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Authors: Morgan Llywelyn

Tags: #novela histórica

El Druida (22 page)

Adoptando una expresión de ira contenida, le dije fríamente:

—Si eso es lo que sientes, encontraré a alguien más que nos venda aceite a los salvajes por un precio superior al que vale.

Agité mi bolsa de cuero ante su cara y me marché.

Cuando estábamos acampados y seguros, apartados de los caminos principales, le di a Rix un rapapolvo atrasado sobre su temeraria dedicación a la caza de mujeres. Su apetito era insaciable. Me prestó escasa atención, sin duda soñando, mientras le hablaba, en su próxima conquista.

Yo pensaba en otro nivel. Al examinar la nueva información que había recibido a la luz de la presunta ambición de César, casi podía ver cómo sería el futuro.

Dirigí a mi grupo hacia adelante y seguí explorando, observando, aprendiendo.

La Galia meridional era una tierra rica, de clima suave y con un suelo que agradecía la semilla. Las vías romanas ofrecían una red fiable entre granjas, pueblos y puertos, por lo que había un movimiento constante de mercancías. Se podía comprar casi todo, y saboreamos frutas, dulces y pescados que ni siquiera sabíamos que existieran.

Pero todo tenía un precio, y era preciso pagarlo en la moneda de Roma.

La tierra era fértil, y no obstante cuanto más viajábamos más clara resultaba la verdadera y no reconocida pobreza de la Galia Narbonense. Construidas entre jardines cuajados de aromáticas flores y con fuentes destellantes, las villas de los romanos ricos estaban desparramadas por las colinas de la Provincia como joyas lanzadas por una mano descuidada. Pero conservaban su belleza, como el flujo de las mercancías a lo largo de las vías, gracias al incesante y duro trabajo de gentes desposeídas, de la población nativa.

En la Galia libre teníamos tres clases principales de sociedad, aunque existía cierta superposición: los druidas, la aristocracia guerrera y la clase común, los hombres libres que cultivaban la tierra, fabricaban las herramientas y las armas y construían los fuertes y las viviendas.

Los siervos no eran desconocidos entre nosotros, porque siempre habrá hombres que se encuentran en deuda con hombres más prudentes y tienen que servirles durante un tiempo a fin de satisfacer la deuda. Pero ni siquiera los siervos eran esclavos, jamás lo eran, su período de servicio tenía un término y permanecían, esencialmente, libres.

En la Galia Narbonense los romanos habían suprimido a los druidas, matado a los nobles y reducido a la población entera al rango de la clase común sin su dignidad ni su libertad. Los que no eran esclavos para ser comprados y vendidos como ganado no estaban mucho mejor, puesto que se les recordaba constantemente su posición inferior. Sólo se les toleraba mientras produjeran para Roma.

Los trabajos de los galos meridionales, cuyas tribus habían sido las propietarias de aquellas tierras, eran ahora un sacrificio vertido en las fauces voraces de sus conquistadores.

Aquélla era una lección que aprender.

Bajo la tutela de Roma, el pueblo de la Provincia cultivaba una hilera tras otra de vides en un suelo que nosotros habríamos considerado inservible, convirtiéndolo así en rentable. Los vinos que producían no eran tan buenos como los del Lacio, según los romanos que vivían en la región, pero esos mismos romanos vendían el vino provincial a las tribus de la Galia libre y lo presentaban como la bebida de los dioses. Durante largo tiempo les habíamos creído, y ese vino había constituido nuestra principal importación.

Me pregunté si las vides silvestres que florecían en el valle del Liger no producirían un vino incluso mejor si se cultivaban adecuadamente.

Empezamos a visitar viñedos y vinateros. Hanesa se procuró información sobre las técnicas del cultivo de la vid y la fabricación del vino. Yo escuchaba. Disfrazados de compradores potenciales, éramos bien recibidos en todas partes.

De un anciano que se había pasado la vida cultivando la uva aprendí algo más que el arte de fabricar vino. Estuvo encantado cuando nos presentamos en su umbral, afirmando que éramos representantes de «príncipes nórdicos» interesados en efectuar una nueva conexión comercial para sus suministros de vino. El hombre insistió en mostrarnos personalmente su viñedo, una invitación que acepté de buen grado.

El anciano de piel correosa, apergaminado, con las manos tan nudosas como sus vides, nos hizo examinar los rodrigones, nos enseñó cómo se podan los sarmientos, nos pidió que saboreásemos tanto la uva como el suelo del que crecía.

—El suelo debe ser delgado y seco —explicó—. La lluvia que produce una fruta fuerte agria el vino. Un verano brillante y cálido produce uvas pequeñas y dulces que saben como la miel... Toma, pruébalas.

Saboreé las uvas apreciativamente y, mientras me llevaba unos granos del suelo a la lengua, me pregunté si aquel anciano no tenía un poco de druida.

Más tarde nos sentamos en su patio pavimentado, que daba a los viñedos, y regateamos sobre precios que yo no tenía intención de pagar. Hanesa animó la conversación con anécdotas que hicieron reír al viejo.

—No lo había pasado tan bien desde hacía un año —admitió—, desde que perdí el contrato de los arvernios. Eso fue un golpe para mi negocio.

—¿Qué contrato con los arvernios? —le pregunté, sintiendo un cosquilleo en la espina dorsal.

—Un príncipe de esa tribu, un hombre llamado Celtillus, había comprado mi vino durante años, una cantidad considerable. Entonces se vio implicado en una lucha por el poder dentro de la tribu y le mataron. Es bastante irónico, pero se rumorea que el responsable fue nuestro gobernador, recién llegado en aquel entonces. Así pues, poco tengo que agradecer a César —añadió con cierta amargura.

—¿César fue el responsable? —repetí tenso.

Una expresión de alarma apareció en el rostro del viejo, como si temiera haber dicho más de la cuenta. Concentré mi mente, envolviéndole en una nube de calma hasta que estuvo visiblemente relajado.

—No personalmente —dijo entonces—, pero César dio la orden que tuvo como consecuencia la muerte de ese hombre. Parece ser que César apoyaba al otro bando. Ha establecido toda clase de conexiones entre los bárbaros, no sé por qué.

—¿Sabes quiénes son los otros?

El anciano se rascó la cabeza.

—Creo que es un druida eduo llamado... ¿Divicus?

—Diviciacus.

—Sí, el mismo. Le echaron de Roma por tratar de conseguir el apoyo del Senado contra su propio hermano, pero César, en cuanto llegó aquí para hacerse cargo del gobierno, invitó a Diviciacus a su palacio en Narbo y le ofreció su amistad. Entonces pensé, y sigo pensándolo, que era extraño que el gobernador de la Provincia se implicara de tal manera en los asuntos de los bárbaros. Aquí ya tenemos bastantes problemas para mantenerle ocupado. Podría hacer algo acerca de los impuestos, por ejemplo. ¡No creerías lo que tengo que pagar!

Hanesa le mostró su comprensión y dejó que el hombre hiciera un recuento de sus penalidades, mientras yo permanecía sentado con una media sonrisa en los labios y observaba la pauta que adquiría su forma final en mi cabeza.

Di las gracias porque Tarvos y Rix no estaban con nosotros, pues habrían echado a perder nuestra benigna imagen de embajadores comerciales. Si Rix hubiese oído lo que yo acababa de oír, habría sido imposible dominarle.

¡Así pues, César había estado tras el asesinato de Celtillus! Decidí que debía de haber llevado a cabo un estudio en profundidad de los asuntos galos antes de personarse en la Provincia. ¡Con qué inteligencia se había establecido como un aliado de dos de los hombres más poderosos de la Galia, el rey de los arvernios y el juez principal de los eduos!

Mis reflexiones me hicieron ver lo que César debía de haber previsto. Dada la naturaleza gala, más tarde o más temprano uno o el otro encontrarían a su pueblo implicado en una guerra. ¿Qué sería más natural entonces que llamar en su ayuda al nuevo y poderoso aliado, a César?

Entonces los ejércitos de César penetrarían bajo invitación en la Galia libre, se entregarían al saqueo, al pillaje y enriquecerían a su comandante. Cuando la guerra terminara, los guerreros se quedarían, porque ésa era la pauta romana. Se casarían con mujeres locales, construirían casas y Roma anunciaría que ahora la Galia era territorio romano por derecho de ocupación.

«César —susurré para mis adentros—, veo tu plan tan claramente como si ya se hubiera realizado.»

Un escalofrío me recorrió desde la cabeza al vientre. Como una araña, César había tejido su tela para atrapar a la Galia libre mientras la mayoría de nosotros desconocíamos su presencia.

CAPÍTULO XIII

Al principio pensé que César era más calculador que cualquier druida. El genio de su plan, tal como yo lo había deducido, me alarmó. Pero el paso del tiempo me ha enseñado que no debo apresurarme a considerar infalible a ningún hombre. Al margen de lo astuto que sea el plan teóricamente, en la práctica el resultado de casi cualquier empresa está determinado por una combinación de lo inevitable y lo inesperado. El Más Allá aporta lo inesperado.

Luego, cuando todo se ha resuelto y los hilos se han desenmarañado, a los historiadores les gusta atribuir el éxito a la brillante planificación del vencedor. Pero lo cierto es que suele haber menos contemplación que inspiración detrás de toda victoria. Lo sé a ciencia cierta.

Quería regresar cuanto antes al lado de Menua y contarle lo que había aprendido. Sólo él sabría cómo combatir las maquinaciones de los romanos. Desde luego, era preciso conseguir el poder y el apoyo del Más Allá, y la Galia necesitaría toda su fuerza para resistir a los poderosos ejércitos de Roma. Toda su fuerza...

El sueño que Rix había heredado del asesinado Celtillus no parecía, después de todo, tan absurdo. La unidad era desesperadamente necesaria en la Galia. ¿Cómo podía cualquier tribu confiar en que sería capaz de resistir a un ejército que conquistaba y subyugaba territorios enteros?

En cuanto Hanesa y yo nos reunimos con los otros, les anuncié:

—Regresamos a casa.

Rix enarcó una ceja dorada.

—¿Tan de repente? ¿Por qué?

—Tengo que hablar con Menua. Te lo contaré por el camino, pues creo que te concierte en gran medida.

Me sorprendió descubrir que en parte no deseaba abandonar la Provincia. Había aprendido lo que había ido a buscar y más, pero el señuelo de lo desconocido seguía estando alrededor de las curvas de cada camino. Nuevos paisajes, nuevos aromas, nuevos sonidos...

Quería tenderme entre las vides y escuchar su canción.

El lugar era peligrosamente seductor. Volví la cara resueltamente hacia el norte y dirigí a los hombres de regreso a casa.

Durante el camino le conté a Rix lo que había sabido y lo que suponía. Al principio se enfureció, pero luego mostró una frialdad absoluta que me habría asustado tanto más de haber sido su enemigo.

—César —se limitó a decir—. César.

Caminaba a mi lado como una gran lanza destellante, y supe que teníamos en él el arma que usar contra los romanos. Los hombres seguirían a Vercingetórix. Incluso los reyes de otras tribus sin duda verían su esplendor y querrían luchar a su lado...

Nos detuvimos en la plaza del mercado de una ciudad provincial para que nos reparasen las sandalias antes de emprender el camino hacia el norte, y entre jaulas de pájaros cantores importados de las orillas del Mediterráneo, mi oído de druida oyó que una mujer le decía a otra:

—Mi hija ha recibido halagadoras atenciones de ese oficial romano, ya sabes cuál.

—¿De veras?

—¡Oh, sí! —se jactó la primera mujer—. Algún día podría llegar a ser la esposa de un ciudadano romano.

—¿Le ha pedido él en matrimonio?

—Todavía no, pero se ven casi a diario. Le ha dicho que el gobernador está muy preocupado por lo que considera crecientes incursiones germanas en la Galia peluda. Los germanos tan cerca de los límites de la Provincia constituyen una amenaza para nuestra paz y podrían obstaculizar el comercio. El amigo de mi hija dice que su legión podría ser enviada a la Galia peluda en cualquier momento.

—El amigo de tu hija —observó la otra mujer— le dice eso para apiadarla y acostarse así con ella. Yo misma escuché esa historia cuando era joven. «Me voy a luchar y morir —dicen—. Sé amable conmigo.» Dile a la muchacha que no le crea.

Pero yo, que había oído por casualidad, lo creía.

Los germanos eran el enemigo elegido por César.

Antes de abandonar la plaza del mercado, esperé hasta que nadie miraba y entonces abrí las jaulas de los pájaros. Aquellos pequeños cantantes atrapados habían sido víctimas de un delito contra natura.

—Marchaos rápidamente —les susurré—. Sois personas libres.

Ellos comprendieron. Los animales siempre comprenden a los druidas. De repente un arco iris de alas llenó el aire y mi corazón voló con ellos.

En la confusión que siguió, abandonamos la ciudad con mucha rapidez.

De nuevo en el camino, le dije a Rix:

—Creo que podemos esperar que César entre en la Galia libre de un momento a otro.

Caminar proporciona una excelente oportunidad de pensar. Yo había aprendido a no escuchar el monólogo casi constante de Hanesa el hablador. Caminaba sumido en un silencio druídico, mientras reflexionaba.

Diviciacus había puesto fuertes objeciones a las alianzas germanas de su hermano Dumnorix, y se había hecho amigo de César. Y éste había elegido a los germanos como los enemigos que necesitaba para justificar su entrada en la Galia.

Tan sencillo, tan claro. Los únicos interrogantes eran: ¿qué acto inclinaría la balanza y pondría a los ejércitos en marcha? ¿Y cuándo sería?

Los celtas libraban guerras pequeñas, ejercicios de poder entre las tribus. Los romanos luchaban a una escala mayor: Cartago, Grecia, Iberia, la Galia.

¿Qué espíritus engendraban semejante codicia? ¿Qué fuerzas la impelían?

Aquella noche soñé con el tintineo de monedas en una bolsa de cuero.

Nuestros fondos estaban agotados y no nos alcanzarían hasta llegar a casa. De nuevo Hanesa se reveló como un hombre inapreciable. En los cruces de caminos empezó a contar historias para todo el que pasara, mientras Tarvos, con aspecto aburrido y azorado, tendía un cestito.

Pronto Hanesa reunió a una muchedumbre que escuchaba boquiabierta las leyendas de los celtas. Los nativos de la Galia Narbonense no habían olvidado del todo su herencia.

Al final de la jornada, el cesto estaba lleno de monedas.

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