—¿Como a su padre? —pregunté inocentemente.
—Ah, humm. —La vehemencia de Hanesa pareció secarse y me dirigió una mirada especulativa, pinzándose con los dedos el labio inferior—. ¿Qué sabe un carnuto de Celtillus?
—Me han dicho que le mataron recientemente, y estoy preocupado. Su hijo Vercingetórix es amigo mío.
—¿Por qué te lo callabas? —El sol salió de nuevo; Hanesa sonrió—. También yo soy amigo suyo y precisamente ahora voy en su busca. Él es mi destino.
Esta afirmación era tan pomposa y la había pronunciado con tanta seriedad que tuve que hacer un esfuerzo para no sonreír e insultarle.
—Oh, ¿de veras?
—¡Pues claro! Estoy destinado a ser el bardo más celebrado de la Galia, y para ello he de contar relatos que nadie pueda igualar. Conseguiré esas historias al lado de un héroe poderoso, un hombre destinado a hacer grandes cosas. Semejante existencia ha sido profetizada a Vercingetórix desde su nacimiento. Puesto que los recientes acontecimientos le hicieron salir de Gergovia, yo he resuelto unos asuntos particulares y ahora estoy libre para reunirme con él. Si eres amigo suyo, será un placer que me acompañes.
—¿Por qué abandonó Gergovia?
Mientras le hacía esta pregunta acariciaba claramente mi amuleto de oro, a fin de que Hanesa, que como bardo era también miembro de la Orden de los Sabios, supiera que yo era alguien digno de confianza.
Hacer una pregunta a un bardo es como inclinar una jarra rebosante. Pronto nos apartamos del camino, nos sentamos a la sombra de un árbol y Baroc, obedeciendo una orden mía, repartió pan y queso mientras Hanesa nos describía la reciente convulsión en su tribu.
Hablar no le impedía comer con las dos manos. Todos los bardos que he conocido tenían un apetito voraz. Y mientras la comida desaparecía en las fauces de Hanesa, imaginé que Baroc se quejaría por haberle dado su parte a un desconocido. Los príncipes y los druidas tienen que ser hospitalarios. Los siervos, no.
Entre uno y otro bocado, Hanesa nos dijo:
—El problema se remonta a generaciones atrás. Como sin duda sabes, los arvernios fueron en otro tiempo supremos entre todas las tribus galas.
Hizo una pausa para que sus palabras surtieran efecto y esperó a ver si le contradecía. Puesto que deseaba que siguiera hablando, no dije nada, aunque todas las tribus afirman lo mismo y eso no es más cierto de los arvernios que de cualesquiera otros. El dominio entre las tribus siempre ha sido un asunto cambiante.
—El noble príncipe Celtillus se obsesionó con el sueño de devolver a nuestra tribu su antigua eminencia —siguió diciendo Hanesa—. Para ello intentó convertirse en soberano cuando nuestro anciano rey sobrevivió a sus fuerzas para ejercer el cargo. Pero éste fue objeto de disputa y otro hombre ganó la elección. Celtillus se lo tomó a mal. No aceptaría su derrota... ¡aunque era afamado tanto por su sabiduría como por su espíritu magnánimo!
Hanesa no podía resistirse a la declamación. Le brillaban los ojos, vibraba su garganta, a menudo soltaba risas alegres y exclamaciones. Escucharle era un festín.
—Para defender su posición contra la continua amenaza de Celtillus y sus seguidores, el nuevo rey buscó ayuda. Como puedes imaginar, no se sentía seguro en su cargo real, cosa que mencionó a los mercaderes romanos de Gergovia, con los que realizaba importantes negocios.
Al oír mencionar a los romanos me puse rígido, como si Menua me hubiera dado un codazo. Hanesa terminó de comer y prosiguió su recitación.
—Los mercaderes transmitieron esta información a sus superiores, y al cabo de un tiempo alguien ofreció ayuda. Se llegó a acuerdos, sin que nadie dijera sobre qué ni con quién, pero en el transcurso de la última luna el cuerpo de Celtillus fue encontrado en una zanja, muerto a cuchilladas, y cuando su hijo mayor, que lo descubrió, se enfureció, el nuevo rey, Potomarus, le expulsó de Gergovia bajo amenaza de muerte.
Me sentí muy apenado por Rix, el hijo mayor.
—Dime, bardo, ¿quién mató realmente a Celtillus?
—Nadie admite que conoce la respuesta, pero la historia es mi profesión y sé hacer preguntas a fin de transmitir la verdad de los acontecimientos a las futuras generaciones. Por medio de fuentes a las que debo proteger, me enteré de que los mercaderes le habían dicho a Celtillus que podía hacer un trato especial para adquirir armamento y más guerreros que le permitirían apoderarse del trono por la fuerza. Alguien, no dijeron su nombre, se reuniría con él en un lugar secreto y le llevaría a otro sitio también secreto donde cerrarían el trato. Pero era una encerrona. Luego, quienes vieron su cadáver fijaron que las heridas tenían la forma propia de las espadas romanas.
Hanesa bajó la voz hasta que sólo fue un susurro siniestro.
—¿Por qué los mercaderes romanos o sus superiores intervendrían en una lucha para controlar la tribu?
Hanesa sacudió la cabeza.
—¿Quién podría decirlo con seguridad? Supongo que para proteger a su buen asociado comercial, Potomarus. Pero Celtillus murió y con él su sueño de reunir a todas las tribus de la Galia bajo el liderazgo de los arvernios. Un sueño absurdo, en realidad —añadió moviendo de nuevo la cabeza con una expresión entristecida—, pero glorioso.
Mi cabeza observó que el sueño era, en efecto, absurdo, la clase de sueño que los celtas adoraban. La Galia libre estaba formada por más de sesenta tribus, grandes y pequeñas, las cuales no estaban de acuerdo en nada salvo en el placer de luchar unas con otras para demostrar su virilidad. La idea de obligarles a aceptar un liderazgo único era ridícula.
—¿Y ahora qué hace Vercingetórix? —quise saber.
A Hanesa volvieron a brillarle los ojos.
—Ah, deberían haberle matado cuando mataron a su padre. Lo sucedido le ha conmocionado, pero cuando se recupere tomará una venganza espectacular, ése es su estilo. Yo voy a ofrecerme como su bardo personal porque quiero estar cerca para verlo.
Naturalmente, pensé. La venganza engendra épica.
—Vayamos a reunirnos con él enseguida, Hanesa —le dije—. Estoy deseoso de saber si está bien.
—Y yo también. Pero ten cuidado con cualquiera que encontremos por el camino. Los ánimos todavía están exaltados en ambos bandos.
—Nadie le haría daño a un druida —observé.
Entonces Tarvos intervino inesperadamente.
—No lo eres, Ainvar, todavía no.
Le dirigí una mirada irritada que rebotó en él como una lanza contra una piel de buey. No podía intimidar a Tarvos.
Rix se había refugiado por debajo de Gergovia, en la ribera occidental del Allier. Para llegar hasta él tuvimos que abrirnos paso a través de un espeso sotobosque. Yo comprendía a los árboles; mientras el ramaje arañaba a Hanesa, yo me deslizaba entre la vegetación con facilidad.
—Las tribus nórdicas sois tan conocedoras de los bosques como los germanos —dijo el bardo con cierto rencor cuando sufrió el tercer rasguño.
Estas palabras me irritaron. Ser equiparado a los germanos era un insulto para todo galo.
Al igual que nosotros, las gentes que vivían al otro lado del Rin se dividían en varias tribus, a las que dábamos el nombre común de germanos, aunque algunas de ellas afirmaban su origen celta y tenían leyendas similares a las nuestras. Sin embargo, no existía amistad entre los galos y los germanos. Ellos eran nómadas hostiles y agresivos, mientras que nosotros ocupábamos unos territorios fijos y prósperos con fortalezas. Los germanos no tenían druidas. Vivían en bosques densos, que nunca se molestaban en despejar, y se decía que muchos de ellos iban desnudos en verano e invierno, o se cubrían con pieles de oso sin curtir. Considerábamos a las tribus germánicas como unos brutos de escasa astucia y hábitos repugnantes.
Sin embargo, no se podía negar que en el combate eran terribles. Tenían una ferocidad celebrada en nuestras propias leyendas bárdicas, pero que ahora no solían practicar los celtas galos. Los germanos eran una amenaza constante en nuestras fronteras, donde mataban y saqueaban. Los eduos, en particular, habían perdido territorio por su causa.
El orgullo tribal había hecho que Hanesa me insultara. Naturalmente, yo no podía aceptarlo. En un tono tan frío como el hierro en una noche de invierno, le dije:
—No importa lo que Celtillus creyera, los arvernios no son de ninguna manera superiores a los carnutos. De hecho, sucede todo lo contrario. Si alguien ha de dirigir a los galos, será mi tribu.
»¿Puedo recordarte que el mayor de todos los bosques sagrados, el verdadero corazón de la Galia, está en nuestro territorio?
Mis palabras le interrumpieron. Durante casi sesenta pasos Hanesa el hablador no dijo nada en absoluto.
Los mosquitos zumbaban, espesando el aire. Di unas manotadas para alejarlos de mis orejas y nariz. Ahora nos aproximábamos al río, me llegaba el olor del agua. En realidad, los ríos son femeninos, diosas, cada una con sus propios nombres y propiedades, aunque cada una es un aspecto de la fuente. El Sequana, por ejemplo, que atraviesa la tierra de los parisios, era famoso por sus propiedades curativas y...
Un súbito ruido sordo interrumpió mis reflexiones. Giré sobre mis talones y me encontré ante un gigante barbudo que había saltado desde la rama de un árbol casi directamente encima de mi cabeza. Un gigante barbudo que blandía una espada y tenía una expresión asesina en los ojos.
Tarvos gritó y dio un salto hacia adelante, con la lanza preparada para embestir. La mirada del atacante se trabó con la mía. También yo me abalancé, pero no contra él sino contra Tarvos, a quien le arrebaté la lanza antes de que pudiera clavarla en el corazón de aquel hombre.
Sintiéndose ultrajado, Tarvos aulló y pareció a punto de volverse contra mí. Se recuperó con dificultad y nos miró a uno y otro mientras Hanesa y Baroc se acercaban a toda prisa. El hombre que había estado en un tris de matarme bajó lentamente su espada, un arma maciza con la empuñadura cubierta de gemas que cualquier otro hombre habría tenido que blandir con ambas manos pero que él sujetaba fácilmente con una sola.
—Así que encuentro al Rey del mundo escondido en un bosque —dije arrastrando las palabras.
Una sonrisa marfileña apareció bajo el bigote dorado y caído.
—Ainvar... ¿Es posible que seas tú?
—Probablemente. Lo era cuando me desperté esta mañana. Sin embargo, eso fue hace mucho tiempo y la gente cambia.
—Tu voz no ha cambiado, ni tus ojos. Afortunadamente para ti, pues de lo contrario ahora serías doble: mi espada te habría cortado por el medio desde el cráneo hasta la entrepierna.
—La suerte no existe —repliqué.
Fijó la mirada en mi amuleto.
—¿Druida?
—Soy aprendiz de Menua.
—Un desperdicio de buenos reflejos —comentó Vercingetórix.
Aunque estaba lleno de arañazos, demacrado y sucio, en la mañana de su virilidad el príncipe arvernio era una canción de fuerza. Desde la cabeza leonina a las piernas musculosas, la armonía de su cuerpo era perfecta. Incluso me superaba en altura y en el tamaño de su maciza osamenta. Pero su mirada, velada por los grandes párpados, era la misma, y su sonrisa irresistible no había cambiado.
Nos dimos un fuerte abrazo y palmadas en la espalda. Por encima del hombro de Rix vi que Hanesa nos miraba.
—Pasamos juntos el ritual de virilidad —intenté explicarle.
—Pero casi no te he reconocido —dijo Rix—. Cuando te vi avanzar entre los árboles te confundí con uno de los guerreros del rey que pretendía cortarme la cabeza.
—¿Tan mal están las cosas?
Él sonrió sesgadamente.
—Podrían estar mejor. Pero es una situación temporal. Tengo intención de cambiarlo todo, y pronto.
—¿Cuánto tiempo llevas aquí? Sé lo de tu padre, por supuesto.
—Me refugié aquí hace dos noches. Tengo amigos que me traen comida cuando se atreven, y hay hombres que me seguirán cuando esté preparado para hacer lo que me propongo. Cualquiera de ellos me ocultaría en su casa, pero no quiero poner a nadie en peligro.
Hanesa intervino ansiosamente.
—¿Qué es lo que te propones? ¿Atacarás Gergovia?
Rix soltó una risa irónica y triste.
—¿Yo y un puñado de seguidores contra los poderosos muros de Gergovia? Ni siquiera yo soy tan temerario, bardo. No, pretendo hacerle a Potomarus lo que él hizo a mi padre, atraerle a una emboscada y matarle.
—Eso no te devolverá a tu padre y dejarás a la tribu sin cabeza.
Algo brilló en los ojos de Rix y por un momento vi su alma.
Abrí los sentidos de mi espíritu, escuché el rumor del agua en el río, un sonido pesado, y olí el pavor de los gansos que volaban por encima de nosotros. Recordé las tonalidades del grano que brotaba en los campos y el pánico de las ovejas.
—No es el momento para que aspires al trono, Rix —le dije.
Él pareció sorprendido.
—¿Quién ha dicho que quiero tal cosa?
—Es una advertencia. La atmósfera está turbada. Ahora los augurios son malos para quienquiera que lidere a los arvernios.
—Cháchara de druida —se mofó Rix.
—Yo escucharía a este hombre —le dijo Hanesa—. La Orden apoya a los suyos.
—Ainvar tiene una buena cabeza, ¿sabes? —añadió Tarvos. Era el primer cumplido que me hacía el Toro.
Rix miró al otro guerrero, aquilatándole. Entonces se volvió de nuevo hacia mí.
—Sí, tienes una buena cabeza, lo admito, pero no comprendes. Potomarus no merece ser rey. Él y sus mercaderes romanos...
—Hanesa me lo ha dicho, por lo menos lo que se sospecha. ¿Tienes algo más que meras sospechas?
La piel se tensó alrededor de los ojos de Rix.
—Si tuviera alguna prueba la habría presentado a los jueces, pero todo el que puede saber algo teme hablar. El rey y sus mercaderes están a salvo de todo excepto de mi espada —añadió con un gruñido.
—El trono es un cargo por elección, Rix. Si lo tomas con la espada, alguien se sentirá libre para arrebatártelo con la espada. Escúchame. Todo está cambiando, la misma atmósfera es aquí tan inestable como las arenas movedizas del Liger. Si actúas precipitadamente acabarás tan muerto como tu padre sin haber conseguido nada.
»Te haré una sugerencia. Deja que los recuerdos se desvanezcan y los ánimos se serenen, incluido el tuyo. Ven conmigo. Menua me envía al sur, a la Provincia, para que estudie con los druidas a lo largo del camino y, lo que es más importante, observe a los romanos de la Galia Narbonense y le informe sobre sus planes y acciones.