había ocurrido en Cenabum. Incluso Crom Daral estaba allí, sin abrirse paso como los demás, sino en pie más allá de la multitud, como un cuervo solitario en una rama.

Aunque ansiaba acostarme y dormir, cumplí con mi deber. Precedí a la multitud al interior de la sala de asambleas, donde les relaté mi experiencia con los romanos, la exageré un poco, como habría hecho Hanesa, y me recreé con los gritos ahogados y los murmullos resultantes. Tal vez en alguna otra vida podría ser un buen bardo.

Mis druidas me hicieron las preguntas importantes.

—¿Se marcharon los romanos? —insistió Dian Cet varias veces, antes de que hubiera terminado de contar la mejor parte de la historia.

—Plancus regresó a su campamento con mucho en que pensar —repliqué—. No esperaba que partiera de inmediato con la legión. Los soldados siguieron adiestrándose, haciendo marchas y contramarchas como antes. Pero nadie se presentó en Cenabum para investigar la muerte de Tasgetius. Así pues, aguardamos. Plancus permaneció acampado cerca de la ciudad durante siete noches enteras. Entonces, en la octava noche, los centinelas informaron de que la legión estaba cruzando el Liger, alejándose de nosotros en la dirección general del territorio de los turones. Presumiblemente, Lucius Plancus había decidido que podría mantener mejor la paz vigilando a los turones en vez de a nosotros.

Entonces tomó la palabra el Goban Saor.

—No comprendo por qué no te mató. Al fin y al cabo, habías atacado a un comandante del ejército romano.

Sonreí antes de responder.

—Estaba demasiado desconcertado. Los romanos quieren que todo esté claro, con bordes nítidos, y se entrenan sin cesar preparándose para situaciones predecibles. Pero de ninguna manera Plancus podía estar preparado para lo que le sucedió en el alojamiento del rey. Desde que llegó allí tuvo que enfrentarse con lo inesperado. De haber sido un hombre que actuase a la ligera nunca le habrían puesto al frente de una legión romana, por lo que yo estaba bastante seguro mientras le mantuviera confundido, incapaz de aclarar la situación en su cabeza y decidir alguna juiciosa reacción romana.

»Cuando regresó a su campamento debió de sentirse un tanto estúpido, pero todavía tenía que enfrentarse al dolor y yo confié en ello. Ningún hombre podría hacer caso omiso de una lesión como la suya. Todos tensamos continuamente sin darnos cuenta los tendones de las manos y los dedos, y cada vez que Plancus lo hacía el dolor debía de ser insoportable. El dolor impide pensar con claridad y, por esta razón, hizo lo que debió de parecerle más juicioso: una retirada estratégica. No puedo decir qué motivo le dirá a César, pero probablemente encontrará una justificación satisfactoria.

—¿Volverá la legión?

—No de inmediato. Dispondremos de un poco más de tiempo.

En realidad, tenía la sensación de que estaba llevando a cabo una compleja negociación comercial con el César invisible, utilizando toda mi inteligencia para procurarle a mi pueblo un día más de tiempo, como quien ensarta una cuenta tras otra en un cordel.

Los dos estábamos empeñados en una lucha cuya verdadera naturaleza yo comprendía mucho mejor que César. Para él, las campañas de la Galia no eran más que escalones en su carrera. En cambio, para nosotros se trataba de algo más importante que la vida misma.

Presumiblemente, todavía no se daba cuenta de que la Orden de los Sabios era su verdadero e implacable enemigo.

Los hombres de César capturaron al valiente Indutiomarus de los tréveros cuando trataba de cruzar un río a nado. Llenos de ira nos enteramos de que su cabeza había sido llevada en un palo al campamento romano, donde fue saludada con gritos y chanzas.

En el gran bosque ofrecimos un sacrificio apropiado a la gloria del rey trévero, uno de los nuestros, ahora y para siempre.

Con la muerte de Indutiomarus, la resistencia en el norte pareció cesar por el momento. César convocó un consejo de los dirigentes galos. Luego afirmó que asistió la mayoría de ellos, lo cual era una mentira descarada.

Other books

After the Fire by John Pilkington
The Prisoner of Cell 25 by Richard Paul Evans
The Ladies of Longbourn by Collins, Rebecca Ann
Begin Again by Christy Newton
The House Of Smoke by Sam Christer
Brooklyn Story by Suzanne Corso
Voices in the Wardrobe by Marlys Millhiser
Dreamwalker by Oswald, J.D.