El Druida (15 page)

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Authors: Morgan Llywelyn

Tags: #novela histórica

CAPÍTULO IX

Sus capuchas los ocultaban, incluso a Menua, a quien reconocí por su forma. De la misma manera, y con una punzada de placer, reconocí a Sulis. Y, más allá de ella, a Aberth el sacrificador.

Este último tenía que estar presente en la enseñanza de la muerte, como el que abría las puertas al Más Allá.

Había transcurrido una luna después que Imbolc, festival de la lactancia de las ovejas. Los días se alargaban, anticipando Beltaine, que estaba a dos lunas. Por encima de nuestras cabezas alzadas al sol, las alondras cantaban en un cielo claro.

Había ido al bosque para aprender acerca de la muerte.

Los druidas me rodearon en un gran círculo, con un espacio medido que me separaba de ellos. Al margen de lo que sucediera, en el sentido más esencial estaría solo.

—La muerte es el reverso del nacimiento —entonó Menua—. Es el mismo proceso que sucede al revés. Si nos libramos de la muerte por heridas o enfermedad, envejecemos, nos debilitamos, nos volvemos impotentes e infantiles. Nos volvemos como el no nacido preparándonos para retornar al estado de no nacidos.

»Piensa, Ainvar. ¿Te asusta la idea de ser un nonato, de no haber nacido aún? Mira más allá de tus primeros recuerdos.

Me concentré.

—No —dije por fin—. No me asusta.

—Muy bien. Entonces no debes temer a la muerte, pues es el mismo estado. La muerte es una manera de limpiar tu recuerdo de cargas demasiado dolorosas para soportarlas. La muerte te proporciona descanso y refresco a fin de que estés preparado para empezar una nueva vida en un nuevo cuerpo surgido de las riberas de la creación.

Menua trazó círculos en el aire con un dedo. Enseguida varios druidas salieron del círculo y me agarraron con firmeza. Eran más que suficientes para sujetarme si me debatía, pues la enseñanza de la muerte atraía a todos los miembros de la Orden que se encontraban a menos de la distancia de un día de marcha.

Antes del amanecer el jefe druida había cargado sobre mí la riqueza que en otro tiempo adornó a mi padre y mis hermanos, anillos de oro macizo, brazaletes y ajorcas de cobre y bronce, broches con incrustaciones de ámbar, coral y trozos de cristal. Ninguna de aquellas piezas era de artesanía mediterránea, sino que pertenecían al antiguo y verdadero estilo de los celtas, macizas pero de hermosa factura, con un detalle tan minucioso que se podría estudiar una pieza durante medio día sin verla en su totalidad.

Entonces el jefe druida ordenó a los otros que empezaran a despojarme de las joyas. Cada vez que me quitaban una pieza, Menua decía:

—La vida es pérdida.

Era extraño, pero me sentí progresivamente más ligero y libre. Apartaron de mi vista las riquezas que habían sido el orgullo de mi casta guerrera, pero no lo lamenté, y me di cuenta de que habían sido un peso y una incomodidad. Me había acostumbrado demasiado al hábito druida de no tener ninguna traba.

Cuando sólo la túnica cubrió mi desnudez, Menua me dijo:

—Lo que has perdido era accesorio. Lo que te queda es tu yo. Y cuando pierdas incluso tu carne, todavía tendrás tu yo.

El cántico comenzó suavemente, bajó su voz.

Sulis se acercó para cubrirme los ojos con una venda fragante, con aroma a clavo, alhelí y otros más sutiles, entre ellos un olor agrio que me hizo arrugar la nariz. Sin el de la vista, mis demás sentidos se intensificaron. Mi oído detectó la primera crepitación leve de un fuego encendido a cierta distancia. Entonces mi olfato me informó de que estaban quemando canela, una especia importada tan costosa que se usaba sólo para los rituales más importantes, o para aromatizar los platos de un rey.

—No podemos saber lo que te ocurrirá —oí decir a Menua—. Los dictados de la norma son diferentes para cada uno de nosotros. Sé receptivo y acepta lo que te sobrevenga.

De improviso los druidas me hicieron girar como una rueda hasta que no supe si estaba frente a la noche o la mañana. Unos dedos me abrieron la boca e introdujeron una pasta repugnante hasta el fondo de mi lengua. Me entraron violentas arcadas, pero ellos me agarraron y taparon la boca, de modo que no pudiera expulsarla. No me soltaron hasta que sin darme cuenta tragué un poco.

El vómito fue explosivo. Creí que me desgarraban las tripas. Tambaleándome, manoteé ciegamente en el aire mientras quienes me habían sujetado me abandonaban. Mis dedos se cerraron en el vacío. Los druidas habían regresado al círculo, dejándome solo. Me apreté el vientre y me doblé por la cintura, boqueando para respirar, perdido el dominio de mi cuerpo. La vida se me escapaba en oleadas de bilis. Las rodillas me flaquearon. El último pensamiento claro en mi cabeza fue un interrogante: ¿por qué me habían envenenado los druidas?

Yací acurrucado en el suelo con las rodillas tocándome el mentón. Ni siquiera tenía más arcadas, pues había vomitado cuanto contenían mis entrañas. El cántico no se había interrumpido. Gradualmente me di cuenta de que también parecía proceder de la tierra debajo de mí, del suelo y las piedras, y fluía en mi interior, reverberando con un ritmo que coincidía con el oleaje de mi sangre. Estaba profundamente cansado y sólo quería hundirme en la tierra que cantaba y formar parte de su canción, sin pensar, sin sentir dolor...

Flotaba libre con la sensación familiar que se siente en los últimos momentos antes de dormir. Un ruido sordo en la tierra cerca de mi cabeza me informó de que unos pies pisaban a mi alrededor, y un instinto más profundo nacido de los sentidos tanto corporales como espirituales me dijo que los druidas danzaban a mi alrededor, se me acercaban en espiral y luego se alejaban. Sentí que me deslizaba fuera de mi cuerpo, atraído por un sueño que me hacía señas más allá del borde de la conciencia, una luz cálida, voces que me llamaban. Pensé que tendía las manos, pensé que respondía alegremente...

Oí un sonido como el seco deslizamiento de una serpiente a través de una piedra. Aberth susurró:

—La muerte está a un suspiro de distancia.

El filo de su cuchillo trazó una cinta de fuego en mi garganta.

Salí sobresaltado del sueño y me debatí violentamente, me alejé cuanto pude del sacrificador, me llevé las manos a la venda de los ojos, pataleé, traté de ponerme en pie para enfrentarme como un hombre a cualquier cosa que me amenazara. Pero estaba completamente aturdido. Me pareció que tardaba una eternidad en levantarme y quitarme la venda... y me encontré en un lugar de misteriosa luz roja, oscilando en el filo de un cuchillo entre dos abismos. En el fondo de uno de ellos se extendía un nebuloso prado, vagamente entrevisto, poblado de vagas formas que parecían hacerme gestos. Cuando miré al otro vi a Aberth debajo de mí, sonriéndome y empuñando su cuchillo.

La estrecha franja en la que permanecía se reducía más con cada latido de mi corazón. Debía caer inevitablemente, pero ¿a qué lado? Ésa parecía ser la única decisión que me quedaba por tomar.

¿A qué lado? Tenía que pensarlo. ¿Era aquel prado nebuloso el Más Allá, alcanzable tan sólo a través de la muerte? ¿Estaban Aberth y su hoja sedienta de sangre todavía en la tierra de los vivos? ¿O era exactamente al revés?

Grité pidiendo auxilio, pero sólo en mi cabeza, pues había perdido el uso de la lengua y la mandíbula. «¡Quiero vivir! —protesté en silencio—. Todavía tengo mucho que aprender, que experimentar. ¿Qué lado? ¿Cuál de los lados es el de la vida?»

Una figura se aproximó entre la bruma roja. Al principio pensé que tenía un aliado y redoblé mis esfuerzos para mantener el equilibrio hasta que recibiera ayuda. Entonces vi la figura con claridad, una gran cabeza sin el cuerpo, como una versión monstruosa de los trofeos que nuestros guerreros solían arrebatar a sus enemigos en combate.

Sin embargo, aquella cabeza tenía dos caras, una a cada lado.

Las caras no eran idénticas ni tampoco humanas, sino distorsiones estilizadas de humanidad. Una, de rasgos nobles y serenos, el mentón puntiagudo y ojos de largos párpados, parecía la de un hombre embelesado. La segunda era ruda, brutal, con ojos brillantes y rapaces. No obstante, esta cara estaba muy viva. La frialdad de la otra podría ser el distanciamiento de la muerte.

—¿Miras hacia la vida? —grité al rostro salvaje.

La respuesta insonora atronó en mi cabeza.
Así es
. Pero antes de que pudiera tomarlo como un signo, la voz añadió:
También miro hacia la muerte
.

Y yo
, murmuró la cabeza, embelesada,
miro hacia la muerte. Y la vida.

—Entonces, ¿no hay nada que elegir entre vosotros? —grité desesperado.

Nada
, respondieron al unísono.

Puse fin a mis esfuerzos y me dejé caer, en uno de los abismos, no importaba cuál, girando, descendiendo interminablemente. Y no estaba solo en mi caída. El vacío estaba lleno de presencias que acolchaban mi caída, me hacían girar suavemente a uno y otro lado, me guiaban sin manos, me murmuraban sin palabras. Y entre ellas se hallaba Rosmerta, estaba seguro, aunque no podía verla. Pero la conocía como en las largas noches en que se había inclinado sobre mi cama para arroparme o tranquilizarme tras una pesadilla.

Una voz dijo:
Habría estado aquí tanto si hubieras caído a un lado o al otro; ella y los demás.

Intenté preguntar quiénes eran los demás, pero caía de nuevo, caía y caía hasta que, gradualmente, empecé a recordar conceptos de dirección, distancia y tiempo. Concentrándome en ellos, me hallé trazando espirales entre las estrellas. Las constelaciones florecían a mi alrededor como prados floridos y tendí los brazos...

Unas manos me tocaron. Alguien me apartó los mechones de pelo caídos sobre la frente. Alguien más me cogió por debajo de los brazos y me ayudó a incorporarme. Mi cuerpo era una cáscara vacía. Cuando me toqué el cuello, noté la viscosidad de la sangre.

Sulis se inclinó hacia mí para extender un ungüento sobre la herida. Oí que Aberth, que estaba a su lado, le decía:

—No ha sufrido ningún daño, conozco mi arte. Me he limitado a rasgar la capa de piel más externa, así que deja de hacerle mimos.

—¿Estoy muerto? —pregunté con voz ronca.

—¿Tú qué crees? —me respondió Menua por encima de mí.

Titubeé buscando la manera de expresar la verdad que había atisbado.

—Creo que... la vida y la muerte son... dos aspectos de una misma condición.

Él se agachó y me miró fijamente a los ojos.

—Estupendo... Sí, te ha ido bien, Ainvar. La muerte no es el final, al contrario, es una minucia, una telaraña que apartamos al pasar. Pero tiene mucho poder para asustarte.

Recordé uno de los muchos proverbios que me había enseñado:

—La luna oscura no es más que una fase pasajera de la luna brillante.

El jefe druida asintió y empezó a levantarse, pero le cogí del brazo.

—¿Por qué la enseñanza de la muerte está limitada a la Orden?

Él volvió a inclinarse hacia mí y algo vibró en el fondo de sus ojos.

—Todos nacemos con unas capacidades distintas a las de los demás. Los dones que disponen a uno hacia la druidad incluyen cierta fortaleza mental y espiritual que permite a la persona sobrevivir indemne a la enseñanza de la muerte. Un guerrero, un artesano o un labrador tiene otros dones, y esta experiencia le destruiría. Pero como nosotros podemos entrar en la muerte y salir de ella, tenemos la responsabilidad de hacer ese viaje en nombre de la tribu y asegurar a los demás que no hay nada que temer.

Una docena de manos ansiosas me ayudó a ponerme en pie. Los druidas se apiñaron a mi alrededor y me felicitaron y abrazaron repetidamente.

Me sentía como si estuviera lleno de burbujas.

Entonces me di cuenta de que uno de los druidas que me abrazaba era Aberth. Antes de que pudiera contenerme, me aparté de él, pero no se lo tomó a pecho y me sonrió.

—¿Has recordado una vida anterior? —me preguntó en tono afable—. Algunos lo hacemos, ¿sabes?

—No le interrogues —le ordenó Menua—. La enseñanza de la muerte es privada. Si hay algo de la suya que Ainvar quiere que sepamos, él mismo nos lo dirá.

Aquella noche los miembros de la tribu dieron una fiesta privada para celebrarlo. Miré a los demás y me pregunté cuántos de ellos recordarían haber vivido antes. Si lo hacían, entonces la muerte no borraba los recuerdos. La memoria de las penalidades podría viajar a través del tiempo con nosotros. O la de la alegría: dos caras.

Me pregunté qué me aguardaba en el futuro, más allá de mi muerte. Era como preguntarse qué había fuera de la noche. Un cosquilleo de ilusión me recorrió la espina dorsal.

Cuando hube bebido bastante vino para que mi lengua danzara, me incliné y le susurré a Menua:

—Conozco otro motivo por el que los druidas os reserváis la enseñanza de la muerte sólo para vosotros.

—¿Ah, sí?

—Los celos profesionales —le dije con la seguridad que me proporcionaba la bebida—. Si cualquiera pudiese hacerlo, ¿quién nos necesitaría?

Menua se echó a reír.

—Es evidente que te estás volviendo muy juicioso, Ainvar.

Más tarde, cuando había ingerido mucho más vino, tuve algo más que decirle, pero aguardé hasta que estuvimos a solas en el alojamiento. Entonces le hablé de la figura que había visto cuando me tambaleaba entre los dos mundos. La reacción de Menua fue jubilosa.

—¡Le has visto! ¡Has visto realmente al de los dos rostros! En la memoria de los vivos no hay constancia de que semejante visión haya sido concedida a un druida, aunque he oído hablar de ella, por supuesto. ¡Ah, Ainvar, estás cumpliendo las expectativas que tenía sobre ti!

—¿Le conoces? —le pregunté asombrado.

Él asintió.

—Mis predecesores lo describieron como el observador eterno, el que mira adelante hacia el otro mundo y, simultáneamente, atrás, hacia éste. Un representante de la dualidad de la existencia —añadió.

—Entonces... es..., ¿es un dios?

—Llámale así si quieres. Es un aspecto de la Fuente única. Siempre anhelé tener esa visión, pero nunca me fue concedida. Y ahora tú..., un símbolo tan poderoso. Te envidio —dijo en tono nostálgico, y exhaló un suspiro de anciano.

Yo no estaba preparado para considerar viejo a Menua, a pesar de que el cabello blanco que rodeaba la cúpula frontal de su cabeza era muy escaso y que se estaba volviendo muy malhumorado y exigente. Menua me había parecido eterno. Había recalcado tan a menudo la inmanencia del Creador en la creación que había llegado a igualarle con ambos.

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