Los carnutos estaban exhaustos. Habían recorrido un largo camino, robando caballos de refresco de las granjas por las que pasaron, sin atreverse a hablar con nadie hasta que lo hicieran con Vercingetórix.
Cenabum estaba a larga distancia de Gorgobina. Habían transcurrido días desde la llegada de César. Lo que hubiera de ocurrir ya había ocurrido.
—¡Deberíamos habernos enterado antes de esto! —exclamé.
—Estamos en territorio boio —me recordó Rix—. No me gritarán ningún mensaje. —Bajando la voz, añadió—: ¿Qué me aconsejas que haga?
Empezaba a amanecer más allá de las empalizadas de Gorgobina. El sol inminente había comenzado a teñir el cielo de una luz que tenía el color de la sangre.
—Es inútil tomar decisiones hasta que sepamos qué ha ocurrido exactamente, Rix. Es posible que César se haya limitado a acampar para pasar la noche cerca de Cenabum y luego prosiga su camino.
—¿Es eso lo que crees?
Miré el cielo de color sangre.
—No.
Reanudamos nuestro ataque contra las macizas murallas de Gorgobina, desde las que llovían lanzas y piedras contra nosotros. Pronto el cielo rojizo se cubrió de nubes y a la lluvia de proyectiles se unió la de agua.
Más tarde llegó otro mensajero, un hombre solo, aunque había salido con cuatro compañeros. Todos habían sido heridos, y los demás habían muerto por el camino. El superviviente estaba doblado y apoyado en el cuello de su caballo.
El recién llegado nos dijo que César había atacado Cenabum. Por la noche algunos de sus habitantes habían intentado huir por el puente más cercano sobre el río Liger, pero los habían capturado. Los romanos prendieron fuego a las puertas del fuerte, impidieron la salida de los carnutos y les obligaron a la rendición. Sólo mataron a unos pocos; a la mayoría los hicieron prisioneros. Eran gentes de mi pueblo que iban a ser convertidas en esclavos.
A Nantorus lo mataron en su propio alojamiento. Conconnetodumnus, que había permanecido allí, murió defendiéndole.
Los romanos saquearon Cenabum y la dejaron envuelta en llamas. César estaba en marcha de nuevo, pero con una fuerza mucho más amplia. Tras haberse apoderado de los suministros de dos fuertes, había llamado a las legiones para que se les unieran.
Rix estaba sombrío. No teníamos alternativa. Debíamos levantar el asedio y marchar al encuentro de César o ser capturados entre él y los boios, los cuales abandonarían de buen grado su fortaleza para atacarnos desde la retaguardia mientras los romanos nos combatían de frente.
Mientras el ejército levantaba el campamento, observé que un extraño silencio se había instalado entre los galos, de costumbre volubles. Estábamos acostumbrados a ganar o perder, y el hecho de que aquel incidente no tuviera conclusión hacía sentirse incómodos a los guerreros.
Sin embargo, no tardaríamos en combatir.
Me concentré en el viento y la lluvia, confiando en que estas condiciones le harían la vida imposible a César.
Rix dirigió una mirada de despedida a las murallas de Gorgobina.
—Ojalá tuviéramos algunas de esas máquinas de asedio que los romanos saben construir —dijo pensativamente.
—Podemos aprender. En cuanto sea posible enviaré a alguien al Fuerte del Bosque para que venga el Goban Saor. Él puede hacer cualquier cosa si tiene un modelo.
—Un día más y podríamos haber tomado Gorgobina, Ainvar.
—Lo sé, pero César no nos concede otro día.
Nos pusimos en marcha para interceptar a César, preferiblemente en un territorio más amistoso para nosotros que la tierra de los boios. Durante algún tiempo cabalgué con Rix. Luego me rezagué hasta juntarme con los silenciosos y sombríos carnutos.
Cotuatus puso su caballo al trote hasta llegar a mi lado. Los guerreros de a pie y a caballo se apiñaron a nuestro alrededor. Los vívidos colores tribales de sus ropas eran en cierto modo inapropiados. El aire olía a ira, aflicción y humeante estiércol de caballo.
Finalmente Cotuatus habló:
—Mi familia estaba en Cenabum.
—Lo sé.
—¿La tuya está todavía en el Fuerte del Bosque?
—Sí —me limité a decir.
—Entonces están a salvo. César no irá en esa dirección.
Pensé en mi hija y no dije nada.
El día señalado para la imposición de nombres era preciso darle el suyo a la niña, aunque todavía no la hubiéramos encontrado. Por alguna razón, su falta de nombre me atormentaba más que cualquier otra cosa. Si no tenía nombre, ¿cómo podríamos invocar al Más Allá en su favor? Un bebé robado debía tener una identidad para que sus padres llorasen por él.
Sin embargo, en mi corazón era sencillamente mi pequeña. Tal vez siempre sería eso y nada más... mi pequeña.
—Los días se están haciendo más largos —dijo Cotuatus bruscamente, interrumpiendo mi ensoñación—. Los campesinos estarán unciendo los bueyes al arado.
Contemplé la tierra fértil y ondulante por la que cabalgábamos.
—¿A qué campesinos te refieres? ¿Galos o romanos?
—¿Es eso lo que César quiere realmente, Ainvar? ¿Nuestra tierra?
—Lo quiere todo.
—Pero aquí hemos nacido y aquí ha sido enterrada una generación tras otra. No tiene ningún derecho.
—No tiene derecho a uncir a los galos como esos bueyes que has mencionado y llevárselos para venderlos como esclavos, pero lo hará y entregará la tierra que dejen detrás a sus seguidores.
Mi lengua había caído en el viejo hábito de correr por delante de mi pensamiento. Demasiado tarde comprendí lo dolorosas que debían de ser esas palabras para Cotuatus, que había dejado a su familia en Cenabum. Pero cuando me volví hacia él vi que tenía los dientes apretados y su rostro era el de un hombre.
Pensé que, a fin de cuentas, sería un buen rey. Ahora que Nantorus estaba muerto, los carnutos necesitaban un rey.
—He estado observando a Vercingetórix —comentó Cotuatus, mirando hacia la cabeza del ejército donde Rix cabalgaba al frente de su querida caballería arvernia.
Los guerreros de la Galia libre le seguían como un río policromo que serpenteaba por la tierra, hombres a caballo o a pie, hombres que luchaban con espada o lanza o arco o pica, hombres que se dividían en tribus y miraban con suspicacia a los hombres de otras tribus, a pesar de que todos formábamos un solo ejército. Los carnutos estaban cerca del frente. En la retaguardia, tan lejos que no podíamos verlas si mirábamos atrás, rodaban con estrépito las carretas con los suministros. A medida que avanzábamos por territorio amigo, los aliados de la confederación gala mantenían cargadas esas carretas.
—En otro tiempo pensaba que tus alabanzas del arvernio eran excesivas —decía Cotuatus—, pero ya no lo creo así. Es hábil en el uso de todas las armas, posee un vigor asombroso y jamás retrocede un paso. Si alguien puede derrotar a César, es él.
—Es él —repetí—. Y cuando lo haga, Cotuatus, encontraremos a cada hombre, mujer y niño a los que César ha capturado como esclavos y los traeremos a casa como personas libres, incluidos los habitantes de Cenabum.
Él asintió pensativamente y no dijo nada más. Cabalgamos juntos en silencio, Cotuatus pensando en su familia y yo en mi hija.
Siguiendo el valle del río, nos aproximamos al fuerte de Noviodunum, el asentamiento de los bitúrigos situado más al este. Oímos un grito desde la parte delantera del ejército y tiramos de las riendas, haciendo visera con la mano sobre los ojos. Vimos un pequeño grupo de gente que corría hacia nosotros a través de los campos.
Azucé a mi caballo y galopé a lo largo del flanco para reunirme con Rix.
Enseguida llevaron a los hombres a su presencia. Eran agricultores que habían empezado a arar sus tierras ante los muros de Noviodunum, una típica ciudad fortificada gala en un altozano sobre el río. Llevaban las prendas sencillas y rudas de la clase común, en vez de los colores intensos y los llamativos adornos de los guerreros... y estaban pálidos de miedo.
Permanecí sentado a caballo al lado de Rix mientras éste escuchaba las palabras apresuradas, casi incoherentes de aquellos hombres.
Actuando con su habitual y asombrosa rapidez, César había llegado a Noviodunum poco antes que nosotros y levantado enseguida su campamento. Mientras los agricultores los miraban boquiabiertos, los habitantes de la fortaleza habían enviado una delegación para pedir que no la destruyeran. La respuesta de César fue enviar dos centuriones y una compañía de hombres a Noviodunum a fin de apoderarse de sus armas y caballos y tomar rehenes.
Mientras esto sucedía, algunos de los bitúrigos en la empalizada habían visto a Rix y el ejército a lo lejos, y habían prorrumpido en vivas, diciéndoles a los de dentro del fuerte que llegaba ayuda. Los habitantes se envalentonaron y empezaron a luchar contra los romanos para arrebatarles sus armas. Los centuriones hicieron salir a los hombres de la fortaleza justo a tiempo de salvar sus vidas.
Los campesinos que observaban todo aquello corrieron a nosotros a través de los campos.
—¡Defendednos de los romanos! —suplicaban.
Rix se movió con rapidez. Hizo que sus trompeteros convocaran a los jinetes de diversos grupos tribales uniéndolos a su propia caballería. Entonces dirigió la carga contra el campamento romano a medio levantar. Mi caballo estaba tan excitado que daba continuos brincos y amenazaba con desbocarse. Hice cuanto pude por mantenerle en su sitio. Yo mismo quería incorporarme al ataque, y él lo sabía.
Subimos a una pequeña elevación y vi el campamento romano. En efecto, César había llamado a sus legiones: los millares de hombres reunidos ennegrecían la tierra. Habíamos llegado antes de que estuvieran preparados para hacernos frente, y tuve la satisfacción de verlos correr confusamente mientras nuestra caballería se abalanzaba sobre ellos.
Los romanos se recuperaron enseguida. César envió a su propia caballería para hacernos frente, pero éramos superiores tanto en número como en cólera y logramos quebrar su línea y dispersarlos.
Fue un momento embriagador. Yo mismo prorrumpí en vivas. Miré a mi alrededor en busca de Hanesa, confiando en que estuviera lo bastante cerca para memorizar aquellos momentos.
Entonces, un nuevo cuerpo de hombres a caballo llegó galopando a nuestro encuentro. Nuestros jinetes tiraron de las riendas, sorprendidos. Los recién llegados eran hombres corpulentos y rubios que llevaban prendas de cuero y piel y montaban gruesos caballos de rígidas crines. Sus gritos guturales los identificaron de inmediato.
¡César había traído consigo cuatrocientos jinetes germanos!
El pasmo nos derrotó tanto como todo lo demás, aunque su ataque fue tan salvaje que sólo los más valientes podrían haberlo resistido. Nuestros hombres eran bastante valientes, pero su mismo temor a los germanos los debilitaba. Cambiaron las tornas, ahora fue nuestra línea la que resultó quebrada y los jinetes galos retrocedieron hacia el cuerpo principal del ejército, muchos de ellos gravemente heridos.
Otros yacían muertos en el campo, pisoteados por los caballos germanos. Por lo menos Cotuatus estaba entre los supervivientes.
Una vez recobramos el aliento y nos reagrupamos, Rix se mostró furioso.
—Suponíamos que César invadió la Galia para luchar contra los germanos. ¡Ahora los usa en su ejército! Carece del estilo de un verdadero guerrero, cambia continuamente las reglas, Ainvar.
—Entonces, evidentemente ése es su estilo, y no deja de ser bueno, puesto que tiene éxito con él.
—También yo puedo hacerme con germanos, ¿sabes? Debería haberlos usado desde el principio —añadió, sin molestarse en ocultar su irritación conmigo en aquel aspecto.
Sin embargo, eso pertenecía al pasado y no era posible cambiarlo. Ahora yo no iba a reaccionar.
—No puedes vencer a César adoptando sus estrategias, Rix. De esa manera él da a la guerra la forma que quiere. Tienes que introducir tu propia pauta, una que él no espera y con la que tenga que enfrentarse.
Él enarcó una ceja.
—Estoy esperando sugerencias.
Al atardecer nos habíamos retirado para levantar el campamento, a cierta distancia de los romanos. Ahora los dos ejércitos tenían un río de agua y un mar de hostilidad entre ellos, mientras los jefes de ambos bandos consideraban el próximo paso a dar en la campaña. El nuestro debía ser uno que César no esperase, uno que le paralizase, a ser posible.
Dejé a Rix y caminé a solas, para pensar. No arrojé guijarros ni leí entrañas. Abrí los sentidos de mi espíritu y esperé para saber.
Con el tiempo llegó la inspiración.
Di un largo rodeo que me llevó más allá de las carretas de suministros agrupadas. Éstas ya estaban muy cargadas, pero incluso mientras se combatía habían llegado gentes de las granjas vecinas trayéndonos más víveres y forraje para los animales. Ahora estábamos en territorio amigo.
Me quedé mirando larga y fijamente las carretas, y le ordené a mi cabeza que pensara como César.
Regresé al lado de Rix, que estaba en pie junto a la fogata más próxima a su tienda de mando, escuchando con una irritación apenas oculta mientras los príncipes de las tribus trataban de imponerse unos a otros con sus gritos. Cada uno afirmaba que sus hombres no habían sido los primeros en huir de los germanos, sino que se habían visto arrastrados por la caballería presa de pánico de alguna otra tribu.
Mi mirada se encontró con la de Rix, el cual dio la espalda a los príncipes y se dirigió a mí.
—Ya tengo la sugerencia que deseabas —le dije—, pero tal vez no te guste.
—No me gusta perder. Dime cómo ganar.
—Ahora César tiene varias legiones consigo, lo cual significa una enorme masa de hombres y caballos a los que alimentar. ¿Por qué se detuvo para capturar Vellaunodunum, Cenabum y Noviodunum si tenía tanta prisa por luchar contra los galos y defender a los boios? Por sus víveres, naturalmente. Es un territorio hostil, la única manera que tiene de conseguir suficientes suministros para un ejército tan considerable es apoderándose de ellos en nuestros propios almacenes de los fuertes y las ciudades. Su ejército no puede vivir de los productos de la tierra, pues la época del año es demasiado temprana.
—¿Qué sugieres entonces? No tenemos suficientes guerreros para luchar contra César y defender cada fuerte de la Galia al mismo tiempo.
—No, no los tenemos —convine—. Pero podemos ofrecer un sacrificio.
Él me dirigió una mirada desdeñosa.