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Authors: Morgan Llywelyn

Tags: #novela histórica

El Druida (7 page)

Cuando el sol estaba bajo en el cielo, nos enfrentamos a la prueba final. Más allá de los árboles había excavado un ancho foso, en el que Aberth, el sacrificador, había encendido un fuego de espino negro, la madera usada en las pruebas. Los druidas pidieron que cada grupo de tres seleccionara a su miembro más robusto. El nuestro era, sin duda alguna, Vercingetórix. Llevando el más pesado entre ellos, los otros dos debían saltar a través del foso, donde las llamas eran más altas.

—Un hombre debe saber que puede exceder sus límites —nos dijo Menua—. Y un hombre debe cumplir sus promesas. Cada uno prometerá a los otros que no le fallará.

La anchura del foso amedrentaba. Si los dos saltadores no hacían un esfuerzo poderoso, o si el que estaba en equilibrio sobre sus brazos trabados se movía en un mal momento, los tres caerían y sufrirían quemaduras, tal vez fatales.

Crom Daral perdió el valor y se apretó contra mí.

—No puedo hacerlo, Ainvar —susurró.

Vercingetórix le dirigió una breve mirada y entonces me dijo, como si diera una orden:

—Pide a cualquier otro que sea nuestro tercero.

En parte me sentí agradecido por aquel liderazgo inmediato y confiado, y estuve a punto de someterme a él. Pero Crom pertenecía a mi linaje y habíamos sido amigos durante largo tiempo. No le privaría de su ceremonia de la virilidad para complacer a Vercingetórix. Los arvernios eran de sangre céltica como nosotros, pero por lo demás diferíamos. Los carnutos habíamos guerreado con ellos en el pasado y volveríamos a hacerlo. Eso era lo que hacían las tribus.

Mi cabeza decidió sobre aquel asunto.

—Los tres vamos a saltar juntos —dije con firmeza.

—Pero estoy demasiado cansado —protestó Crom con la voz quebrada.

Su cobardía me exasperó.

—¡Todos estamos cansados! Es lógico que así sea, estas pruebas no tienen que ser fáciles para nosotros. Y tampoco son imposibles, pues de lo contrario no nos pedirían que lo hiciéramos. La tribu necesita nuevos hombres.

Crom hizo un puchero. Sus ojos inexpresivos reflejaban las llamas.

—No puedo.

—Déjale —dijo el arvernio.

Una voz murmuró en mi mente. Me aferré a la idea antes de que se disipara.

—Sé lo que podemos hacer, Vercingetórix. Ayúdame. Recoge una brazada de piedras, ¡rápido!

Él me miró fijamente. No estaba acostumbrado a recibir órdenes de alguien de su edad. Noté la intensa competencia entre nuestras voluntades y me di cuenta de la fuerza extraordinaria que tenía la suya. La voz en mi cabeza me dijo que invocara al espíritu de la piedra. Obedecí, me concentré y me convertí en piedra. Transcurrió un latido de corazón, otro más. Entonces Vercingetórix sonrió y supe que había ganado.

Cargamos de piedras los brazos de Crom hasta que pesó más que cualquiera de nosotros. A continuación se sentó en nuestros brazos trabados y Vercingetórix y yo saltamos por encima del foso llameante.

Corrimos a grandes zancadas y despegamos del suelo como un equipo de caballos de tiro bien adiestrados. ¡Arriba, arriba! Debajo de nosotros el fuego gruñía y crepitaba. Me estremecí, pero no tenía nada que ver con el peligro.

¡Nos remontamos!

Unidos, Vercingetórix y yo, fuimos algo más que dos, durante el breve vuelo fuimos una sola criatura con las capacidades combinadas de ambos, y algo más, algo glorioso.

Cuando aterrizamos en el extremo del foso, Vercingetórix me miró y supe que también él lo había sentido, había experimentado aquel momento sobrenatural en el que juntos podríamos haber saltado un foso el doble de ancho, sobre llamas el doble de altas. Intercambiamos una mirada de júbilo.

Crom interceptó aquella mirada. Decaído, se sentó con las piernas cruzadas, mirando el foso con semblante sombrío.

Cinco grupos de chicos cayeron, y dos de ellos sufrieron quemaduras graves.

Una vez concluidas las pruebas, Dian Cet impuso las manos por turno sobre la cabeza de cada uno. Apenas noté el contacto del juez druida ni oí su voz cuando dijo:

—Esta noche eres hombre, Ainvar de los carnutos.

Mis sentidos estaban aún empapados de la sensación de las manos de Vercingetórix aferradas a mis brazos y el recuerdo de la trascendencia mientras nos remontábamos por encima del fuego.

De regreso al fuerte, Vercingetórix y yo caminamos uno al lado del otro y, aunque no hablábamos, yo era cada vez más consciente de la potencia de su personalidad, que me atraía hacia él. La ceremonia de la virilidad había intensificado lo que había en él, fuera lo que fuese. Naturalmente, afirmaba mi cabeza. Ése era el propósito del ritual.

Dieron un pequeño banquete a los hombres recién iniciados. Me senté al lado de Vercingetórix y compartimos unas tortas de avena y mucho vino. En algún momento de la fiesta me sorprendí llamándole Rix.

Pasamos juntos una serie de días soleados antes de que Gobannitio regresara para llevarse a Rix a casa. Durante esa época le hablé de mi familia y él me habló de la suya, sobre todo de su ambicioso padre, Celtillus, que guerreaba contra los eduos en el sur. Celtillus soñaba con hacer de los arvernios la tribu suprema de la Galia, aunque el rey de la tribu tenía objetivos más modestos y se contentaba con las cosas tal como estaban.

—Mi tío Gobannitio está de acuerdo con el rey —dijo Rix—. Según él, perderíamos más hombres de los que podemos permitirnos si intentásemos someter a todas las tribus de la Galia.

—¿Y tú qué crees?

Rix sonrió.

—Me gustan los sueños audaces.

—Nunca derrotarás a los carnutos —le aseguré, pero me reí mientras lo decía y no había hostilidad entre nosotros.

Nos habíamos hecho amigos, mirábamos a las mujeres y el tiempo que pasamos juntos nos pareció demasiado corto.

—Tal vez has encontrado un amigo del alma —me sugirió Menua en privado.

—¿Qué es un amigo del alma?

—Una persona a la que has conocido... antes, y a la que casi recuerdas, una persona con la que tienes un vínculo especial. Cuando uno de los dos es un druida, está obligado a servir como guía y consejero de su amigo del alma.

—¿Sabe Vercingetórix que existen los amigos del alma?

—Lo dudo.

—¿Debería decírselo?

—Podría reírse de ti, tal vez no lo entendería —replicó Menua con una percepción que sólo apreciaría más adelante.

Mi cabeza sabía que Menua estaba en lo cierto, que el arvernio y yo éramos amigos del alma. Reconocía el espíritu que me miraba desde los ojos de largos párpados de Rix.

Empecé a tomarme en serio mi obligación, dándole muchos consejos gratuitos. Me sorprendió que los aceptara, o por lo menos que me escuchara.

Rix tenía un hábito común a quienes viven en compañía. Anunciaba lo que iba a hacer antes de ponerse a hacerlo, a menudo con un detalle innecesario.

«Ahora me voy a dormir, tengo sueño y quiero estar despejado para cazar mañana», decía, o: «Voy a mear, tengo la barriga llena de vino».

Tal como Menua me había aconsejado, aconsejé a Rix.

—No anuncies tus intenciones tan libremente. Cuanto menos sepan los otros, tanto mejor.

—El secreto es para los druidas —replicó.

—El secreto también podría ser una buena estrategia para los guerreros —le sugerí.

Rix me miró con los ojos entornados.

—Eres inteligente, Ainvar.

Su cumplido me azoró.

—Simplemente uso la cabeza —repliqué con timidez.

—Si encuentras algo más en tu cabeza que pueda serme de utilidad, házmelo saber. Estoy tratando de reunir un arsenal.

No pude resistir la tentación de decirle:

—El Rey del mundo lo necesitará.

Me golpeó, le golpeé, rodamos por el suelo, dándonos manotadas, hasta que la risa nos separó.

Cuando Gobannitio vino en su busca, nuestra despedida fue difícil. Habíamos sido casi enemigos y nos habíamos hecho más que amigos. No éramos bardos y no teníamos la agilidad de lengua para expresar nuestros sentimientos.

Casi en silencio, ayudé a Rix a recoger sus cosas en el alojamiento. Cuando se echó al hombro su jergón enrollado, me dijo:

—Ten cuidado con el hombre encorvado, Ainvar. Fracasó en las pruebas de virilidad y tú fuiste un testigo. No te perdonará por haber presenciado su debilidad.

—No lo comprendes, Rix. Crom era amigo mío.

—Recuerda lo que te digo. Tienes una cabeza inteligente, pero yo soy un juez bastante bueno de los hombres.

—Lo recordaré —le prometí.

En el umbral se volvió hacia mí. De haber pertenecido a la misma tribu nos habríamos abrazado efusivamente, nos habríamos cogido de las barbas y besado en ambas mejillas. Pero él era arvernio y yo, carnuto. Un abismo se abría entre nosotros.

Rix sonrió.

—Saltamos el foso juntos, Ainvar —dijo inesperadamente.

Nos rodeamos con los brazos y luego nos abrazamos con la fuerza suficiente para partir huesos.

—¡Te saludo como a una persona libre! —fueron sus palabras de despedida.

—¡Y yo a ti! —le grité mientras se alejaba.

No le seguí hasta la puerta. No quería estar con los otros, agitando la mano mientras Gobannitio y su sobrino se alejaban en la carreta. Sabía que Vercingetórix nunca miraría hacia atrás.

Estaba solo y era un hombre.

Sería un druida.

CAPÍTULO V

Mi instrucción se reanudó, mis aulas eran los claros del bosque. Menua quería que absorbiera la sabiduría de los árboles. Druida, como me explicó, significaba «el que tiene el conocimiento del roble».

—Cuando los hombres eran vapor, los árboles también lo eran. Los bosques son más antiguos que la memoria y el tiempo está almacenado en sus raíces y ramas. La generosidad está en la naturaleza de los árboles, de modo que ábrete y quédate quieto. Recibe lo que imparten.

Aprendí a escuchar a los árboles.

Era la única persona de mi generación, en toda la zona que se podía recorrer a pie en una jornada, que se adiestraba para ser druida. Menua hablaba con nostalgia de los tiempos pasados, cuando muchos jóvenes dotados se presentaban para adiestrarse y en el bosque vibraban las voces que recitaban a coro. No podía explicar la carencia de candidatos a ingresar en la Orden, que le preocupaba profundamente.

—Pero las cosas son como son —me dijo con un suspiro—. Hasta que dispongamos de más hombres con talento, sólo te tengo a ti para instruirte en las ciencias naturales.

Estábamos sentados en el pequeño claro, él sobre un árbol caído y yo cruzado de piernas a sus pies. El tema de estudio era la lengua griega, y habíamos estado comentando la expresión «ciencia natural» con que los griegos se referían a las artes druídicas. Menua admiraba a los griegos, conocía su escritura y sus costumbres. Menua lo sabía casi todo.

—Los griegos nos entienden mejor que los romanos —me dijo—. Los romanos nos llaman «sacerdotes», lo cual es un error. Los helenos que comerciaban con los carnutos en mi juventud se referían a los druidas como «filósofos». Cuando aprendí su lenguaje, me di cuenta de que el término era apropiado.

»En otro tiempo, las diversas tribus griegas viajaron con mayor o menor libertad por la Galia, antes de que les sometieran los romanos. Los echo de menos, Ainvar. Son gentes interesantes, de mente sutil. Cierta vez hablé con un griego que se llamaba a sí mismo "geógrafo" y pareció comprender el concepto de la norma con tanta facilidad como un celta.

—No estoy seguro de entender lo que es la norma —admití—. Te refieres a ella muy a menudo, pero ¿qué es exactamente?

Menua señaló la interacción de la luz y la sombra entre las ramas sobre nuestras cabezas.

—Ahí está la norma. Desde la estrella al árbol y el insecto, cada fragmento de creación forma parte de un solo proyecto, la pauta del ser, que se extiende sin interrupción desde el Más Allá a este mundo. La norma está en continuo movimiento y nos conecta en la vida y la muerte con la Fuente de Todos los Seres.

—Pero ¿cómo reconoces la norma? —le pregunté, mirando la fronda que para mí no es más que ramas y hojas.

Menua asintió lentamente.

—Ahora has planteado uno de los mayores interrogantes. Cuando conozcas la respuesta, sabrás que eres un druida. Gracias a la experiencia habrás aprendido a sentir la norma en tus huesos y tu sangre. —Yo había esperado una respuesta más concreta y debí parecer dubitativo, pues su expresión se suavizó—: No puedo transferirte mi propia experiencia, cada uno debe encontrar la suya. Pero puedo hablarte de la norma.

»Quienes rezan para tener suerte, Ainvar, en realidad intentan comprender la norma. La suerte no existe, ésa es sólo una palabra que designa la capacidad para controlar los acontecimientos. Los pocos que siguen intuitivamente la norma tal como ésta se aplica a ellos mismos parecen tener suerte, pues, sin que lo sepan, se benefician de las fuerzas de la creación. Cuando se desvían de la norma pierden el contacto con esas fuerzas y, por lo tanto, con el poder que influye en los acontecimientos. Entonces decimos que han tenido mala suerte. Cuando las cosas te salgan bien, sabrás que estás siguiendo la norma como debes.

Mi mente se había enganchado en una de sus palabras como una hebra de lana adherida a una zarza.

—¿Qué significa «intuitivamente»?

Finas membranas de arrugas se extendieron hacia afuera desde las comisuras de los ojos de Menua cuando sonrió.

—La intuición es la voz del espíritu dentro de ti.

—¡Ya la he oído! —exclamé, recordando la noche en que algo me dijo que amontonara piedras en los brazos de Crom Daral—. Por lo menos eso creo, una vez.

—Tienes que oírla con más frecuencia, Ainvar. Debes escucharla a diario.

—¿Puedo aprender a hacerlo?

—Naturalmente, ésa es una de las cosas que he de enseñarte. Empezarás por escuchar las canciones de la tierra. El mundo natural y el mundo de los espíritus están conectados a través de la norma, ¿recuerdas? Pero mucha gente no se molesta en escuchar las voces de la naturaleza, de la misma manera que no buscan la norma.

Volví a mirar las copas de los árboles y él se rió.

—No debes hacerlo con los ojos de la cara, Ainvar. Usa tu ojo interior.

—¿Mi ojo interior?

—Uno de los sentidos de tu espíritu.

Reflexioné sobre estas palabras.

—Creo que no tengo ninguno.

—Claro que sí, todo el mundo los tiene. Nacemos con ellos, acompañan al espíritu que anima a la carne. Los niños pequeños lo usan a diario. Piensa en tu infancia, Ainvar. ¿No tenías conciencia de muchas cosas que los adultos no oían ni veían? Recuérdalo.

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