El Druida (49 page)

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Authors: Morgan Llywelyn

Tags: #novela histórica

El futuro podría ser terrible. Los augurios eran cada vez más oscuros. Deseaba que aquella mujer, más querida para mí que cualquier otra, se enfrentara a lo que sucediera sin temor, segura con la sabiduría de los druidas, sabiendo lo que los druidas sabían.

—Nada deja de ser —reiteré con énfasis obligándola a aceptar la ley de la naturaleza—. Así pues, todos nosotros estamos perfectamente seguros, aun cuando cambien las condiciones de nuestra existencia.

Ella estaba frente a mí, mirándome con una expresión tan seria y esperanzada y, no obstante, tan temerosa, que me hizo sufrir. Concentrando todas las fibras de mi ser, vertí en ella, plenamente y sin reservas, toda la fuerza de mi conocimiento, toda mi experiencia, todos mis recuerdos..., hasta que vi que las sombras se desvanecían de sus ojos como la llegada del amanecer.

Maravillada, su vocecita áspera repitió por fin:

—Todos nosotros estamos perfectamente seguros.

CAPÍTULO XXIX

Abrí los brazos y ella vino a mí. Perdidos en la niebla, abrazando mi mundo, me estremecí de dicha.

Entre nuestros cuerpos apretados noté que el niño se movía en su vientre. Briga emitió su risa gorjeante.

—Y el bebé también está seguro, ¿no es cierto?

—Sí. Eso que le hace moverse dentro de ti es su espíritu inmortal.

—Te quiero, Ainvar —murmuró Briga.

Y yo, en el silencio de mi cabeza, murmuré una plegaria de profunda gratitud a Aquel Que Vigila. Briga era totalmente mía, ya no temía amarme.

Pero yo tenía miedo, no de la muerte, sino de que el niño que era mío y de Briga no tuviera la oportunidad de crecer como una persona libre entre gentes libres, un cantor entre un pueblo que cantaba. Temía que el hijo de Tarvos y el muchacho cuya ceguera había curado Briga y todos nuestros demás niños se vieran privados de su herencia.

Los soldados de César empalaban a los niños celtas en sus lanzas.

Yo había luchado contra la muerte de Tarvos porque le llegó demasiado pronto. Por el bien de los niños lucharía ahora contra César y todos sus ejércitos. Lucharía contra el mundo, lo sacrificaría todo.

Con un fervor redoblado me dediqué a estudiar los antiguos rituales de protección y a buscar otros nuevos, interrogué exhaustivamente a cada druida que visitaba el bosque, en busca de nuevos gestos, encantos y símbolos con los que ampliar nuestro arsenal druídico.

Al finalizar una campaña en la que había matado brutalmente a numerosos britones infortunados y esclavizado a muchos más, César volvió a enviar sus naves a la costa norte de la Galia. Allí supo que la región había sufrido una cosecha desastrosa y los guerreros que había estacionado en las tierras de los belgas sufrirían graves carencias de grano y otros suministros a menos que emprendieran alguna acción.

César convocó un consejo de reyes locales, con los que se reunió en Samarobriva, junto al río Somme, y les informó de que iba a cambiar de sitio los campamentos de invierno de sus legiones. Ahora las distribuiría entre más tribus que antes, a fin de darles acceso a los suministros de todas. De ello me informaron los druidas de los tréveros y los eburones, los cuales habían acudido al gran bosque a fin de prepararse para la convocatoria de Samhain. Me rogaron que usara el poder concentrado del bosque para invocar la fertilidad de sus tierras, donde aquel año habían fracasado las cosechas. Con la carga añadida de los romanos a los que alimentar, ellas, como muchas otras tribus norteñas, se enfrentaban a la hambruna antes de que la rueda de las estaciones hubiera girado por completo de nuevo.

Al escucharles me pareció evidente que la región estaba madura para la rebelión. Y una rebelión en el norte distraería a César un poco más antes de que atacara la Galia central.

Conferencié larga y seriamente con los treveranos y los eburones. Puesto que ya habían padecido el dominio de los romanos, descubrí que eran más receptivos a mis sugerencias que muchos de los galos libres que hasta entonces desconocían la férula de Roma.

A cambio de mi promesa de llevar a cabo nuestra magia más poderosa a su favor en el bosque, los druidas visitantes prometieron emplear su influencia entre los líderes de sus respectivas tribus. Entonces, con cierta satisfacción, informé a nuestros druidas locales:

—Estamos extendiendo la red.

No pasó mucho tiempo antes de que estos esfuerzos dieran fruto.

Inquieto por la situación, César permaneció en la Galia del norte para supervisar las fortificaciones de los nuevos campamentos, en vez de regresar al Lacio para pasar el invierno como de costumbre. Mientras estaba allí, estalló una revuelta, encabezada por Ambiorix, rey de los eburones, el cual tenía el apoyo y el estímulo de Indutiomarus , rey de la gran tribu de los tréveros. Las batallas consiguientes se extendieron por todo el territorio entre los ríos Rin y Meuse. Una importante fuerza, incluidos dos jefes de alta graduación, fue aniquilada.

Alentados por los primeros éxitos de la revuelta, otras tribus norteñas empezaron a sumarse al alzamiento. Pronto César se encontró luchando en muchos frentes. Indutiomarus incluso envió agentes al otro lado del Rin para invitar a los germanos a participar, prometiéndoles compartir el botín y todo el hierro romano que pudieran llevarse a casa.

Seguí ávidamente los informes de las batallas, cuyos resultados unas veces eran favorables a los celtas y otras a los romanos. Sacrificamos muchos bueyes en el bosque para propiciar el triunfo de nuestros aliados. Durante algún tiempo pareció como si pudieran salir victoriosos, pero entonces las astutas tácticas del romano empezaron a imponerse y los romanos a ganar más batallas de las que habían perdido.

Entonces me enteré de que me había equivocado al suponer que la revuelta del norte desviaría la atención de César de la Galia central. Aquel hombre tenía varias capas en la mente y era capaz de pensar en diversas cosas a la vez, lo cual es el atributo que realmente distingue a los humanos de los animales. Incluso mientras dirigía una campaña contra las tribus enfurecidas por sus exigencias de grano, había recordado otras iras... y la muerte de Tasgetius.

La noticia llegó a gritos a lo largo de los valles fluviales: César había enviado una legión desde las tierras de los belgas para que pasaran el invierno entre los carnutos.

Me quedé consternado.

Enseguida me puse en camino hacia Cenabum. La noticia era cierta. César había enviado cinco mil hombres al mando de un tal Lucius Plancus a la zona para investigar la muerte de Tasgetius y, como decían los romanos, «mantener la paz». Según ellos existían indicios de una revuelta combinada de carnutos y senones.

César estaba enterado del proyecto de confederación gala y tenía espías en todas partes. Sin embargo, era evidente que no sabía con seguridad quiénes estaban comprometidos con la confederación ni qué planes se estaban haciendo. Debía de haber supuesto que un ejército enviado a nuestro territorio —y otro a la tierra de los senones— bastaría para intimidarnos a ambos.

Cuando me aproximaba a Cenabum, vi que el campamento romano estaba extendido por los campos nivelados como una extraña inundación. Hice una mueca de disgusto. A fin de evitar que nos descubrieran las omnipresentes patrullas romanas en la vecindad del campamento, conduje a mis compañeros trazando un círculo muy grande que finalmente nos llevó a una puerta lateral de la ciudad.

Las puertas estaban cerradas y atrancadas. Tuve que gritarle al centinela e identificarme con la túnica encapuchada y el triskele antes de que nos abrieran las puertas. Mientras aguardábamos, pensé en el estilo romano de intimidación.

Los druidas sabemos algo acerca de la intimidación.

Dejando que mis guardaespaldas se mezclaran con los guerreros de Cenabum, me encaminé al alojamiento del rey. El efecto de la presencia romana en la zona era evidente. Los carnutos estaban serios y se ocupaban de sus tareas cotidianas con los ojos bajos y expresiones nerviosas. Hablaban con frases breves y nadie cantaba.

Por otro lado, los mercaderes romanos eran más visibles que nunca, se desplazaban por Cenabum garbosos como gallos jóvenes y se saludaban alegremente como si fuesen los dueños del lugar. Yo me deslizaba de una sombra a otra para evitarlos.

Encontré a Nantorus en su alojamiento, sumido en la penumbra. Su anciana esposa y las mujeres de su clan me dieron la bienvenida, pero los ojos del rey revelaban desánimo. En aquella ruina de hombre era difícil descubrir al paladín que en otro tiempo fue nuestro guerrero más dotado. La vitalidad que pudiera haber recuperado la había perdido de nuevo, ahora tal vez permanentemente.

—Me trata como si no fuese más que un perro bajo la mesa, Ainvar —se quejó Nantorus en cuanto terminamos con las formalidades.

—¿Quién lo hace?

—El comandante romano, Lucius Plancus. Tiene no sé qué pergamino de César con símbolos pintados en él y dice que eso le da derecho a gobernar aquí en la ausencia de un rey legal. ¡Yo soy el rey legal, Ainvar! —añadió en tono quejumbroso, con un temblor en los labios.

—Confío en que les dijiste que aquí su pergamino no tiene ningún valor. No estamos a las órdenes de César, somos un pueblo libre.

Nantorus no me miraba a los ojos. Permanecía sentado en su banco, sosteniendo una copa de vino y sin energía para llevársela a los labios.

—Lo intenté —dijo con voz ronca— pero él no quiso escucharme. Fui al campamento y le ordené que se marchara, pero sus hombres se rieron de mí y de mi carro, y casi antes de que supiéramos lo que ocurría llegaron dos cohortes a la puerta principal de Cenabum y amenazaron con matar a cualquiera que intentase salir. Plancus dijo que debíamos quedarnos dentro de los muros y obedecer sus órdenes o..., o..., No le temo, Ainvar, ni a él ni a ningún hombre, ya lo sabes. No temo a la muerte. —Nantorus alzó la cabeza y encontró un vestigio de su antiguo orgullo—. Pero me aterra que yo, el rey de los carnutos, sea privado de su virilidad delante de toda la tribu. Eso es lo que Plancus ha prometido que me haría, castrarme y golpearme hasta que yazca impotente en un charco de sangre y orina, y luego hacer que mi pueblo escupa sobre mí.

»Creí que podría luchar contra él pero... ya no tengo el valor de hacerlo, así que me quedo aquí y los romanos están ahí afuera. Mañana piensan interrogar a la gente acerca de la muerte de Tasgetius. La gente está asustada. Yo... representaba su fuerza, su virilidad. ¡Y estaba capacitado! Hasta que el romano..., hasta que sus hombres se rieron..., hasta que dijo...

Me dio una gran lástima. Por mi culpa se encontraba en aquella situación insostenible. A un anciano debería dejársele su dignidad. Debí haber previsto su reacción y hacer que un hombre más joven y fuerte se enfrentara a las águilas romanas. Pensé brevemente en Cotuatus, mas para mantenerlos alejados de lo que los romanos llamaban justicia había dejado a él y a Crom Daral en el Fuerte del Bosque.

—¿Qué príncipes hay ahora en Cenabum, Nantorus?

El rey los nombró. Conconnetodumnus había partido en busca de esposa, llevándose a sus fieles guerreros para atacar a los turones, que tenían mujeres agraciadas y fértiles. Los demás nobles actualmente encerrados dentro de los muros de Cenabum no eran lo bastante impresionantes para intimidar a un comandante romano. Si hubiera un Rix entre ellos para enfrentarse a Plancus...

—Di a tus mujeres que me traigan la túnica de un príncipe —le ordené—. Y todas las joyas de oro que puedan reunir, un collar, brazaletes, anillos, cuanto más grandes y vistosos tanto mejor. Un manto de piel de lobo y broches esmaltados. ¡Rápido!

—Pero, Ainvar, los druidas no llevan tales cosas.

—Cuando me encuentre con el comandante romano, Nantorus, no lo haré en calidad de druida.

Me vestí en el alojamiento del rey. Tras la libertad de movimientos que proporcionaba la holgada prenda con capucha, la túnica y las polainas ajustadas me producían una sensación de agobio, y el peso de las joyas amenazaba con hundirme en la tierra, como les dije a las risueñas mujeres.

Cuando me consideré preparado y perfectamente disfrazado como un príncipe perteneciente al rango de la caballería, la anciana esposa del rey soltó una carcajada.

—Sabrá que eres un druida en cuanto te vea —me dijo—. Llevas la tonsura.

Me había olvidado de la tonsura. Como todos los druidas, desde mi iniciación en la Orden me había afeitado la parte delantera de la cabeza de oreja a oreja para darle al sol mayor acceso a mi cerebro, pues el Fuego de la Creación nutre la mente. En mi caso ese estilo daba la impresión de una frente de altura antinatural, con una franja plateada que se iniciaba por encima de la sien, y bastaba para identificarme como druida ante cualquiera que hubiese pasado algún tiempo en la Galia.

—¿Tienes una túnica con capucha o alguna clase de capucha que no parezca de druida? —pregunté, pero la búsqueda en el alojamiento resultó infructuosa.

Entonces una de las hermanas del rey sugirió:

—¿Por qué no una guirnalda? Si eres un guerrero, sin duda tomas parte en los innumerables concursos y carreras con los que pasan el tiempo cuando no combaten. Podemos hacerte una guirnalda de vencedor y los romanos no verán nunca la diferencia.

No era la estación de las hojas verdes y en el alojamiento del rey no había arbustos, pero las mujeres me hicieron una gruesa corona utilizando col rizada y acedera destinadas a la comida, atadas con enredadera e hilo de telar. Todos estuvimos de acuerdo en que no habría engañado a los nuestros, pero bastaría para dar el pego a los romanos.

Cuando por fin estuve listo, enviamos un mensajero al campamento romano para convocar al jefe en el alojamiento del rey de los carnutos.

Esperamos, pero Plancus no se presentó.

—Tendrás que ir tú a verle —dijo Nantorus.

—Ah, no. Envía de nuevo al mensajero, pero esta vez que diga cuánto te ha afligido saber que el comandante romano ha estado gravemente incapacitado.

—Pero no lo ha estado..., ¿verdad?

—Todavía no —le dije, reprimiendo una sonrisa—, pero no querrá que esa clase de rumor se extienda por Cenabum y vendrá aquí para demostrar que no es cierto. A fin de asegurarnos de que lo haga, llevaré a cabo unos hechizos mientras aguardamos.

No tuvimos que esperar demasiado antes de que Lucius Plancus en persona cruzara galopando las puertas de Cenabum, al frente de una compañía de caballeros romanos. Al oír su aproximación, salí del alojamiento para ver cómo era antes de que él pudiera hacer lo mismo conmigo.

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