El Druida (39 page)

Read El Druida Online

Authors: Morgan Llywelyn

Tags: #novela histórica

Grannus meneaba la cabeza.

—Siempre has sido amigo suyo, por eso le ensalzas tanto. Pero si crees que el arvernio o cualquier otro puede unir a las tribus, estás loco. Sólo un hombre demasiado joven para pensar a fondo las cosas se atrevería a creer posibles tales sueños.

—Sólo los jóvenes sueñan, Grannus. Cuando un hombre deja de soñar, sabe que es viejo. En cuanto a mi ausencia del bosque, nombraré a alguien en quien confío plenamente para que sustituya y proteja el bosque con su carne y su espíritu.

—¿Dian Cet?

—No, Aberth.

Los ojos acuosos de Grannus se fijaron en los míos.

—Sigues sorprendiéndome. ¿Por qué el sacrificador? Yo no habría dudado de que el juez principal es el más indicado para ese cometido.

Pensando en el eduo Diviciacus, repliqué:

—Me he vuelto reacio a depositar demasiado poder en manos de los jueces. Aberth es un fanático, la única persona a la que nadie podrá jamás desviar de su rumbo. Sólo le impongo una restricción, y es la de que no debe instruir en absoluto a los neófitos hasta mi regreso.

No quería que fuese Aberth el que instruyera a Briga acerca de los sacrificios. Ya tenía suficientes problemas.

La mañana que abandonamos el fuerte, la región estaba inundada por la sofocante luz dorada que precede a la tormenta. No era la época del año en la que se dan semejantes tormentas, y no obstante se estaba preparando una. Las condiciones atmosféricas ponían nerviosos a los caballos.

Nos desplazaríamos como una compañía de caballería, a lomos de los animales que Ogmios había dispuesto para nosotros. Ir a pie habría requerido demasiado tiempo y los acontecimientos se sucedían con rapidez. Para enfrentarnos a unas situaciones que cambiaban constantemente, había decidido alzar los pies del suelo y dejar que colgaran a los lados de un caballo lanzado al galope.

Sin embargo, echaba de menos la caminata.

El estilo galo de cabalgar difería del romano. La caballería de César utilizaba animales que tenían sangre africana, según lo que Rix había sabido en la Provincia. Eran animales flacos, de patas delgadas, cuyas fosas nasales se hinchaban para aspirar el viento del desierto. Los caballos que criábamos en la Galia eran más robustos, con buenas y fuertes cabezas y anchos huesos en las patas. Los montábamos a pelo, mientras que la caballería romana se sentaba en unas almohadillas de fieltro sujetas por medio del collar pectoral y la baticola.

Permitíamos a nuestros caballos que galoparan libremente mientras fuesen en la dirección deseada. En cambio, las tropas de César cabalgaban en rígidas filas, sujetando a los animales con las riendas tensas. Sin embargo, era sorprendente que la mayor parte de la caballería romana tuviera auxiliares celtas reclutados en la Provincia y otras tierras. Esto se debía a que los romanos solían ser jinetes mediocres, mientras que todo el mundo admitía que los jinetes celtas eran magníficos incluso cuando se sometían al orden romano.

Estábamos avanzando por un valle largo y estrecho cuando apareció una cinta oscura en el horizonte, al este. Tarvos tiró de las riendas.

—¡Mira eso! —exclamó—. Es un grupo de exploración romano. ¿Reconoces la formación?

—Es inequívoca —convine. Tenía todos los sentidos alerta y notaba en la piel la comezón del peligro—. Nunca se habían adentrado tanto en nuestro territorio, Tarvos.

Nos detuvimos y apiñamos, quince hombres a caballo, mientras nuestras monturas resoplaban y piafaban, husmeando el viento que dirigían hacia nosotros los invasores.

—Nos han visto —dijo Tarvos en tono tenso.

La columna en el horizonte se detuvo en perfecto orden, cada jinete manteniendo su distancia exacta de los demás. El hombre que iba al frente fue el único que se movió, se volvió hacia nosotros y bajó un poco la cuesta para vernos mejor.

Mis guerreros se llevaron las manos a las armas.

—No os mováis —les ordené.

Ellos me miraron titubeantes.

—Ya habéis oído al jefe druida —les dijo Tarvos secamente—. Que no se mueva nadie.

El oficial romano avanzó, tiró de las riendas, miró en nuestra dirección durante un rato y luego se volvió y regresó con sus hombres, su corto manto de campaña ondeando desde los hombros como haciéndonos un gesto de despedida. La columna avanzó por el otro lado de la colina y desapareció.

—¿Adónde van? —preguntó Tarvos.

—Al norte, evidentemente, aunque no para atacar, pues no son suficientes. Están buscando algo, y eso no me gusta. No hay nada para ellos en el territorio de los carnutos..., por lo menos nada que esté dispuesto a permitirles tener. Quiero hablar de esto con Vercingetórix.

Partimos al galope y salimos del valle, dirigiéndonos hacia el sur a través de una llanura suavemente ondulada.

Esta vez, para hablar con Rix no tendría que ir hasta la lejana Gergovia, sino que nos encontraríamos en la ciudad fortificada de Avaricum, donde él trataba de convencer a Ollovico, rey de los bitúrigos, para que se uniera a nosotros en una confederación de tribus galas que oponían resistencia a César.

Llegamos a Avaricum poco después del mediodía. El sol brillaba con una luz metálica, mate, y el sol carecía de brillo a pesar de la ausencia de nubes. El aire olía a polvo. Cuando nos aproximábamos a la ciudad, vi un mar de tiendas de cuero extendidas sin orden ni concierto en el exterior de la muralla, con estandartes arvernios de vivos colores que flameaban en las astas clavadas alrededor del perímetro de la zona.

—Mira, Tarvos, Vercingetórix ha traído un ejército consigo.

—Es un rey —replicó el Toro juiciosamente.

Habíamos cabalgado mucho y me hallaba más cansado de lo que estaría dispuesto a admitir, pero ver la tienda más grande, con el estandarte del clan de Rix ondeando orgulloso encima de ella, me infundió nuevos ánimos y puse mi caballo al trote hacia la tienda.

El centinela de servicio dio un grito. Rix salió y, al verme, corrió a mi encuentro.

—¡Te saludo como a una persona libre! —gritó mientras yo tiraba de las riendas e intentaba encabritar a mi caballo para impresionarle.

El animal se negó, meneó la cabeza y retrocedió varios pasos. Debí haber previsto su reacción, pues no era un ser al que le gustara que le hiciesen peticiones inesperadas.

Finalmente logré detenerle y bajé agradecido a la tierra firme.

—No sabía que cabalgaras —me dijo Rix cuando llegó a mi lado y me abrazó.

—Mi padre pertenecía al rango de los caballeros —le recordé—. Mi abuela quiso que aprendiera a cabalgar, aunque apenas lo he hecho desde mi infancia.

Sus ojos centellearon.

—Ya lo veo. No puedes juntar las rodillas, ¿verdad? —Se echó a reír. Nos abrazamos y dimos palmadas en la espalda, pero cuando me eché atrás para mirarle bien, vi nuevas líneas en su rostro—. Recuérdame que te enseñe el potro negro que estoy adiestrando para mí —dijo mientras me conducía a su tienda—. Un animal soberbio... para jinetes expertos —añadió, riendo de nuevo.

Un ayudante asomó la cabeza a la entrada de la tienda.

—Trae agua caliente —le ordenó Rix—, así como vino y comida para mis amigos. Pero el agua caliente primero.

Nunca había agradecido más la tradición celta según la cual hay que permitir a un hombre que se lave la cara y los pies después de un viaje antes de esperar nada de él.

Cuando estábamos cómodamente sentados en la tienda de Rix, con Tarvos montando guardia en el exterior junto con los arvernios de Rix, le hablé del grupo de exploración romano que habíamos visto.

Rix arrugó el ceño.

—Ésa es una mala señal. No sabía que estuvieran en nuestro territorio.

—Nosotros tampoco.

—Probablemente confiaban en pasar desapercibidos, pero vuestras llanuras ofrecen escasa cobertura.

—¿Podrías conjeturar su destino?

Rix se restregó la mandíbula, pensativo, haciendo crepitar la recia barba.

—Están buscando un lugar donde instalar otro de los campamentos de César, debe de ser eso. No hay duda de que ha iniciado una campaña contra los belgas, por lo que necesita fortificaciones para proteger sus líneas de suministros.

—No en mi tierra —gruñí.

Rix sonrió.

—Pareces muy beligerante para ser un druida.

—Es indudable que vamos a luchar. Sólo falta saber cuándo y cómo.

—Por eso te he pedido que vinieras, Ainvar. Voy a necesitar tu ayuda para convencer a Ollovico de que esté de nuestro lado. He hecho todo cuanto se me ha ocurrido, incluso he traído un ejército conmigo para hacerle ver hasta qué punto estamos preparados, con qué espléndidos luchadores uniría sus fuerzas. Pero está convencido de que cualquier forma de unión sería una amenaza para su soberanía personal. Insiste en que puede proteger la tierra de los bitúrigos sin ayuda exterior y dice que no hay motivos por los que su tribu deba verter sangre para defender a otra tribu.

—Dudo de que sea el único rey que piensa así. ¿A cuántos otros has logrado convencer?

Rix se levantó y empezó a ir de uno a otro lado de la pequeña tienda, demasiado pequeña para él, pero cualquier espacio pequeño siempre era insuficiente para Vercingetórix.

—No a los suficientes, ni mucho menos. Me he pasado el invierno viajando de una tribu a otra, dejando que Hanesa les hablara de lo extraordinario que soy, luchando con sus mejores guerreros, pero sin lograr grandes progresos. Tal vez no sea el hombre indicado para esta empresa, Ainvar.

Dudar de sí mismo era tan impropio de él que me preocupó más que el grupo de exploración romano.

—¡Eres el único hombre capacitado! —insistí—. Estás hecho para ello... y era el sueño de tu padre.

Rix se detuvo en sus pasos.

—El sueño de mi padre era que los arvernios fuesen la tribu dominante en la Galia. Eso es lo que temen algunos de los reyes, sospechan que esto es parte de una maquinación para hacerme con el control de sus territorios. Les repito las palabras que me dijiste, pero no parecen surtir mucho efecto cuando no estás conmigo.

—Es posible que un hombre no pueda utilizar la magia de otro —le sugerí.

Él levantó los párpados que solía tener entornados y me miró furibundo.

—¡No estoy hablando de magia, Ainvar! No se trata de humo y susurros druídicos. Estoy hablando del mundo real.

—Tienes una visión limitada de la realidad.

—¡Ah, no! ¡No voy a enzarzarme contigo en una de esas intrincadas conversaciones de druidas! Sin duda sabes ya que no creo en la Orden y lo que representa. Sólo creo en mi destreza con la espada. Eso es real.

No era ni el momento ni el lugar adecuados para tratar de poner de nuevo a Rix en armonía con el Más Allá, pero me di cuenta de que debería hacerlo pronto, antes de que la falta de armonía le imposibilitara triunfar. Tal como estaban las cosas, tenía razón al dudar de sí mismo. El hombre no puede triunfar sólo con la carne; la tierra y el Más Allá siempre actúan entre sí.

Incluso César, aunque hacía sacrificios a los dioses romanos, actuaba en un nivel instintivo, obedeciendo a la norma tal como ésta se aplicaba a él. La prueba de ello radicaba en sus éxitos. Si Rix iba a ser el arma que la Galia usaría contra César, debía ser tan íntegro y equilibrado como yo lograra hacerle.

Al igual que Briga, aunque por una razón diferente, Rix debería recibir instrucción. Pero ¿la aceptaría? Cierta vez, Menua me había dicho: «Los hombres no creen lo que no pueden ver, y no verán lo que no creen. Por eso la magia es un misterio para ellos».

Pero ¿cuándo tendría tiempo para convencer a Rix de que estaba galopando por el camino erróneo? Pensé que si pudiera llevarle al bosque a solas..., si fuese posible someterle a los rituales reservados para los druidas...

—¡Eh, Ainvar! —me dijo bruscamente.

—Iré contigo a ver a Ollovico —repliqué— e intentarás de nuevo persuadirle. Debe ser tu voz la que escuche, Rix, pues es tu liderazgo el que deberá aceptar. Pero antes de que vayamos, ensayaré contigo tus argumentos. Luego debes decir tus propias palabras, no las mías. Dilas a tu manera.

Cuando salimos de la tienda, había llegado del norte una violenta tormenta, impulsada por un siniestro viento. El color del cielo era de un verde enfermizo y tridentes de fuego rastrillaban el horizonte.

—Cabalgaremos juntos hasta Avaricum —me dijo Rix—. Ollovico está cansado de ver mi cara, pero se alegrará de tu presencia.

Hanesa apareció como salido de ninguna parte y nos demoró, escupiendo palabras como si fueran guijarros demasiado calientes para retenerlos en la boca. Aprecié su placer al verme, pero me sentí aliviado cuando Rix le dijo que esta vez debía quedarse atrás. Sólo iríamos Vercingetórix, yo y treinta de sus guerreros... y Tarvos, naturalmente. Yo siempre insistía en que me acompañara Tarvos.

La tormenta se aproximaba.

—Lakutu detesta esta clase de tiempo —comentó Tarvos mientras yo utilizaba sus manos entrelazadas como estribo y montaba a caballo.

No tuve tiempo de replicar. El asustadizo animal se lanzó hacia adelante al oír un trueno y tuve que esforzarme para controlarlo.

Rix avanzó hacia nosotros montado en un potro negro de hermosa cabeza. El joven semental bufaba y abría mucho los ojos, pero Rix le dominó diestramente entre piernas y manos, dándole la vuelta para que no pudiera ver los relámpagos.

—¿Te gusta, Ainvar? —me preguntó mientras daba unas palmadas en el cuello arqueado y brillante del animal.

—Muchísimo, pero dudo de que yo pudiera dominarlo.

Rix sonrió.

—También yo lo dudo. No acepta a nadie excepto a mí.

—A los jinetes siempre les gusta decir eso —me dijo Tarvos en voz baja.

Siguiendo al portaestandarte de Rix, cruzamos las puertas de Avaricum, observados por los centinelas pero sin que nos dieran el alto. Mientras los servidores se llevaban nuestros caballos, estalló la tormenta sobre nuestras cabezas y salvamos corriendo la corta distancia hasta el alojamiento del rey.

—Doy la bienvenida al jefe druida de los carnutos como a una persona libre —me dijo Ollovico—. Y a ti también, Vercingetórix, aunque te he visto demasiado recientemente.

Pensé que Rix en realidad había insistido demasiado.

—La impetuosidad de la juventud —le dije, sonriendo a Ollovico como si fuésemos dos hombres maduros juntos en una conspiración contra el joven demasiado ardiente.

Mientras hablaba, me imaginé viejo, con la piel grisácea y las huellas de las estaciones talladas profundamente en mi rostro. Me concentré y obligué a mi carne a obedecer al espíritu.

Other books

Utopia by More, Sir Saint Thomas
Valentino Pier (Rapid Reads) by Coleman, Reed Farrel
Juicio Final by John Katzenbach
Or to Begin Again by Ann Lauterbach
Chemistry by Jodi Lamm