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Authors: Morgan Llywelyn

Tags: #novela histórica

El Druida (16 page)

¿Cómo podía ser viejo? Sin embargo, al mirarle de cerca, vi cómo la carne le colgaba de los huesos.

—Pero tal vez no debería sorprenderme de que se te haya presentado durante la enseñanza de la muerte —decía Menua—. No eres un desconocido para él. ¿No te había ayudado antes a cruzar el abismo entre los mundos?

Le miré fijamente. De repente supe adónde íbamos a parar.

—¿Qué quieres decir? —le pregunté a pesar de mi certeza, para ganar tiempo.

—¡Sabes a qué me refiero! No creas que puedes desorientarme. ¿Por qué crees que te he dedicado tanto tiempo y esfuerzo? Según los augurios y portentos, la tribu se aproxima a una época de penalidades, y el jefe druida que me suceda debe ser el más fuerte y dotado jamás nacido entre los carnutos. ¿Quién ha de ser, Ainvar, sino un hombre capaz de devolver la vida a los muertos?

Mi primera reacción a estas palabras fue un profundo sentimiento de decepción. No había habido amor, él no se había preocupado por mí como un padre se preocupa por su hijo. Si yo le interesaba era porque creía en mi capacidad de devolver a un cuerpo su espíritu.

Estaba tan furioso como si Menua me hubiera engañado a propósito. Abrí la boca para replicarle bruscamente y reducir a añicos su errónea creencia.

Pero él me había enseñado a escuchar.

Los oídos de mi espíritu percibieron la esperanza que subyacía en sus palabras, una esperanza extrema. Había sobrevivido a más de sesenta inviernos y estaba cansado. La responsabilidad de la tribu era una pesada carga para él y necesitaba creer que podía traspasar esa responsabilidad a unas manos capacitadas. Lo arriesgaba todo conmigo debido a un don que confiaba en que poseyera.

Me mordí los labios y no dije nada.

Su voz rompió el silencio con el tono quejumbroso de un anciano.

—Puedes hacerlo, Ainvar, ¿no es cierto?

Aspiré hondo antes de responder.

—Si alguna vez llega a ser necesario, recuerdo lo que hice por Rosmerta —le dije con pies de plomo.

No le mentía, pues recordaba exactamente lo que había hecho por Rosmerta: nada, pero quería que él sacara una conclusión muy distinta y tranquilizadora.

—Eso está bien, hijo, muy bien.

¿Qué otra cosa podría haber hecho? Al margen de lo que él sintiera hacia mí, quería al viejo. Pronto le oí roncar, pero yo no pude conciliar tan rápidamente el sueño.

A la mañana siguiente fui en busca del Goban Saor. Fiel a su nombre, que significaba «el herrero-constructor», el hermano de Sulis podía hacer cualquier cosa con las manos. Había empezado como aprendiz de Teyrnon, pero sobrepasó con mucho a su maestro, y ahora tenía un cobertizo propio donde producía una amplia variedad de objetos artesanos, desde joyas hasta armas.

Cuando me aproximé, estaba aplicando el fuelle a la forja. Era un hombre musculoso, sin más atuendo que un delantal de cuero. Su cuerpo estaba bañado en sudor, y las húmedas guedejas de la cabellera le colgaban sobre los anchos hombros. Al verme se enderezó y se enjugó la frente.

—Hola, Ainvar.

—Necesito que me hagas una figura —le dije.

—¿De qué?

—De algo que nunca has visto, pero puedo describírtelo. —Y añadí—: Será un regalo.

* * * * * *

Menua me regaló el amuleto de oro para identificarme. Aberth mató un animal del rebaño que criábamos exclusivamente para los sacrificios, ganado blanco con morro negro y crines finas y erguidas en el pescuezo. Envuelta en la piel, Keryth la vidente se pasó toda la noche tendida junto al río Autura y regresó con la profecía de que la empresa tendría éxito.

Cuando todo estaba preparado, nos llegó la noticia de una invasión. Los gritos de advertencia sonaron desde las colinas. Un grupo de secuanos se había separado de la vasta tribu principal más allá de las montañas orientales, había cruzado unos límites del territorio de los parisios e intentaba establecerse en suelo carnuto no lejos de nosotros.

La noticia transmitida a gritos llegó hasta Cenabum, y Nantorus no tardó en arribar con un ejército de seguidores junto con los de los príncipes que le habían jurado fidelidad.

Después de la batalla trajeron a Nantorus a nuestro fuerte tendido en su escudo, gravemente herido. Había vencido, pero con un alto coste. Le llevaron a la casa de las curaciones, donde Sulis y sus ayudantes se ocuparon de él. Los hombres estaban preocupados y las mujeres gemían.

—¿Tendré que posponer mi viaje? —le pregunté a Menua, molesto en secreto por cualquier cosa que me impidiera emprender la aventura.

—Creo que no. Aunque Nantorus quede incapacitado permanentemente, cosa que dudo, no elegiríamos un rey para sustituirle sin muchas discusiones. La elección podría tener lugar sin ti, pero sin tu viaje y el caudal de conocimientos que nos traigas no tendremos suficiente información sobre los asuntos actuales de Roma para orientar sabiamente al rey que elijamos. Así pues, te pondrás en marcha, pero hay una sola cosa más que quisiera que hagas primero, pues yo tengo poco tiempo para hacerla ahora.

—La haré con gusto.

—Nuestros guerreros han expulsado a los secuanos, pero se han quedado con sus mejores mujeres en edad reproductiva como reparación por las heridas que ha sufrido Nantorus. Las mujeres deben ser examinadas por un miembro de la Orden, o al menos por un aprendiz bien adiestrado, a fin de asegurarnos de que son de suficiente calidad para aparearlas con nuestros hombres. Cuando era mucho más joven me encontré en una situación similar y permití que Ogmios tomara una mujer con un defecto importante, cosa que he lamentado desde entonces. No cometas el mismo error.

—Puedo ocuparme de ello —le aseguré.

—No me cabe duda. —A su pesar, los ojos de Menua centellearon en su red de arrugas.

«El viejo zorro —pensé—. Después de todo me tiene afecto.»

Las mujeres secuanas estaban acuarteladas en nuestra sala de asambleas, un edificio rectangular con dos hogares, uno en cada extremo, y bancos alrededor de los lados. Las mujeres capturadas ocupaban los bancos y el suelo, tendidas en jergones hechos con la paja y las mantas proporcionadas por nuestras mujeres.

Cuando entré, se agruparon para mirarme. Se reían cubriéndose la boca con la mano y se daban codazos.

—¿Quién habla por vosotras? —quise saber.

Una mujer se aclaró la garganta, pero no le sirvió de gran cosa. Su voz era al mismo tiempo suave y ronca, curiosa y agradablemente áspera como el ronroneo de un gato.

—Me llaman Briga —anunció, colocándose delante del grupo—. Soy la hija de un príncipe.

Esta afirmación me hizo gracia.

—Todo el mundo asegura ser de rango noble cuando está lejos de su casa.

Ella se ruborizó pero se mantuvo firme. Sus anchos ojos azules me desafiaron.

—¿Y quién eres tú para hablarme, hombre desgarbado que pareces un pino?

Me puse rígido.

—Ainvar de los carnutos —repliqué con la altivez de quien pertenece al linaje de los caballeros—. Soy tu captor.

Entonces fue ella la que se puso rígida.

—El mío no. Jamás te había visto.

Me miraba furibunda, como si yo fuese un siervo que le ofrecía una fuente de pescado podrido. No había nada notable en ella, no podía enorgullecerse de su belleza. Tenía los ojos bonitos, pero era baja y robusta, y el color de su cabello era corriente: rubio oscuro. En un grupo había mujeres de miembros más largos y con una coloración más vívida, algunas de ellas tan hermosas como las mujeres de los parisios. Sin embargo, por algún motivo, la mujer llamada Briga retenía mi mirada.

—Te recuerdo que tengo autoridad sobre ti —le advertí— y que debes mostrar respeto.

—¿Por qué habría de hacerlo?

Pensé que quizá había cometido el error de sonreírle al principio. Fruncí el ceño, pero no sirvió de nada. Su expresión seguía siendo desdeñosa.

—He venido a examinaros —le expliqué—, de modo que si tenéis...

—¡No, de ninguna manera! —Cerró los puños y se me acercó como si quisiera golpearme el rostro—. Ya hemos sufrido bastante, lárgate de aquí y déjanos en paz.

—Pero...

—¡He dicho que fuera de aquí! —Abrió las manos e hizo gestos para que me moviera, como si yo fuese una gallina—. No me asustas —me dijo—. Estás tan flaco que una ráfaga de viento te derribaría.

Dio otro paso hacia mí, se puso de puntillas, echó la cabeza atrás, se llenó la boca de aire y me sopló en la cara.

Sus compañeras rompieron a reír. Incluso el guardián de la puerta soltó una risotada.

Derrotado, huí de allí. Las risas me siguieron. Pensé sombríamente que aquello era lo que sucedía cuando el rey estaba incapacitado. Nadie nos respetaba. ¡Ojalá Sulis le curase pronto! ¿Qué debería haber hecho para demostrar mi autoridad sobre Briga? ¿Pegarle? Mi espíritu era incapaz de semejante acción. Caminé con los hombros encorvados, sintiendo lástima de mí mismo.

Por suerte, cuando vi a Menua estaba tan ocupado que se olvidó de preguntarme sobre el examen de las mujeres, y yo tuve cuidado de no recordárselo. Si podía emprender el viaje antes de que él lo recordara, tanto mejor para mí. Otro llevaría a cabo el examen.

Sin embargo, no podía apartar de mi cabeza a la mujer secuana. Imaginé una veintena de finales distintos y más satisfactorios de mi confrontación con ella. Aunque me había despreciado públicamente, no me gustaba la idea de que otro la examinara, de las manos de otro hombre en su cuerpo.

Al final de la jornada me dirigí de nuevo a la sala de asambleas. Sólo una cinta de luz rosada con ribetes de oro permanecía en el cielo occidental, creando ese momento de melancolía inmotivada que es como un dolor de muelas en el alma. Mientras volvía al encuentro de las cautivas, me dije que no debía permitir que terminara el día sin cumplir con mi responsabilidad. Esta vez no me dejaría disuadir...

La oí antes de verla. Un sonido de sollozos llegaba desde el sendero que conducía a la zanja donde hacíamos nuestras necesidades. Siguiendo aquel sonido, casi tropecé con una forma acurrucada en la penumbra. La mujer secuana estaba sentada al lado del sendero, acongojada, con los brazos alrededor de las rodillas. Trató de ahogar el sonido de su llanto, pero yo tenía oído de druida.

No era sorprendente que estuviera sola. El guardián le habría dejado ir a aliviarse bajo su palabra de honor de que volvería. Era una mujer celta.

Me agaché a su lado.

—¿Estás herida?

Como no me respondió, le toqué el hombro y repetí la pregunta.

Ella se acurrucó todavía más.

—No —dijo con la voz ahogada por el esfuerzo de reprimir las lágrimas.

—¿Entonces estás enferma? ¿Necesitas una curandera?

—No, déjame en paz.

Se cubrió el rostro con las manos.

¿Cómo podía marcharme y dejarla en paz? Tenía la intención de ser muy severo, incluso implacable, con ella, pero eso tendría que esperar. Podría ser implacable en otra ocasión.

—Permíteme que te ayude —le dije tan amablemente como pude.

La aflicción convulsionó su cuerpo menudo. Antes de que pudiera darme cuenta de lo que hacía, la rodeé con mis brazos. Ella no opuso resistencia. Para mi asombro, se apretó contra mí y ocultó el rostro en mi pecho. Musitaba algo que yo no podía descifrar.

—¿Cómo? ¿Qué estás diciendo?

—Quemaron a Bran —dijo con voz áspera y sollozante bajo mi barbilla—, pero no quisieron tomarme.

—¿De qué estás hablando?

—¡No quisieron tomarme! —exclamó en un tono desgarrador.

La estreché entre mis brazos, temeroso de que alguien la oyera y creyese que la estaba torturando.

—Vamos, vamos —murmuré neciamente—. Tranquilízate y no levantes la voz. Dime de qué me estás hablando. ¿Quién era Bran? ¿Y quién le quemó?

—¡Los druidas! —exclamó en un tono inequívoco de odio—. ¡Los druidas quemaron a Bran porque era el mejor de nosotros!

Lo dijo como si los druidas fuesen monstruos que hubieran actuado con una crueldad deliberada, cosa que era impensable.

—Debes de haberlo entendido mal —traté de decirle.

—No, dijeron que tenía que ser Bran, nadie más serviría.

Me estaba dando fragmentos de información que no explicaban nada.

—Cuéntamelo todo para que pueda ayudarte.

—No puedes ayudarme, ni tú ni nadie. —La ira desapareció de su voz y quedó sólo el desconsuelo—. Empezó con Ariovisto —dijo por fin.

Entonces le entró hipo.

—¿Ariovisto? ¿El rey de los suevos?

—El mismo. Son una tribu germánica, ¿sabes?, y él los condujo al otro lado del Rin para atacar a los secuanos. Mi padre era un príncipe de los secuanos, pero se había cansado de la guerra. Persuadió a algunos de sus seguidores para ir en busca de nuevas tierras. Que los suevos se quedaran en las antiguas, nosotros sólo queríamos paz. Así que nos pusimos en marcha, pero un espíritu maligno cayó sobre nosotros y quemó, produjo ampollas y mató a muchos de los nuestros. Rezamos e hicimos sacrificios, pero nada prevaleció contra el espíritu de la enfermedad. El Más Allá era sordo a nuestras súplicas y no llamaba a la cosa maligna que nos estaba matando. Finalmente mis propios..., mis queridos...

No pudo sobreponerse a la emoción.

Sintiéndome impotente, le acaricié el cabello.

—Continúa.

—La peste mató a mis queridos padres. Entonces algunos de los otros empezaron a decir que la cobardía de mi padre al abandonar nuestra tierra a los germanos había hecho que la Fuente enviara contra nosotros al mal espíritu de la enfermedad. Dijeron que una cosa mala llama a otra cosa mala, y tanto la cobardía como la peste son cosas malas. —Le entró otro acceso de hipo—. ¡Pero mi padre no era un cobarde! Era prudente y sólo quería una vida mejor para nosotros. Ensuciaron su nombre con acusaciones sólo después de que muriese y no pudiera defenderse. ¡Fue demasiado injusto!

—¿Fue Bran uno de los que culparon a tu padre?

—No, Bran era mi hermano. —Volvió a gemir, de una manera muy tenue y desesperanzada—. Le quemaron. No quisieron tomarme.

Entonces comprendí, vi la simetría druídica. Los druidas secuanos, aquellos que habían huido con el padre de Briga y sus seguidores, habían sacrificado al hijo del príncipe a fin de que pudiera suplicar misericordia a la Fuente. Pero, astutamente, también lo habían hecho para aplacar a quienes culpaban al príncipe muerto de su infortunio.

—No quisieron tomarme —murmuraba Briga, repitiéndose en su obsesión.

—¿Por qué deberían haberte tomado?

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