El Druida (44 page)

Read El Druida Online

Authors: Morgan Llywelyn

Tags: #novela histórica

Tarvos se deslizaba de bruces por la lenta corriente, con el cuello atravesado por una lanza.

CAPÍTULO XXVI

En la colisión producida en medio del río entre las mujeres que retrocedían y los guerreros que avanzaban, Tarvos debía de haber perdido el equilibrio. Quise convencerme de que eso era lo único que le había ocurrido, que no estaba herido y simplemente se había quedado sin aliento. Ninguna lanza le atravesaba la garganta, sólo lo parecía.

—Tarvos —me oí decir neciamente—. ¡Levántate, Tarvos! ¿Has encontrado a Briga? ¡Háblame, Tarvos!

Solté las riendas del caballo, le volví suavemente y alcé del agua su cabeza y sus hombros. La cabeza cayó a un lado. En vez de ojos vi dos medias lunas blancas bajo los párpados semicerrados. Su cara tenía el color de la arcilla.

Entonces ansié la fuerza para volver a manipular el tiempo, para hacerlo retroceder. Pero mi fuerza estaba agotada. Los brazos que sostenían a Tarvos temblaban.

Los que estaban en la orilla vadearon el río para ayudarme.

—¿Alguien puede quitarle esa lanza del cuello? —pregunté.

Las manos serviciales de mi gente nos tocaron, nos guiaron, me ayudaron a llevarle fuera del agua y tenderle en la orilla. Sulis se inclinó sobre nosotros. No había reparado antes en ella. Debía de haber estado con las demás mujeres que habían venido a cantar al viñedo.

Tras dirigirme una mirada penetrante, centró su atención en Tarvos. Observé impotente cómo le escuchaba el corazón, le palpaba los conductos de la sangre en el cuello, le husmeaba el aliento. Finalmente meneó la cabeza.

—La vida le ha abandonado, Ainvar.

Hizo una señal a dos de nuestros hombres, entre los cuales extrajeron la lanza del cuello de mi amigo con tanta suavidad como si él pudiera notar lo que le hacían.

La sangre brotó perezosa de la herida.

Alguien se abrió paso entre la muchedumbre que nos rodeaba y me quitó a Tarvos de los brazos. Lakutu producía un extraño sonido de lamentación que subía y bajaba con unas desgarradoras ondulaciones. Apretando a Tarvos contra su pecho, se sentó sobre los talones y le meció, sin dejar de emitir aquel sonido espantoso.

Tuve que desviar la vista de ellos.

Y allí estaba Briga.

Sin decir palabra, me abrió los brazos y me arrojé a ellos.

—Tarvos ha muerto —le musité en el pelo.

—Lo sé. Murió mientras nos salvaba.

—Pero no está preparado para morir. Es demasiado joven y tiene a Lakutu. Le queda tanta vida por delante..., no está preparado para la muerte.

—Lo sé —dijo ella quedamente.

Pero no lo sabía. Yo sí. Sabía que mi amigo todavía disfrutaba del cálido sol, el vino rojo, una buena pelea y una mujer cariñosa. No estaba preparado para dejar todo eso atrás. La muerte era para los ancianos, los enfermos, no para un hombre que regresaba apresuradamente a casa, ansioso por reunirse con Lakutu que le esperaba.

Me volví a los guerreros que nos miraban y les dije:

—Llevadle al bosque.

Uno de ellos, un miembro de mi propia guardia, tan conmocionado por la muerte de su capitán que se atrevía a discutir con el jefe druida, objetó:

—Debemos llevarle al fuerte para que las mujeres puedan prepararle.

Giré sobre mis talones a fin de enfrentarme a él.

—¡Llevadle al bosque! —ordené.

Ellos retrocedieron e intercambiaron furtivas miradas, pero levantaron el cuerpo de Tarvos, separándolo del abrazo de Lakutu con gran dificultad, y emprendimos el camino de regreso. El largo, muy largo camino de regreso. Tarvos no había sido nuestra única baja. Los guerreros recogieron el cuerpo de la niña que había recibido una pedrada en la cabeza y encontraron a una anciana tendida entre las vides, muerta de una estocada. Otros más estaban heridos, algunos de gravedad.

Y el viñedo había sido destruido.

Aún no podía pensar en el viñedo, sólo Tarvos ocupaba mis pensamientos.

Sulis regresó al fuerte con los heridos, pero insistí en que los demás muertos fuesen llevados al bosque junto con Tarvos.

El tiempo que yo había encerrado y retenido ahora parecía enlentecer por su propia voluntad, por lo que pareció que transcurrían años mientras avanzábamos penosamente hacia el cerro, años de fatiga y dolor. También yo estaba herido, como descubrí cuando una sensación aguda y quemante me advirtió de algún daño en el costado. Una costilla tal vez, nada que Sulis no pudiese reparar. ¿Me habían arrojado lanzas cuando se rompió el hechizo? ¿Había permanecido bajo la lluvia mortífera que mató a Tarvos?

No importaba. Seguí caminando, mirándome los pies para evitar mirar a Tarvos. Alguien me había aliviado de mi pobre caballo y sin duda también se lo había llevado al fuerte para curarlo. Sin embargo, el caballo que había montado Tarvos todavía llevaba a su jinete, atravesado en el lomo, con Lakutu caminando a su lado, los brazos alrededor del cuerpo muerto tanto como podía abarcar. No dejaba de lamentarse.

Con una sensación de alivio inefable vi el bosque que se alzaba delante de mí. Los robles desnudos levantaban sus brazos contra el olvido.

Encabecé la marcha hacia el claro central donde aguardaba la piedra sacrificial, pero no iba a tener a Tarvos en el altar. Él no era un sacrificio.

Ordené que los tres muertos fuesen tendidos en hilera, de cara al sol naciente. Lo que hiciera por Tarvos debía hacerlo por todos. Obedeciendo a los impulsos de la cabeza y el corazón, los guerreros los dispusieron tiernamente como yo ordenaba. Luego retrocedieron y se quedaron mirándome, esperando.

Incluso Lakutu finalmente guardó silencio, o tal vez la presencia de los árboles la silenció. Permanecía con los ojos oscuros fijos en mí, y en ellos leía la misma súplica angustiada e inarticulada que había percibido en otra ocasión, cuando ella estaba en la plataforma de subastas.

¡Cuánto deseé no estar tan fatigado! Ya había esforzado mis poderes al máximo y estaba exhausto, rígido de cansancio.

Pero, sin dar explicaciones a nadie, seguí adelante, preparando meticulosamente cada paso del ritual. Dispuse piedras reproduciendo la pauta de las estrellas en el cielo invernal, pedí a Briga que trajera agua del manantial oculto en el bosque, encendí una fogata. Me aseguré de que los cuerpos estaban apropiadamente alineados y entonces coloqué a los espectadores en las posiciones exactas que los druidas habían adoptado aquel día lejano con Rosmerta.

La magia depende, en parte, de la reproducción de procedimientos y conjuros que han surtido efecto con anterioridad, un ritual fijo para producir un resultado predecible. El Goban Saor podía golpear el hierro con un martillo de la misma manera cada vez y darle así una forma determinada. Lo mismo sucede con la magia.

O casi siempre sucede así.

Pero estaba muy cansado y la magia que iba a intentar estaba más allá de la capacidad de cualquier druida conocido. Si no me contenía, cedería al miedo.

Los druidas habían acudido, a pesar de que no les había llamado. Más allá del tenso círculo de mi concentración percibí unas figuras encapuchadas que llegaban silenciosamente al claro. Grannus había estado allí desde el principio, avanzando penosamente desde el río con el resto de nosotros. Ahora se nos unieron Keryth, Narlos, Dian Cet..., Aberth..., el resto de la Orden que vivía cerca del gran bosque. Estaba agradecido, pues sería necesaria su fuerza adicional.

Proseguí mi tarea sin hablar con nadie, siguiendo la silenciosa intuición de mi espíritu, pues nadie había diseñado anteriormente aquel ritual. En cierto momento, Briga me puso una mano en el brazo.

—¿Qué vas a intentar, Ainvar?

Su elección de las palabras era desafortunada. No debía pensar que iba a intentar algo, sino que iba a conseguirlo sin ninguna duda. La magia depende de la fuerza de la mente y la absoluta confianza del druida en ese poder. Sacudí la cabeza y no le dije nada.

Cuando todo estuvo dispuesto, cerré los ojos y me abrí a la Fuente.

Los oídos de mi espíritu se aguzaron para captar el más leve susurro orientador, pero sólo oyeron el crujir de las ramas y la tenue respiración del círculo de personas a mi alrededor.

¡Dime!, supliqué a Aquel Que Vigila. Dime qué he de hacer ahora. ¿Debo arrojarme sobre los cadáveres y gritarles «¡Vivid!» como hice en otro tiempo? ¿Es esa orden suficiente? ¿Hace falta algo más?

Me di cuenta del grado de mi presunción. ¿Quién era yo para atreverme a encender la chispa de la vida? Por hacer mía la prerrogativa del Creador, me arriesgaba a represalias que estaban más allá de la imaginación humana.

Sin embargo, Tarvos, a quien tanto quería, no estaba preparado para morir. Merecía más vida, y Lakutu me miraba con aquellos ojos oscuros y trágicos, suplicándome en silencio. No sentía ningún temor por mí mismo, sino tan sólo una imperiosa necesidad de dar.

Por favor, imploré en las cavernas de mi cráneo. Envíame inspiración.

De pie junto a los cuerpos tendidos en el suelo, incliné la cabeza y esperé.

Algo penetró en el bosque.

Un temblor onduló a través de la tierra, el viento silbó entre los robles. Una quietud intensa y opresiva, como el ojo de una tormenta, se estableció a mi alrededor. Pareció abrirse una gran distancia entre mí y el círculo de observadores, como si me estuviera alejando de ellos a una velocidad increíble. Los druidas habían empezado a cantar, pero el sonido que llegaba a mis oídos era como el zumbido de un millar de abejas. La luz en el claro disminuyó, se abrillantó, volvió a disminuir.

Cuando miré los cuerpos, toda la luz parecía haberse concentrado en ellos.

Empecé a inclinarme hacia Tarvos. Algo me empujó hasta ponerme de rodillas y una fuerza aturdidora pasó a través de mí y me dejó en el suelo, contorsionándome como un insecto aplastado por un talón gigantesco.

Los árboles vigilaban, los druidas cantaban, la tierra era antigua y el Creador era..., y el Creador es...

Mientras un poder terrible me desgarraba, hice un esfuerzo supremo por establecer un vínculo con la Fuente que trascendiera la carne y saltara llameante a través del cosmos.

¡Una voz gritó en tono agónico! En éxtasis. ¡Y el Creador es!

* * * * * *

Mi cuerpo humano me falló, me abandonó por completo. Estaba tendido de bruces entre hojas muertas, vertiendo lágrimas de debilidad, mi brazo extendido tocando el brazo de mi amigo muerto.

No sé cuánto tiempo estuve allí tendido. Nadie se atrevió a molestarme. Yací tan impotente como un recién nacido, ahuecado como una canoa de tronco.

Entonces conocí las limitaciones de mis dones. Menua estaba equivocado. El espíritu albergado en mí no era lo bastante poderoso para resucitar a los muertos.

Un druida mucho más grande que yo algún día podría lograr lo que a mí me estaba vedado.

Pero tendido en el suelo del claro, aturdido y extenuado, me di cuenta de que me había sido concedido un don distinto. Gracias al amor que sentía por mi amigo, por un ardiente momento fuera del tiempo había visto el rostro definitivo de la Fuente.

Me puse en pie como un anciano lisiado. Los demás se acercaron tímidamente, sus semblantes demudados.

—Mira —me dijo Aberth, señalando.

En el extremo del claro un roble había sido hendido desde la copa hasta la raíz por un rayo. Un rayo en invierno. El olor de la madera quemada espesaba el aire.

Nadie me pidió una explicación. Yo era el jefe druida.

—Llevad los cadáveres de regreso al fuerte para que las mujeres los preparen y los demos a la tierra —ordené.

La procesión avanzó en el crepúsculo azul, conmigo a la cabeza, solo.

Lakutu caminaba como antes al lado del cuerpo de Tarvos, sollozando quedamente.

Horas después, en plena noche, cuando el silencio reinaba en el bosque y sólo la guardia redoblada que yo había ordenado estaba despierta, salí de mi alojamiento y contemplé las estrellas. Me dije que Tarvos estaba allí, fuera de la vista pero no de alcance.

En primavera aparecerían nuevos brotes en los árboles, como lo hacen siempre.

Entretanto los druidas tendríamos trabajo. Somos los ojos y los oídos de la tierra. Pensamos sus pensamientos, sentimos su dolor. Como descubriríamos cuando volviéramos a nuestro viñedo para inspeccionar los daños producidos por los romanos, éstos no se habían contentado con pisotear las vides jóvenes. El hedor nos reveló que se habían orinado en ellas como una muestra de desprecio. Y, lo que era peor, habían esparcido sal entre las hileras.

La tierra contaminada nos clamaba, rogando que la curásemos.

* * * * * *

El horror que nos produjo aquel acto sólo era excedido por la repugnancia que sentíamos hacia quienes lo habían cometido. ¿Qué clase de ser envenena a la diosa que es la madre de todos nosotros?

En medio del viñedo profanado rompimos a llorar. Luego iniciamos la limpieza y los rituales de curación que devolverían la vida a la tierra. Estábamos bien adiestrados en ese arte, era nuestra obligación y nuestro privilegio.

Mi corazón siempre lamentaría que no me estuviera permitido hacer lo mismo por Tarvos.

La experiencia en el bosque me dejó transformado en un hombre más humilde y más sabio. Descubrí que no podía compartirla, pues el lenguaje del espíritu es ajeno a las lenguas humanas y no existen palabras para describir lo que había visto y sentido. Sin embargo, había cambiado en muchos sentidos.

A partir de aquel día, una ancha franja plateada que partía de la sien izquierda resaltó intensamente contra el bronce oscuro del resto de mi cabello. Mis gentes lo comentaron en susurros llenos de temor reverencial.

También se produjo otro cambio. A la noche siguiente Briga apareció en la puerta de mi alojamiento con su jergón enrollado bajo el brazo.

—No te quedes ahí parado, Ainvar, déjame entrar.

Tratando de ocultar mi asombro, me hice a un lado para que pudiera pasar.

—¿Por qué has venido?

—¿Qué crees tú? —replicó impúdica la vocecilla áspera—. He venido para estar contigo, pasmarote.

—Pero ¿por qué ahora...?

Ella dejó caer el jergón y, riendo, se arrojó a mis brazos. Mientras recibía su cálido y dulce peso, murmuró contra mi boca:

—No me preguntes. Voy a ser una druida y los druidas no dan explicaciones.

Tal vez otros hombres comprendían a las mujeres.

Aquél fue un invierno difícil. El tiempo era suave, pero la inquietud convierte en desolada cualquier estación. Mientras enterrábamos a los nuestros muertos por los romanos, yo esperaba tensamente noticias de Cenabum y de Rix, información acerca de César y posibles represalias.

Other books

Cat's Eyewitness by Rita Mae Brown
A Sending of Dragons by Jane Yolen
Smoke Alarm by Priscilla Masters
La sangre de los elfos by Andrzej Sapkowski
The Bloody Wood by Michael Innes
Beyond the Grave by C. J. Archer
The Waking Dreamer by J. E. Alexander