—Tan cerca que pueda hablarte al oído —le prometí.
Al amanecer, mensajeros a caballo salieron a toda velocidad de Gergovia. Uno no convoca a los reyes lanzando gritos al viento.
Mientras aguardábamos, exploré Gergovia en compañía de Hanesa el hablador, el cual se mostró encantado al verme. A todo aquel con quien nos encontrábamos, le decía:
—El rey y yo llevamos a Ainvar con nosotros a la Provincia, ¿sabes? Y ahora es el jefe druida de los carnutos, el más dotado Guardián del Bosque que ha nacido jamás en la Galia. Siempre supe que tenía unos dones extraordinarios, en realidad creo que me di cuenta de ello antes que nadie.
Yo fingía no oírle. Los reyes requieren exceso, los druidas no.
Mientras caminábamos por los callejones y los pocos espacios abiertos a la extensa fortaleza que contenía centenares de alojamientos y era el hogar de millares de personas, buscaba algún rastro de mercenarios germanos, pero no encontré ninguno. Por supuesto, lo que Rix podría estar haciendo en las fronteras era otra cuestión. No se lo pregunté directamente, pues no quería obligarle a que me mintiera.
Pero el peligro de que hubiera germanos entre sus seguidores seguía haciendo presa en mi mente. Los germanos provocarían el ataque de César con más seguridad que el oro o el ganado, y yo tenía la inquietante sensación de que nunca le había convencido de ese peligro.
La próxima vez que nos reunimos en el alojamiento del rey, para comer, beber y hablar, empecé a deslizar referencias a los germanos en la conversación. No hablé en contra de ellos e incluso alabé su valor en el combate. No obstante, me referí de una manera velada a los viejos odios y recordé anécdotas antiguas susurradas alrededor de las fogatas para asustar a los niños. Como una mancha que se extiende por el suelo, invoqué la antigua enemistad entre galos y romanos.
A invitación del rey, Hanesa se había reunido con nosotros, y se convirtió en mi aliado. Yo le estimulaba con frases como: «¿Recuerdas la antigua historia de las dos tribus germánicas que...?», y Hanesa cogía el hilo del relato —tal vez uno del que yo no había oído hablar jamás— y lo elaboraba hasta ofrecer una obra maestra de horror espeluznante.
Rix, a su pesar, escuchaba fascinado. Era como deslizar veneno en un higo.
—Si Ariovisto es un ejemplo de su raza —comenté con estudiada informalidad mientras le servía otro trozo de carnero asado—, entonces es un hombre de estatura y apetitos gigantescos. —Dirigí una mirada a Hanesa—. ¿De dónde crees que sacan los guerreros germanos su fortaleza? ¿Todavía descuartizan a sus enemigos muertos y se los comen?
Rix dejó de masticar.
—Nunca había oído tal cosa.
—¡Oh, sí! —me secundó Hanesa—. Era de conocimiento general. Las tribus germanas siempre han sido caníbales. ¿Por qué crees que no necesitan líneas de suministro cuando están en guerra?
El bardo hincó los dientes en la carne asada, haciendo que la piel crujiera y el jugo salpicara.
Rix empujó la comida a un lado y cogió el vino.
Yo había aprendido muchas lecciones en la Provincia, y el valor de desacreditar al enemigo no era la menor de ellas. De un modo u otro eliminaría a aquellos germanos del ejército de Rix.
Pero antes de que llegaran los primeros reyes tribales en respuesta a la convocatoria de Rix, un mensajero que montaba un caballo exhausto cruzó tambaleándose las puertas de Gergovia y exigió ver al rey.
—César ha atrapado a Ariovisto —dijo el hombre jadeando. Tenía el rostro pálido de fatiga, las ropas manchadas de barro y lo que tal vez era sangre seca—. Aunque dispone de dieciséis mil guerreros de a pie y sesenta mil de a caballo, Ariovisto teme que la batalla le sea adversa. Ruega a los arvernios que cabalguen hacia el este y luchen con él contra César.
Rix se volvió hacia mí.
—¿Qué dices a eso, Ainvar?
El deseo de presentar batalla se alzaba de él como oleadas de calor.
Aquélla era una prueba de suma importancia. Si le daba a Rix la respuesta errónea perdería mi influencia sobre él. Tan bien como conocía la Fuente, sabía que mi relación con él era condicional. Todo estaba supeditado a la fuerza vital que había en su interior y que nos atraía a todos, una fuerza capaz de convertirle en la mejor arma que la Galia podía forjar contra las ambiciones de César.
Pero los germanos también ambicionaban territorios galos, como habían demostrado muchas veces. Recordé mi visión del ser con dos caras, la de César a un lado y un rostro germánico en el otro, y en el silencio de mi cabeza rogué a la Fuente que me guiara. Cuando hablé lo hice con palabras fuertes y seguras.
—No uses a un perro furioso para que luche con otro, Vercingetórix, pues podrían unir sus fuerzas y volverse contra ti. Déjales que se destruyan. Entonces sólo tendrás que luchar con el superviviente.
No era la respuesta que él esperaba; la decepción y la cólera se reflejaban en su rostro. Sin embargo, permaneció en silencio, absorbiendo mis palabras y sin apartar de mí su mirada velada.
—Tu consejo tiene sentido —dijo por fin.
Me arriesgué a consolidar mi ventaja:
—Al parecer, Ariovisto se cree con derecho a pedirte ayuda.
Rix no me contestó, pero se volvió hacia el mensajero suevo y dijo en voz lo bastante alta para asegurarse de que yo le oía:
—Cuando hayas descansado y comido volverás con tu rey. Dile que doy órdenes para que cualesquiera de sus hombres actualmente en mi territorio regresen y luchen con él, pero no le enviaré más ayuda, ni ahora ni nunca, y que no vuelva a llamarme.
El mensajero palideció aún más.
—Pero hay seis legiones romanas contra él.
—Entonces debes regresar al galope —le aconsejó Rix fríamente—. Serás necesario para la lucha.
Zanjado el asunto, dio la espalda al desdichado mensajero.
Me sentí orgulloso de Rix, pues había subordinado su pasión, el deseo imperioso de atacar a César y aceptado una política más prudente. Tenía verdaderas dotes de rey. Me dije que ojalá pudiéramos tenerle al frente de los carnutos, pero él podía hacer mucho más que eso..., podía dirigir a todos los galos.
Aquella noche, cuando estaba acostado y oía a Rix entregado al placer con una de sus muchas mujeres detrás de una mampara, pensé en lo que podría ocurrir si Ariovisto ganaba. Rix no me agradecería que le hubiera impedido la posibilidad de estar en el lado vencedor contra César...
Mi preocupación era innecesaria. Más tarde supimos que los germanos habían sido derrotados y perseguidos hasta el Rin. César tenía la costumbre de consolidar sus victorias. Ariovisto logró salvar la vida cruzando el río a nado, pero una de sus hijas cayó muerta y la otra fue hecha prisionera. Con frecuencia las mujeres germánicas iban a la guerra con sus hombres y sufrían el destino de cualquier guerrero.
Casi como una ocurrencia tardía, las tribus celtas que vivían más cerca del Rin cayeron sobre los últimos suevos que llegaron al río y mataron a la mayoría de ellos. Aunque Ariovisto estaba a salvo en sus bosques, murió poco después. Dijeron que dejó de alimentarse y volvió el rostro hacia el sol poniente.
César dejó a sus ejércitos bien seguros en los campamentos de invierno y regresó a Roma.
Los reyes tribales de la Galia llegaron a Gergovia.
Algunos acudieron por curiosidad y otros por egoísmo. Otros brillaron por su ausencia, como Tasgetius, Cavarinus de los senones y Ollovico de los bitúrigos. Eran los dirigentes de grandes tribus y quizá pensaban que no debían hacer caso de nadie.
En cambio, los reyes menos importantes opinaron de otro modo, y en el joven rey de los arvernios encontraron a un hombre de estatura como el más alto de ellos y tan fuerte como el que más, un hombre inteligente e intrépido. Incluso yo, que le había preparado con diligencia de antemano, estaba impresionado. Rix dirigió la fuerza de su personalidad hacia aquellos cabecillas jactanciosos, como una luz cegadora, obligándoles a escucharle y respetarle.
Les describió en detalle la amenaza romana tal como él —como nosotros— la veía, y fue muy convincente. Les dijo lo que había sabido acerca de las técnicas militares romanas mediante la observación de la Provincia y les detalló la organización de los ejércitos de César hasta el último cocinero y porteador. Hombres que le doblaban en edad le escuchaban boquiabiertos mientras les describían complicadas formaciones de batalla.
—Debemos unir nuestros esfuerzos para impedir que los romanos sigan invadiendo la Galia —les dijo Rix con vehemencia—. Sólo si permanecemos juntos podemos enfrentarnos con éxito a un ejército como el que César ha organizado. Es preciso que formemos una confederación contra él, pues una sola tribu, por grande que sea, no puede derrotarle. Sus ejércitos están demasiado bien adiestrados y es capaz de hacerles recorrer enormes distancias a gran velocidad. Puede construir carreteras y puentes para proporcionarles acceso casi de la noche a la mañana. Si le presentamos resistencia tribu por tribu, derrotará una tras otra. Tenemos que unirnos. Una confederación es la única manera de sobrevivir.
Cada uno de los reyes presentes en el consejo había luchado contra otro rey en uno u otro momento, y requerirles que formaran una alianza era pedir lo imposible. Sólo un hombre tan estimulante e inspirador como Vercingetórix podía confiar en tener éxito en la empresa.
Semejante hombre no aparece en diez generaciones. Lo habíamos recibido cuando más necesidad teníamos de él.
Cuando finalizó aquel primer consejo de la Galia libre, los reyes de los parisios, los pictones y los turones habían convenido sin reservas en aceptar a Rix como su comandante en la eventualidad de una guerra contra César, siguiendo su estandarte y sus órdenes en una defensa unificada de la tierra. Los otros sólo estaban convencidos a medias, pero se reservaron la última palabra hasta que vieran de dónde soplaban los vientos. Por lo menos ninguno había dado una negativa categórica.
Después de que todos los reyes hubieran abandonado Gergovia, le dije a Rix:
—Tendrás que convencer de alguna manera a Ollovico de los bitúrigos. Su tribu es esencial si queremos conservar el centro de la Galia.
—¿Y qué me dices de los carnutos que viven al norte de su territorio, tu propia tribu, Ainvar? Tasgetius ha hecho caso omiso de mi convocatoria.
—Tasgetius está tan romanizado que hasta viste la toga, pero no ocupará durante mucho más tiempo el trono en Cenabum, te lo prometo.
—¿Cuánto tiempo crees que nos queda antes de que César intente invadir toda la Galia?
—He planteado esa pregunta a los videntes y me han dicho que disponemos como máximo de cinco inviernos, probablemente menos.
—Los videntes druidas —dijo Rix con desprecio—. ¿Qué saben ellos?
Cuanto más conocía a Rix, más me preocupaba su incredulidad. El hombre y el Más Allá debían actuar juntos. De lo contrario...
Antes de despedirme de Rix, hice una visita de cortesía a Hanesa, el cual me recompensó con un interminable relato épico sobre la llegada de los reyes a Gergovia y su inmediata y absoluta entrega al brillante Vercingetórix.
—Eso no es exactamente lo que ha ocurrido —le indiqué.
—Lo sé —replicó el bardo—, pero así suena mejor.
—Es posible, pero no responde a la verdad.
Él me dirigió una mirada irónica.
—Tampoco esa historia sobre el canibalismo de los germanos era exactamente la verdad, pero al parecer era lo que deseabas que oyera Vercingetórix.
No pude ocultar una sonrisa.
—Eres más perceptivo de lo que creía, pero después de escucharte empiezo a dudar de la veracidad de cualquier relato.
—La gente quiere que sus historias tengan colorido, Ainvar. Si le dices a un público lo que quiere oír y de la manera que desea oírlo, te escucharán y creerán. ¿No crees que es así como César informa de sus hazañas al Senado romano?
La sabiduría procede de muchas fuentes. Hanesa me hizo pensar por primera vez en lo que César contaría sobre los galos a quienes vivían más allá de nuestras fronteras y que sólo nos conocían por sus informes.
Más adelante descubriría que contaba muchas mentiras para justificar su intento de destruir a todo un pueblo. No estaba satisfecho con desacreditar a los druidas, y representaba a todos los celtas como unos salvajes míseros e ignorantes cuya única esperanza radicaba en someterse a los romanos más ilustrados.
Sus calumnias no sólo eran creídas, sino que estaban destinadas a perdurar porque las ponía por escrito.
¡Ah, Menua, en eso estabas equivocado! Nuestra verdad también debía haber sido confiada a la vitela y el cuero, grabada en cobre, tallada en madera y escrita en tablillas de cera, de modo que hubiera voces que hablaran por nosotros a las generaciones futuras, para contrarrestar las mentiras de los romanos.
Ahora es demasiado tarde... a menos que yo susurre al viento. El viento nunca olvida. Algún día alguien podría oír... con los sentidos del espíritu...
Con la certeza de que Rix me llamaría de nuevo, emprendí el camino de regreso a casa. Hice un alto en Cenabum, tras enviar primero a Tarvos para averiguar si Tasgetius estaba en la población. Cuando el Toro me informó de que el rey se había ido de caza, crucé las puertas y me dirigí al alojamiento de Cotuatus.
El pariente de Menua había cambiado desde la primera vez que le vi. Le recordaba como un hombre entrado en carnes, los ojos como piedras azules en el fondo de unas bolsas profundas. Ahora vi a un hombre que había quemado su exceso de grasa como lo hace un guerrero que se prepara para la lucha. Incluso las bolsas se habían reducido, y todo su cuerpo era más esbelto y más prieto.
—Seguimos esperando tu aviso, Ainvar —me dijo a modo de saludo—. Siento comezón en la mano que empuña la espada.
—Esa comezón tendrá que durar un poco más. No podemos permitirnos que le suceda nada a Tasgetius hasta que tengamos un sustituto. No son éstos buenos tiempos para dejar a una tribu sin jefatura.
Vi un destello de desafío en los ojos azules.
—¿Y si nos negamos a esperar? Tasgetius asesinó a Menua, y sin embargo sigue ocupando un alojamiento real, se ríe, bebe y retoza con las mujeres. Su placer me duele más que mi propio dolor. La sangre llama a la sangre, druida, sin duda lo comprendes.
Ciertamente lo comprendía, como también sabía que él no debía desafiarme. Mientras permanecíamos cara a cara, reuní toda la fuerza de mi mente y la lancé contra él en un solo rayo concentrado de fuego blanco. Cotuatus se tambaleó, el sudor cubrió su rostro. Llevándose una mano a la sien, gruñó: