El Druida (41 page)

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Authors: Morgan Llywelyn

Tags: #novela histórica

»Me han informado de que, para los fines de su campaña, ha dividido a la Galia en tres partes y que se propone subdividir a cada parte por separado. Los belgas son los primeros y los aquitanos del sudoeste serán los siguientes. La región central es su objetivo final: la Galia libre, en la que estamos incluidos. Si César consigue convertir la Galia en una de las provincias romanas, se asegurará de que no queden druidas, excepto hombres como su equivocado aliado, Diviciacus de los eduos. Destruirá la Orden de los Sabios a fin de que no queden pensadores que le opongan resistencia, y llevará a nuestro pueblo a la esclavitud. He visto mujeres celtas en la subasta de esclavos, mientras la muchedumbre las miraba con lujuria y sus captores las toqueteaban, se restregaban contra ellas y se reían de su vergüenza. He visto esto y cosas peores..., niños de nuestra raza mendigando en las calles de las poblaciones romanas porque sus clanes han sido obligados a adoptar las costumbres romanas y ya no cuidan de sus huérfanos como lo hacemos nosotros.

Seguí tejiendo una red con mis palabras hasta que el olor del miedo se alzó como un hedor fecal entre mis oyentes. Yo deseaba que tuviesen miedo, no de la muerte, que no tiene importancia, sino de las trampas, los calabozos cuadrados, las casas cuadradas, las calles pavimentadas, los grilletes en los tobillos, los espíritus aplastados...

—Persuadid a vuestras tribus de que se unan bajo el mando de Vercingetórix —les insté—, pues de lo contrario César nos conquistará a todos, una tribu tras otra.

Durante el largo y frío invierno la red druídica se extendió por toda la Galia, hablando en favor de la confederación gala bajo la dirección de Vercingetórix. Sólo podía esperar que la Orden siguiera ostentando suficiente poder para que sus palabras fuesen atendidas como era debido.

Un druida procedente del norte que realizaba su primer peregrinaje al centro sagrado de la Galia, me habló de las secuelas de la campaña de César contra los belgas.

Era uno de los remos, vecinos de los belgas, los cuales, temiendo por su propia seguridad, se habían sometido a César y acusado a los belgas, con más vehemencia que nadie, de haber conspirado contra Roma. Habían confiado en que, al ponerse de parte de César, les dejarían al frente de la región cuando el romano retirase sus ejércitos.

—Pero una vez finalizada la lucha, César no retiró sus tropas —se lamentó el remo— ni tampoco nos concedió el gobierno de la región. Como no sólo ataca a los guerreros sino también a las mujeres y niños, había despoblado vastas zonas, a las que se trasladaron sus propios soldados que empezaron a levantar asentamientos. —El hombre temblaba con la indignación de los traicionados—. No nos ha quedado nada que mostrar a cambio de haber ayudado a César.

—Yo podría haberte advertido si hubieras venido antes a verme —le dije—, podría haberte hablado de la norma de César.

—Es un largo viaje para nosotros... y ya no somos muchos..., no comprendes...

—Comprendo que has venido corriendo al bosque cuando el problema se ha vuelto lo bastante grave. ¿Qué ocurre ahora? ¿Los romanos también se internan en vuestras tierras?

Él inclinó la cabeza.

Los druidas de los remos no eran los únicos que apenas habían peregrinado al bosque desde que yo me convertí en Guardián. A Diviciacus de los eduos nunca se le había visto entre los robles. Me pregunté si aún se consideraba miembro de la Orden o si era totalmente un hombre de César. Había traicionado a la Orden, dejándose seducir por el metal brillante y los ruidosos cascos del poderío romano y creyendo que la fuerza de César era todo lo que necesitaba para proteger a su tribu. Tal vez creía haber efectuado la elección más sagaz para su pueblo. Sin duda el peso de la responsabilidad abrumaba tanto a Diviciacus como a mí.

Desde mi regreso de Avaricum había interrogado a cada centinela, cada guerrero, cada artesano, hombre libre y siervo del fuerte y la zona circundante, para averiguar si alguno de ellos había visto una patrulla romana cerca del bosque. Mis pesquisas fueron negativas en todos los casos. Sin embargo, yo sabía en mis entrañas cuál era la situación, olía el peligro para el bosque.

—Escucha, Ogmios, necesitamos más vigías durante todas las horas del día —exigí—. Dejas dormir a demasiados hombres cuando deberían estar vigilando cada sendero de carretas y pliegues de la tierra. Quiero que el bosque esté protegido, Ogmios, ¿me entiendes? ¡Protegido!

—¿Acaso temes que alguien robe los árboles? —replicó él, tratando de tomar a broma mis temores.

—¡Exactamente!

Él se me quedó mirando con la inexpresividad de un hombre realmente estúpido que intenta pensar.

—¿Cómo podrían llevarse tantos sin que nos diéramos cuenta?

Me percaté de que Ogmios debía rendirse pronto a las estaciones y ser sustituido por un capitán más despierto y capacitado. Aunque sabía que era inútil, envié a Tasgetius un mensaje solicitándole más guerreros para el fuerte.

—Nunca te los concederá —me dijo Tarvos—. Ese hombre no pondría de buen grado una sola arma en tus manos.

—Lo sé, pero debemos observar las tradiciones.

—¿Aún no romperás abiertamente con él?

—Mira lo que ha ocurrido por causa de la ruptura abierta entre Dumnorix y Diviciacus. Los eduos están divididos, son demasiado débiles para resistir a César. No, Tarvos, cuando se produzca la ruptura con Tasgetius debe parecer que procede del pueblo, no de un miembro de la Orden.

—¿Cuándo será eso?

Cuándo. Todo el mundo quería saber cuándo. Yo también.

Utilizando como excusa la necesidad de más guardianes, visité Cenabum en repetidas ocasiones, aparentemente para persuadir a Tasgetius pero en realidad para pasar todo el tiempo que pudiera con el príncipe Cotuatus, a quien adiestraba a pensar, ser prudente, refrenar su cólera, reconocer las pautas y planear con antelación. Le estaba preparando para que fuese la clase especial de rey que necesitaríamos en el próximo futuro.

Como había esperado, Tasgetius se negó a concederme más guerreros.

—Te equivocas al creer que los romanos constituyen una amenaza, Ainvar —me dijo en la intimidad de su alojamiento, donde ahora el antagonismo entre nosotros se revelaba sin ambages—. Creo que estás usando eso como una excusa para tratar de conseguir más hombres armados y fomentar tu propio poder, pero soy demasiado listo para dejarme convencer.

—Los druidas nunca han necesitado el poder de las armas.

—Los tiempos cambian.

—A eso precisamente me refiero. Soy el Guardián del Bosque, Tasgetius, y los tiempos cambian. Si existe alguna amenaza contra el bosque estoy obligado a...

—No hay ninguna amenaza —replicó él con aspereza—. No sé por qué vienes aquí una y otra vez con esa embajada. Has dejado que te infecte la necedad de tu predecesor, ves sombras donde no hay ninguna.

—Vi una patrulla romana muy adentrada en nuestro territorio.

—Nadie me informó de eso.

Ambos nos miramos ferozmente. Él no me ofreció comida ni bebida, sabedor de que no las aceptaría, sabedor de que yo sabía..., aunque eso no le importaba.

En mi calidad de jefe druida, visité a cada uno de los príncipes que residían en Cenabum antes de regresar al bosque. Al hacer eso cumplía con la tradición. Ponía cuidado para no pasar apreciablemente más tiempo con Cotuatus que con los demás, pero conversábamos en vehementes susurros. No era un hombre que se adaptara perfectamente a nuestras necesidades, pero tendría que servir. Se nos estaba agotando el tiempo.

Invariablemente, cada vez que visitaba al príncipe, veía a Crom Daral cerca del alojamiento de Cotuatus, el rostro oscuro vuelto hacia mí, los ojos de mirada hosca vigilándome. Cierta vez le pregunté a Cotuatus por él.

—¿Ah, el jorobado? No tengo queja de él. No es muy bueno con las armas, pero me profesa una lealtad inquebrantable. Nunca me pierde de vista.

—Sí, él es así —dije yo, recordando otros tiempos.

—Agradezco disponer de alguien como él para guardarme las espaldas, Ainvar. Es como tu Tarvos.

—No, no es como Tarvos —repliqué.

Las estaciones mudaron. César había conquistado a los aduatucos con el pretexto de que eran un pueblo germano, descendientes de los teutones. Su castigo por haberse atrevido a ayudar a los nervios en su enfrentamiento al romano fue que todos los supervivientes acabaron en la esclavitud. Sin ningún empacho, Cayo César envió a 53.000 personas que habían nacido libres a la plataforma de subastas. Entonces regresó al Lacio, donde pasó algún tiempo, dejando a sus legiones más fuertes para que atacaran y sometieran a las tribus que poblaban el litoral al oeste.

Aunque el corazón de la Galia seguía siendo libre, César tuvo la temeridad de anunciar en Roma que había aportado «la paz» a la totalidad del territorio galo. Su paz incluía el descarado establecimiento de un campamento de invierno en territorio carnuto.

En cuanto me enteré de ello, casi maté a un caballo en mi apresuramiento por llegar a Cenabum, mientras Tarvos y mis guardaespaldas me seguían tragando el polvo que levantaban los cascos de mi montura. Nos abrieron de par en par las puertas de la fortaleza, pero cuando dejé a mis hombres y fui solo al alojamiento del jefe druida para no parecer provocativo, el centinela de guardia me impidió el paso con su lanza. ¡El jefe druida excluido!

Escupiéndole en el rostro, paralicé al hombre con mi magia. Entonces abrí de una patada la pesada puerta de roble. Luego la pierna me dolió durante días. Entré en la estancia rugiendo:

—¡César ha levantado un campamento en la tierra de nuestra tribu! ¿Qué sabes de ello, Tasgetius?

El rey me recibió en pie, con sus grandes puños pecosos en las caderas y una actitud general de beligerancia.

—¿Por qué no habría de hacerlo? Es un amigo.

—César no es amigo de ninguna persona libre.

El rey me miró fríamente de arriba abajo. Toda pretensión de normalidad en nuestra relación se desprendió como la piel de una serpiente.

—Dice que mis enemigos son sus enemigos, druida.

Hice caso omiso del cebo y le repliqué:

—¿Estás enterado de que una de sus legiones ha invadido a la tribu de los vénetos en la costa noroeste, matando a millares de ellos y destruyendo sus barcos? Con ese solo golpe César ha interrumpido todo nuestro suministro de estaño desde la tierra de los bretones. ¿Es ése el acto de un amigo?

—Los romanos nos venderán estaño.

—¡No me cabe duda! ¡A cinco veces su precio real! ¡Ah, necio Tasgetius! ¿No puedes darte cuenta de lo que está ocurriendo?

No debía haber llamado necio al rey en su cara, precisamente yo, que siempre instaba a los demás a tener prudencia. Pero un celta sólo puede dominar sus pasiones hasta que éstas echan a correr con él.

Tasgetius palideció de ira.

—¡Guardias! —gritó.

El centinela al que había escupido asomó la cabeza a la puerta, todavía aturdido y tratando de sacudirse los efectos de mi magia.

—¡Pide ayuda! —le ordenó el rey.

El centinela parpadeó, se tambaleó un poco y retrocedió hasta perderse de vista.

—Haré que te echen de Cenabum, Ainvar.

—No te atreverás a exiliar públicamente al jefe druida —le dije confiado—. La gente se levantaría contra ti, aterrada al verte cortejar la ira del Más Allá.

—¡Entonces te mataré aquí mismo y diré que has muerto de un ataque!

Alzó sus grandes puños y avanzó hacia mí.

No retrocedí un solo paso. Pensé en la piedra, me convertí en una piedra, frío granito en una noche de invierno.

—Levanta una mano contra mí y antes de que vuelvas a exhalar el aliento haré que el rayo caiga en esta casa —le advertí—. Tanto tú como todo lo que contiene quedaréis reducidos a cenizas.

Mientras decía estas palabras se oyó el estrépito de un trueno.

Tasgetius titubeó.

—Ningún jefe druida ha matado jamás a un rey —observó, aunque por su tono no parecía totalmente seguro.

Entreabrí la boca y enseñé los dientes, con una mueca que no era una sonrisa.

—Todavía no, Tasgetius.

Volvió a tronar. El rey perdió la rigidez que le envaraba.

—Vete, Ainvar. Sal de aquí y abandona Cenabum. Quizá no te des cuenta todavía, pero la época de los druidas ha pasado.

—¿Crees que la llegada de César pone fin a la Orden? Entonces eres doblemente necio. Siempre seremos necesarios. ¿Quién aparte de nosotros comprende los ritmos de la tierra y la fuerza que es posible extraer de las pautas estelares? ¿Quién más sabe qué sacrificios son necesarios para alimentar a la tierra y recompensarla por su fertilidad? ¿Quién más puede aplacar a los espíritus de los insectos a fin de que no devasten nuestras cosechas? Sin la intervención de los druidas, Tasgetius, el hombre, en su ignorancia, violaría y saquearía la tierra con tanta certeza como que César viola y saquea a las tribus. La tierra dejaría de proveernos y ocurriría un desastre.

El rey se sentó en su banco pero no me invitó a que también tomara asiento. Exhaló un suspiro y dijo:

—Déjame que te diga una verdad lisa y llana, druida. Ocurrirá un desastre si agitamos los puños ante la cara de César tal como abogáis tú y tus seguidores. Quienes se oponen al romano sufren más cuando les vence que quienes se someten a él desde el principio.

Parecía cansado, tal vez demasiado cansado de escuchar la voz de la razón.

—¿Es que no lo ves? ¡No tenemos que ser invadidos ni ceder! —exclamé con vehemencia—. Podemos luchar y vencer, Tasgetius. Una sola tribu no puede derrotar a César, eso está demostrado, pero todos juntos podemos...

Él soltó un bufido.

—He oído hablar de tu confederación gala, tanto que ahora basta su mención para que se me revuelva el estómago. Te lo digo de una vez por todas: nunca entregaré los carnutos a cualquier otro líder.

—Si hablaras con Vercingetórix —insistí—, si llegaras a conocerle...

El rey me miró con una sonrisa sardónica.

—Cuando hablo contigo es como si hablara con Vercingetórix, ¿crees que no lo sé? Mi propio jefe druida apoyando a otro rey.

Sus palabras rezumaban amargura y supe que le había perdido. Por muy persuasivo que fuese Rix, o éste y yo juntos, con las demás tribus, Tasgetius presentaría resistencia hasta la muerte contra cualquier cosa en la que yo estuviera implicado. Sin embargo, ¿cómo se me podría separar de la norma?

Mientras trataba de pensar en algo que decirle, el rey me preguntó:

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