El Druida (20 page)

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Authors: Morgan Llywelyn

Tags: #novela histórica

Nos despertamos con la sensación de tener arena bajo los párpados y rascándonos furiosamente. En cambio, nuestros guerreros y el porteador parecían refrescados.

—Nos alojaron en el establo con la vaca —dijo Rix—. Cuando aún estaba oscuro, una mujer joven tan redonda y firme como una hogaza de pan entró con su cubo de ordeñar e interrumpí su tarea durante un rato. —Se echó a reír—. No pareció importarle.

—Es probable que eso sólo forme parte de su trabajo —dijo Hanesa.

Rix se ofendió.

—¿Qué quieres decir? Ella me quiso.

—Quería complacer a su amo, el cual probablemente le ordena que satisfaga a sus huéspedes.

—¿Su amo?

—Es una esclava, por supuesto. ¿No lo sabías? Aquí todos los siervos son esclavos. He hablado con varios de ellos.

—¡Pero esa mujer es celta, como nosotros! ¡Una persona libre desde su nacimiento!

—No en la Provincia —le informó Hanesa.

La expresión del rostro de Rix revelaba que esa información casi le parecía increíble, pero era cierta. Yo mismo había hecho algunas preguntas. Los esclavos eran el músculo bajo la grasa de la Provincia, y la mayoría de ellos eran de raza celta, personas que, por herencia, deberían haber nacido libres.

Nos marchamos de la posada lo antes posible. Había decidido que a partir de entonces dormiríamos bajo las estrellas a menos que el tiempo fuese muy malo.

En vez de los abruptos caminos de la Galia libre, la Provincia tenía anchos caminos a menudo pavimentados con losas de piedra que presentaban ya los surcos de las ruedas romanas. Uno de esos caminos nos condujo al pueblo más cercano, un grupo de casas de piedra separadas por estrechos callejones abrillantados de una manera incongruente con macetas y artesones de flores cultivadas. Todo estaba fregado y bien cuidado, y pensé malhumorado que se debía al trabajo de los esclavos. Compramos algunas prendas de vestir en una tienda minúscula propiedad del hermano del posadero, el cual resultó ser tan ladrón como éste.

El peso de las monedas en mi bolsa disminuía de un modo alarmante. En lo sucesivo dormiríamos definitivamente al aire libre y haríamos durar nuestras nuevas ropas.

—Tengo un aspecto ridículo —se quejó Baroc—. Esta túnica es como un vestido de mujer cortado en la espinilla. Y es demasiado holgada.

—Nunca podríamos luchar vestidos así —convino Rix en tono sombrío, mirando furibundo su propia túnica sin cuello.

En el camino nos encontramos con viajeros de atuendos muy diversos y una variación de colores, desde el blanco lechoso hasta el ébano. Varias veces tuve que reprobar a Baroc por mirarles con la boca abierta. La mayoría de los viajeros iba a pie, pero también había carros, carretas, bigas y cuadrigas y animales de montar, caballos, mulos, asnos y una especie de caballos muy pequeños y peludos. Ante mis ojos asombrados parecía como si todo el mundo viajara por los caminos de la Galia Narbonense.

Intenté entablar conversaciones con algunas de aquellas personas. Pocas respondieron a ninguna variante de la lengua celta, aunque observé que muchas me comprendían. Cuando probé con el latín que Menua me había enseñado, tuve dificultad en comprender las respuestas.

Observé encantado que Hanesa tenía más éxito. Tenía el don de lenguas y era capaz de lograr que casi cualquiera le respondiese. También tenía oído para el idioma, como demostró aprendiendo rápidamente los diversos dialectos provinciales con que nos encontramos.

La norma me había puesto en contacto con aquel hombre cuando más le necesitaba.

Aquella noche no perdí tiempo buscando una posada, sino que Rix y yo seleccionamos un lugar para acampar que no se viera desde el camino, próximo a un arroyo y oculto tras un bosquecillo de alisos.

Con la tierra cálida bajo mi cuerpo y las estrellas familiares por encima de mí, la Provincia no me parecía tan ajena.

A la mañana siguiente, cuando nos pusimos en marcha, Rix me preguntó:

—¿Qué estamos buscando?

—Nada y todo —respondí.

Apenas había pronunciado estas palabras cuando tuvimos que saltar bruscamente a una zanja al lado del camino para evitar que nos atropellaran. Una compañía de caballería pasó al galope, mirando adelante como si nadie más existiera. Sólo su jefe nos dirigió una mirada imperiosa por debajo de su casco de bronce al pasar atronadoramente por nuestro lado. Nos lanzó un juramento breve e impersonal y se alejó.

—¿Qué ha dicho? —le pregunté a Hanesa cuando salimos de la zanja, mientras nos sacudíamos la suciedad de los vestidos—. ¿Era eso latín?

—Sospecho que el latín del ejército es diferente del de los mercaderes —replicó el bardo con la voz temblorosa.

Sus ojos tenían una expresión de temor.

Rix se quedó mirando a los jinetes que desaparecían a lo lejos. Por encima del hombro me dijo en un tono admirado:

—Esos caballos son todos iguales, Ainvar, ¿te has fijado? Patas largas, hocicos pequeños... ¿Qué clase de caballos crees que son? Y el equipo también armoniza, cada hombre está provisto igual que los demás: espada corta envainada, escudo largo ovalado en el brazo, armadura de cuero para el torso, casco de bronce.

—Y rostro galo —añadí sin poder resistirme.

—¿Qué?

—Raza celta, una vez más. Todos esos jinetes iban afeitados como romanos, pero si no me equivoco cada uno procede de alguna tribu gala, excepto su capitán. Supongo que ése es romano.

—Galos en esclavitud, trabajando en las posadas; galos en la caballería, siguiendo a un capitán romano... ¿Qué clase de lugar es éste, Ainvar?

—Eso es lo que hemos venido a averiguar —repliqué.

Nuestro roce con la caballería había dejado a Hanesa pálido y nervioso. Me dijo que los bardos no estaban acostumbrados al peligro súbito.

—Será mejor que te acostumbres a eso si pretendes seguir a Vercingetórix —observé.

—Lo intentaré... Si pudiera tomar un poco de vino para evitar el temblor de las manos...

Me apiadé de él.

—Veo una posada más adelante. Pediremos algo para que bebas, si no es demasiado caro.

Tener que pensar continuamente en el dinero era una novedad para mí, y decididamente desagradable.

Un muro protegía los establos y el patio de la posada, ocultándolos a la vista desde el camino, por lo que casi estábamos en el umbral antes de ver que la compañía de caballería había desmontado allí y estaban restregando las patas de sus caballos. El capitán estaba en pie a un lado, como si esperase algo. Cuando nos vio llegar su expresión no cambió lo más mínimo. No era a nosotros a quienes esperaba.

—¿Seguimos adelante? —preguntó Hanesa con nerviosismo.

—Creo que no. Te he prometido ese vino.

—Entra tú a buscarlo —dijo Rix—. Yo me quedaré aquí y quizá hablaré con alguno de estos tipos. Me gustaría saber más sobre sus caballos.

En aquel momento, el sonido de una trompeta, seguido por el ruido de cascos contra el pavimento, anunció la proximidad de otros viajeros. El capitán romano se puso en posición de firmes. Volví la cabeza y vi una escolta montada de seis hombres que galopaba por el camino hacia la posada, seguida por una cuadriga con paneles de cuero y un segundo carro con equipaje.

El posadero salió corriendo para saludar a los recién llegados, y en su apresuramiento casi me derribó. Tenía los ojos hundidos y amarillos, y cuando la cuadriga entró en el patio, su servilismo hacía pensar en una perra en celo.

El jefe de la escolta pasó una pierna por encima del cuello de su caballo, desmontó e intercambió saludos con el capitán de caballería. Observé que los romanos se saludaban golpeándose el pecho con los puños cerrados.

El conductor de la cuadriga recubierta de cuero descendió y se volvió para ofrecer una mano a su único pasajero. Este segundo hombre rechazó el ofrecimiento y saltó al suelo con la ligereza de un gato.

De repente experimenté una claridad de visión tan intensa que todos los detalles de aquel hombre parecieron grabarse a fuego en mi cerebro.

Era bajo desde el punto de vista galo, pues su cabeza no llegaría a mi hombro, El cuerpo era esbelto y juvenil. Una corta túnica veraniega revelaba unos músculos alargados en los fuertes brazos y piernas desnudos. De los hombros le colgaba un manto de color escarlata intenso, sujeto con broches de oro macizo.

Cuando se volvió hacia mí me di cuenta de que no era tan joven. Su rostro, inequívocamente romano, era el de alguien que nunca había sido joven. Tenía la frente ancha y las mejillas hundidas bajo los pómulos angulosos. También tenía los ojos hundidos, y tan oscuros como su escaso cabello. Desde la nariz delgada y de puente alto, unos surcos profundos se dirigían a las comisuras de una boca versátil y sensible.

Daba la impresión de tener una sonrisa encantadora en las circunstancias apropiadas, pero ahora no sonreía.

Su mirada se deslizó sobre mí y pasó de largo. Tenía unos ojos inquietos, pero vi que se detenían en algo y que el hombre se ponía rígido. Me di la vuelta para ver qué había llamado su atención.

Rix, a quien los recién llegados habían distraído cuando iba a examinar de cerca los caballos, regresaba hacia mí. La capucha se le había deslizado hacia atrás, de modo que su cabello rubio rojizo brillaba bajo el sol del verano. En aquel patio polvoriento la cabeza de Vercingetórix parecía arder.

Destacaba por encima del romano como un gigante de una raza superior. Sin embargo, cuando sus miradas se encontraron yo, que me encontraba a un lado, noté la sacudida de dos personalidades iguales al colisionar.

Rix hizo sobresalir la mandíbula por debajo de la barba dorada, mientras que el romano husmeaba el aire con su nariz aquilina como un animal que percibe la presencia de un enemigo.

Había visto a dos sementales enfrentarse de esa manera antes de una pelea a muerte.

Mientras mis sentidos gritaban una advertencia, el peligroso momento se alargó. Di un paso hacia adelante, interponiéndome en la línea de visión de ambos hombres. Simultáneamente di la espalda al romano e hice un gesto a Rix para que me acompañara al extremo del patio. Él me obedeció, perplejo.

Mientras caminábamos noté que los ojos del romano seguían fijos en nosotros.

Un hombre, al parecer un criado, salía en aquel momento de un edificio anexo con un barrilito equilibrado en un hombro. Le cogí del otro brazo.

—¿Quién es ése? —le pregunté lentamente para que me entendiera.

Él supo enseguida a quién me refería.

—El nuevo gobernador de la Provincia, naturalmente. Nos advirtieron de su llegada. Está haciendo una gira de inspección.

—¿Cómo se llama?

Era evidente que el criado estaba deseoso de seguir su camino, pero Rix y yo juntos intimidábamos tanto que se quedó el tiempo suficiente para responder:

—Cayo Julio César, procónsul de Roma.

Ese nombre no significaba nada para mí... todavía.

Pero supe que no quería que Rix estuviera cerca de él. Algo había pasado entre ellos al verse por primera vez, algo que me producía una gélida sensación en las entrañas.

CAPÍTULO XII

César entró en la posada y el posadero retrocedió ante él dándole una vehemente bienvenida. Me apresuré a reunir a mi pequeño grupo.

—Nos vamos ya —les dije.

—¿Y el vino? —objetó Hanesa.

—Lo conseguiremos en otra parte. Al camino, de prisa. Y tú, Rix, ponte la capucha y procura ocultar la cara. No llames más la atención sobre ti.

Mi advertencia era tardía, por supuesto. César ya había reparado en él y le había aquilatado. Pero nos alejamos a toda prisa de allí mientras los oficiales romanos gritaban órdenes y los mozos de cuadra se ponían manos a la obra, los arneses crujían y el aire olía a polvo, sudor y excremento de caballo.

Aquella noche, cuando acampamos, recogí un surtido de guijarros aproximadamente del mismo tamaño y los coloqué en un montón junto al lugar donde reposaría mi cabeza. Al amanecer, mientras los demás seguían durmiendo, alcé los guijarros y los dejé caer uno a uno sobre mi manto, que aún conservaba la forma adquirida en mi sueño.

Los guijarros se deslizaron de mis dedos sobre el paño arrugado y rodaron entre sus colinas y valles, cada uno hallando su lugar señalado. En su disposición vi un mapa que nos orientaría. El Más Allá nos guiaría lejos del César.

Lo cierto es que no podría haber elegido mejor momento para evaluar las intenciones de los romanos que la llegada de un nuevo gobernador a la Galia Narbonense. Los rumores y las especulaciones eran como un gigantesco ruido de tripas en la Provincia. Saqué el máximo partido del don que tenía Hanesa para sostener conversaciones, haciéndole hablar con desconocidos en todos los cruces y posadas. Éstas resultaban caras, pues cuando alguien nos acompañaba a una esperaba que le invitáramos a beber, pero esa misma invitación le soltaba la lengua. Hanesa hablaba de una manera que parecía informal, y yo escuchaba y me enteraba de muchas cosas. Rix se dedicaba a estudiar a los militares con un interés profesional.

Había soldados estacionados en todas partes, incluso en los pueblos más soñolientos. Muchos eran reclutas galos que jugaban con los niños y bromeaban con las mujeres, pero otros eran legionarios romanos, hombres de rostro endurecido que no reían ni jugaban con nadie. Todos ellos olían a ajo y estaban adiestrados, como comentó Rix admirativamente a su pesar, de una manera perfecta. Todos los hombres marchaban al mismo paso. Eran tan impresionantes por su disciplina como una horda de guerreros germanos por su ferocidad.

Tanto para los civiles como para los soldados, las
tavernae
eran establecimientos de bebidas, lugares de reunión, madrigueras de ladrones y centros de información. Cierta noche entramos en una
taverna
de techo bajo, un edificio de piedra y yeso en el camino de Nemausus. Sobre el umbral, un rótulo maltratado por la intemperie representaba a un hombre con la mano alrededor del cuello de un gallo rojo más grande que él mismo. El olor a vino rancio, cerveza barata y cuerpos sin lavar nos dio la bienvenida.

El interior sin ventanas contenía varias mesas de madera tan juntas que era preciso subir a una para llegar a otra. Era evidente que nunca lavaban las mesas y que sólo los antebrazos de los parroquianos eliminaban las astillas.

Encontramos asientos y envié a Tarvos en busca de bebida. Habíamos cambiado desde nuestra llegada a la Provincia. El sol nos había tostado las caras y llevábamos las ásperas túnicas con cinturón que preferían los provinciales nativos. Como ninguno de nosotros estaba dispuesto a raparse la barba, este detalle reducía la eficacia del disfraz, pero por lo menos no parecíamos tan extranjeros como al principio.

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