El Druida (36 page)

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Authors: Morgan Llywelyn

Tags: #novela histórica

—¿Cuántos druidas necesita una tribu?

—Tantos como consiga —repliqué maliciosamente.

El Toro se encogió de hombros.

—Humor druídico. ¿Cuál crees que fue la causa del descenso de su número en primer lugar?

—Tal vez la causa esté en la rueda de las estaciones, que gira y gira y cambia todas las cosas, de modo que las épocas antiguas se vuelven nuevas, la antigua sabiduría olvidada se redescubre... Es el ciclo necesario de la muerte y el nacimiento.

Tarvos se rascó su poblada cabeza.

—No lo comprendo, claro que yo soy un hombre sencillo.

Sin embargo, cuando le repetí a Briga mis pensamientos, ella los comprendió.

La enseñanza era sólo una parte de mi función, por supuesto. En otoño debía supervisar los sacrificios, propiciando primero los espíritus de los animales. Luego habría que almacenar el grano y cosechar el precioso muérdago, como parte de una ronda interminable que debía corresponderse con los ciclos naturales y ser llevada a cabo de acuerdo con unas tradiciones de eficacia probada. Lo que tomábamos a la tierra se lo devolvíamos con nuestros ritos, trabajábamos con el sol, la lluvia y el espíritu de la vida. Y en el centro de toda esta actividad estaba el jefe druida, mantenedor de la armonía.

Aprendí a contentarme con muy pocas horas de sueño.

En ocasiones iba al bosque solo. Allí, como un hombre acalorado en exceso que se mete en un estanque de agua fría, me sumergía en la tranquilidad de los árboles hasta que me sentía refrescado.

Necesité toda mi fortaleza cuando Sulis regresó de Cenabum y me dijo que no había ninguna esperanza para Nantorus.

—Nunca se le podrá elegir rey de nuevo, Ainvar. Hicimos cuanto pudimos por él, pero su cuerpo es más viejo de lo que correspondería a su edad. La lanzada en la espalda debe de haberle dañado los pulmones y no puede respirar bien. La verdad es que me sorprende que siga vivo. Ahora que he vuelto, supongo que desearás que reanude la enseñanza de Briga.

—No, todavía no —repliqué.

Una tarea más se añadió a mi lista interminable de actividades: debía encontrar un nuevo candidato al trono y hacerlo en secreto, sin poner a Tasgetius sobre aviso.

Mientras mi cabeza consideraba este nuevo problema, llegaron noticias desde el sur. Vercingetórix de los arvernios requería con urgencia mi asesoramiento y consejo. Quería saber si podría trasladarme a Gergovia.

Acudí de nuevo a Sulis y le dije que, después de todo, podía reanudar la instrucción de Briga y posiblemente encargarse también de otros aspirantes a sanadores. Grannus, Keryth y nuestros demás druidas se repartirían al resto de los neófitos en mi ausencia.

—Pero que Briga no se reúna con Aberth —le advertí especialmente a Sulis—. No está preparada para él.

Cuando regresé a mi alojamiento para hacer los preparativos del viaje, encontré allí a Tarvos, esperándome.

—Me alegro de que estés aquí —le dije vivamente mientras empezaba a hurgar en el cofre en busca del equipo de viaje—. Quiero que estés preparado. Iremos a reunirnos con Vercingetórix tan pronto como mis responsabilidades lo permitan.

Él dijo algo a mis espaldas y creí haberle malentendido.

—¿Cómo?

—He dicho que no puedo seguir esperando, Ainvar, por lo que te lo pido ahora. Pon un precio por ella y lo pagaré.

CAPÍTULO XXII

—A ver si lo entiendo bien, Tarvos. ¿Quieres comprar a Lakutu? —Me volví hacia él, sabiendo que el asombro se reflejaba en mi tono tanto como en mi mirada.

Él apretó los labios hasta que las guías caídas del bigote le temblaron.

—Quiero que viva en mi alojamiento, pero no puede venir conmigo porque no es una persona libre. Así pues, la compraré.

Me senté bruscamente sobre el cofre tallado.

—Los guerreros no tienen esclavos. Sirvientes, quizá, pero nunca esclavos.

—Los druidas tampoco.

El Toro me miró con la cabeza baja, como el animal del que había tomado su apodo. Habría jurado que hinchaba las fosas nasales.

Mi propio acceso de cólera me sorprendió.

—No tienes que preocuparte por ella. Sin duda sabes que siempre me ocuparé de que esté bien atendida.

—Tú no tienes ninguna necesidad de una mujer en tu casa, Ainvar, ya nunca estás aquí. De todos modos, el jefe druida anterior mantenía una mujer. Si Lakutu fuese mía le daría su libertad y luego incluso podría... casarme con ella.

Dijo estas últimas palabras en un susurro, ruborizado.

—¡Casarte! —repetí estúpidamente.

—Ella estaría dispuesta.

—¿Cómo lo sabes?

—Me lo ha dicho.

Yo había rebasado mi capacidad de asombro.

—¿Cómo podría habértelo dicho?

—Hablamos.

—Pero ella desconoce tu idioma.

—Le he enseñado algunas palabras.

Imaginé a los dos charlando alegremente mientras yo estaba ausente, trabajando duramente al servicio de mi pueblo.

Con una punzada de celos, me di cuenta de que Tarvos le había enseñado a Lakutu lo que yo no podía enseñarle.

—Sigue siendo una mujer enferma —argüí sin convicción.

—Está mucho mejor, pero no te has dado cuenta. A veces damos paseos. La he llevado hasta el río, y a ella le gustan esas salidas. Por favor, Ainvar, para ti no es nada, pero para mí...

No pude soportar el brillo de sus ojos.

—Pensaré en ello —le prometí, y salí casi corriendo del alojamiento.

Me sería imposible ir al encuentro de Rix antes de Samhain en el mejor de los casos. Tenía que dirigir los rituales del final y el comienzo del ciclo de las estaciones, y además debía dirigirme a los druidas galos durante la convocatoria anual en el bosque sagrado. Quería recordarles la amenaza romana, como Menua había hecho, y estimularles para que pensaran en la unidad tribal en vez de hacerlo en la división. Sólo si permanecíamos juntos podíamos confiar en ofrecer resistencia a César.

—Un solo hombre dirige a todo el ejército que se propone invadir nuestras tierras —les dije—. Un solo hombre, una cabeza, en vez de muchos líderes que van en direcciones diferentes. El método romano consiste en dividir a las tribus y luego pisotear los fragmentos. Recordad la historia que habéis aprendido, pensad en ella.

Mientras mi advertencia reverberaba en el bosque, me preparé para ir al encuentro de Vercingetórix.

Una vez más Tarvos vino a verme a mi alojamiento.

—¿Has tomado una decisión acerca de Lakutu? —me preguntó sin preámbulo.

—¿Vas a venir conmigo al sur? —repliqué.

—Depende.

Se mantenía firme, con los pies separados.

Yo, que detestaba el apaciguamiento, intenté hacerle reír.

—Soy druida, Tarvos, no un mercader. ¿Es preciso que regateemos?

Él se limitó a mirarme.

—¡Quédatela! —le grité, hablando antes que él—. ¡Quédatela y acabemos con este asunto! No es necesario que la compres, te la regalo.

—¿Le harás unas marcas que digan que es mía, como hacen en la Provincia?

El apodo del Toro era apropiado. Nunca me había dado cuenta de que era tan testarudo.

—Lo que quieras —le dije—. ¿Deseas que estén escritas en algún idioma determinado?

Él no se dio cuenta de mi intento de sarcasmo.

—No sé nada de eso.

Así pues, busqué un trozo de piel de ternera y escribí lentamente en ella, con pintura para tela, diciendo que entregaba la bailarina llamada Lakutu al guerrero Tarvos. El lenguaje que empleé fue el resto de griego que Menua me había enseñado, pues no quise usar el latín. Cuando le di el pergamino a Tarvos, no fingió leerlo, sino que se lo guardó bajo la túnica con una sonrisa de oreja a oreja.

Como me parecía que se necesitaba algo más para completar aquel extraño ritual, le dije a Lakutu, más por formalismo que como un intento de comunicación que nunca había logrado:

—Te daré algunas posesiones para que las lleves a tu nuevo alojamiento. Es la costumbre de nuestro pueblo.

Ella me miró tímidamente.

—También es la de mi pueblo, pero sólo entre la realeza. Tú haces que pertenezca a la realeza. Gracias.

No supe qué decirle, y Tarvos llenó el silencio.

—Ya te he dicho que le he enseñado nuestro idioma.

—Creí que te referías..., sólo unas pocas palabras..., no imaginé...

Tarvos miró a Lakutu.

—Lo hice —se limitó a decir.

Hasta que nuestras viñas madurasen, no podría tomar un vaso de vino con ellos, pero serví tres generosas medidas de cerveza y celebramos la fiesta con tanta animación que casi me olvidé de saludar a la puesta del sol. Tarvos se llevó a Lakutu y entonces el alojamiento me produjo una sensación increíble de vacío.

Menua me había dicho una vez que un regalo debe ser algo que querrías para ti mismo, pues de lo contrario no merece la pena hacerlo.

Cuando partimos hacia la tierra de los arvernios, Lakutu se despidió de Tarvos desde la puerta de su alojamiento, no del mío.

Cuando me dirigía al sur con mi séquito, me enteré de que César había vuelto a ponerse en marcha, esta vez contra Ariovisto. Había condenado a algunos de los galos alistados en el ejército provincial por cobardes porque eran reacios a luchar contra el rey germano. Se estaba preparando una carnicería. ¿Contra quién se volvería luego César?

Por lo menos teníamos como aliadas a las estaciones. El invierno estaba al llegar. César sólo podría librar una buena batalla antes de que el hielo y el barro fuesen obstáculos insuperables y se viese obligado a invernar. Por entonces yo y Rix ya nos habríamos visto y trazado nuestros planes.

Al llegar a Gergovia, me acompañaron con gran ceremonial al alojamiento del rey y tocaron trompetas de bronce para anunciar mi llegada. Me gustó bastante. En cambio, Tarvos no parecía impresionado.

Los reyes tribales viven bien, pero la prosperidad de la fortaleza regia de los arvernios era excepcional en la Galia. El alojamiento personal del rey era inmenso, lo bastante grande para alojar a varias familias, y tenía dos grandes hogares, uno en cada extremo de la estructura oval. Había numerosos bancos cubiertos de pieles y mesas talladas sobre las que había cuencos y copas de bronce, plata y cobre. Era un alojamiento tan grande que contaba con dormitorios privados, separados del resto de la vivienda por mamparas de madera tallada. Hasta el último de los servidores del rey, y el alojamiento contaba con un enjambre de ellos, llevaba anillos y broches calados y esmaltados que habrían servido para pagar el rescate de la hija de un príncipe.

Por todas partes brillaba el oro. Vercingetórix llevaba alrededor del cuello un collar tan grueso como la muñeca de un niño.

Sin embargo, en muchos aspectos seguía siendo el mismo Rix. Su sonrisa era tan irresistible como siempre y su mirada velada igual de atractiva.

—Me alegro de que hayas venido, Ainvar. No estaba seguro de que lo hicieras... Un hombre importante como lo es el jefe de los carnutos.

Había un leve dejo burlón en su risa.

Le seguí la corriente.

—¿Cómo podría resistirme a la llamada del Rey del mundo?

Tras un festín regado con abundante vino, nos pusimos más serios. Rix envió a sus servidores al otro extremo del aposento, para que no pudieran oírnos.

—¿Has oído las últimas noticias sobre César? —me preguntó.

—Sólo rumores por el camino. ¿Qué noticias tienes tú?

—Se ha reunido con Ariovisto. El germano se negó a ir a verle, por lo que convinieron en encontrarse en un lugar intermedio. Según mis informantes boios, Ariovisto se mostró jactancioso y hostil.

—Estás tan bien informado como un jefe druida —le dije— y te agradezco que me hayas transmitido tu información.

—Quería que supieras lo mismo que yo sé por si necesito tu sabio consejo.

—Como pareces necesitar ahora.

—En efecto. Se trata de ese asunto de Ariovisto, Ainvar. Ha insistido en que su pueblo consiguió las tierras que posee en la Galia en justa lid y que eso no es asunto de César. Éste replicó con la exigencia de que los germanos no siguieran cruzando la línea del Rin. Dijo que si Ariovisto estaba de acuerdo, habría amistad entre él y Roma, pero de lo contrario César castigaría a los suevos por sus muchos ultrajes a sus aliados entre los eduos.

Me froté los fatigados músculos de las pantorrillas.

—No puedo imaginar que Ariovisto estuviera dispuesto a aceptar ninguna de las condiciones expuestas por César.

—Claro que no, se puso furioso. Declaró que sólo podía haber guerra entre ellos, y las escaramuzas ya han comenzado. Ariovisto ha reunido un ejército de varias tribus germánicas aliadas con el que se propone ocupar Vesontio, la ciudad principal de los secuanos. Mis últimas noticias son que César está en camino para ponerse al frente de ese ejército. Ahora estoy en espera de más noticias.

—¿Por qué me has llamado en estos momentos?

—Porque desde la primavera César ha derrotado a los helvecios y, o mucho me equivoco, o no tardará en aplastar a Ariovisto. Pero no hay ninguna señal de que sus tropas regresen al sur. He oído decir que está construyendo campamentos de invierno muy fortificados, bases permanentes en toda la zona de la Galia en la que ha penetrado hasta ahora. Ya no puede haber duda alguna de que estabas en lo cierto al evaluar sus planes. El próximo paso es determinar qué vamos a hacer al respecto.

Estábamos sentados al lado del fuego, repantigados con aparente tranquilidad en los bancos cubiertos de pieles y con copas llenas hasta el borde en la mano, pero ninguno de los dos estaba en absoluto relajado.

—Avisa enseguida a los reyes de las tribus de la Galia libre —le propuse—. Pídeles que asistan a un consejo que se celebrará aquí, pues Gergovia es bastante céntrica, pero no convoques un consejo de guerra. Limítate a reunirlos ahora, antes de que todos conozcan el resultado de la campaña de César contra Ariovisto. Si esperas hasta que César celebre otra victoria impresionante, es posible que les intimide demasiado.

—¿Crees que vendrán? —inquirió Rix, con una serena curiosidad en la voz, la mirada fija en las llamas.

—La mayor parte de ellos, y algunos de los que se resistan al principio no tardarán en llegar al galope, cuando empiecen a sospechar que los otros podrían estar maquinando a sus espaldas. Aquí, en la Galia, todos sospechamos de los demás. Aprovecha esta circunstancia en tu beneficio.

Rix se volvió a mirarme.

—¿Permanecerás aquí y te sentarás a mi lado en el consejo?

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