El Druida (42 page)

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Authors: Morgan Llywelyn

Tags: #novela histórica

—¿Qué te ha vuelto contra mí, Ainvar? En el pasado creí que podríamos ser amigos y colegas. Luego me insultaste con el rechazo de mis mercaderes y el regalo de vino que te envié no una sino tres veces. Entonces supe que eras tan contrario a que yo fuese el rey como Menua lo había sido.

La frialdad retornó a mi voz.

—Con mi rechazo no pretendí insultarte. Sencillamente, no quería tener tratos comerciales con los romanos. Ahora cultivamos nuestras propias uvas..., otro verano cálido y produciremos vino galo. Piensa en ello, Tasgetius. No necesitamos a los mercaderes, no tenemos necesidad de Roma ni nada de lo que nos pueda ofrecer. No hay nada que no podamos hacer por nosotros mismos, a nuestro estilo...

Esta vez me interrumpió un estrépito al lado de la puerta, y al cabo de un instante varios guardias armados entraron juntos, armados con dagas. Al darse cuenta de que estaban ante el jefe druida, se detuvieron, confusos, y miraron al rey en espera de instrucciones.

Tal vez por primera vez en nuestras vidas, Tasgetius y yo tuvimos idéntico pensamiento al mismo tiempo. Oí resonar nuestras dos voces en mi cabeza. No debía haber una ruptura pública entre el rey y el Guardián del Bosque. Por lo menos le quedaba ese resto de realeza. Pero no debería haber mencionado a Menua.

—El jefe druida se disponía a marcharse —dijo Tasgetius a los guardias en un tono bastante tenso—. ¿Le escoltaréis hasta las puertas?

Uno de los guardianes no pudo ocultar su sorpresa y preguntó:

—¿Acaso no acepta la hospitalidad del rey?

—El rey es famoso por su hospitalidad, pero por desgracia mi tiempo es demasiado escaso —repliqué con suavidad.

Entonces dirigí a Tasgetius una sonrisa tan insincera que me escocieron los labios, y él devolvió el gesto con un movimiento de cabeza que debió de hacerle daño en el cuello.

Salí del alojamiento. En el exterior, no había ninguna tormenta, por supuesto. Los guardianes del rey me acompañaron hasta la puerta principal de Cenabum, aunque enfundaron sus dagas, una especie de espada corta. Cuando Tarvos y mis hombres les vieron llegar, llevaron las manos a las empuñaduras de sus armas y los dos grupos de guerreros se miraron inquietos.

—Todo está en orden, Tarvos —le dije, y añadí entre dientes—: Pero he de ver a Cotuatus antes de que nos marchemos. ¿Dónde está?

—No se encuentra en Cenabum, Ainvar. Crom Daral se presentó mientras yo estaba arreglando las cosas para cambiar los caballos cansados por otros frescos. Parecía tan malhumorado como siempre, pero le dirigí la palabra por el bien del clan. Se me quejó de que Cotuatus había partido sin él, porque no es un jinete lo bastante bueno para mantener el ritmo de los demás. Habían planeado viajar con rapidez.

—¿Quién lo había planeado? ¿Viajar adónde?

—Cotuatus y el príncipe Conconnetodumnus han ido a espiar el campamento romano. Tasgetius no sabe que lo han hecho, pero Crom dice que el rey les cerrará las puertas de Cenabum cuando se entere..., y ya conoces a Crom, está lo bastante resentido por haber sido rechazado para que él mismo se lo diga a Tasgetius.

Realmente conocía a Crom.

Cierta vez, a orillas del río, yo estaba contemplando a los pescadores que tendían sus redes al sol para secarlas. Algunas redes se habían enmarañado y observé cómo separaban y desanudaban pacientemente los filamentos. Entonces yo era más joven y sentí vivos deseos de coger un cuchillo y cortar la maraña.

¡Qué conveniente sería poder cortar las marañas humanas como Crom Daral cuando amenazaban la integridad del tejido! Pero Crom tenía derecho a existir. A pesar de todos sus defectos formaba parte de nosotros.

Tampoco habría invocado al rayo para que cayera sobre Tasgetius, una habitual amenaza druida que nadie, que yo supiera, había conseguido convertir jamás en realidad. Había hecho sonar el trueno —o hacer creer a Tasgetius que lo había oído sonar— y eso era suficiente.

—¿Has dicho que ya has arreglado el cambio de caballos? —pregunté a Tarvos.

—Así es, aunque le dije al caballerizo que no los necesitaremos antes de mañana.

—Los necesitaremos ahora mismo. Nos marchamos.

Su sonrisa tímida y ansiosa me sorprendió.

—¿Vamos a casa? ¿Vuelvo con Lakutu?

Dividido entre el regocijo y la envidia, repliqué:

—Todavía no. Primero iremos en busca de Cotuatus.

CAPÍTULO XXV

Salimos de Cenabum al galope, aparentemente en dirección al norte, hacia el Fuerte del Bosque, pero cuando estuvimos a suficiente distancia para que no pudieran vernos desde las torres de vigilancia, trazamos un círculo y cabalgamos hacia el sur, hacia el campamento romano. Si mi información era correcta, estaba situado a tal distancia que permitía un ataque rápido contra Cenabum y Avaricum, y no mucho más lejos de la fortaleza de los senones, llamada Vellaunodunum.

La absoluta arrogancia de César era impresionante. Se comportaba como quien ya ha conquistado y puede ir donde guste. Esto por sí solo le daba ventaja, pues la gente cree y acepta lo que ve.

Recordé que aquél era el hombre que se había empobrecido a fin de parecer magnífico en grado suficiente para ser procónsul de Roma. ¿Tal vez César parecía más confiado cuando era más débil? De ser así, ¿qué debilidad estaba protegiendo al levantar un campamento de invierno en el borde de la tierra de los carnutos, cuyo rey se confesaba amigo suyo?

Tenía la sensación de que César y yo librábamos una mortífera contienda mental en la que yo le llevaba una ventaja pequeña pero tal vez esencial, pero él no sabía probablemente nada de mí. Era en Vercingetórix en quien se había fijado y al que recordaría.

Rastros de humo en el cielo, por delante de nosotros, nos advirtieron de que nos aproximábamos al campamento romano. Tras detener a los caballos, Tarvos y yo dejamos a los nuestros con los otros guerreros y avanzamos cautamente a pie, subiendo a un montículo abierto de alta hierba. Cuando estábamos cerca de la cumbre nos agachamos y luego recorrimos reptando el trecho final, hasta que pudimos asomarnos a la otra vertiente y examinar el valle donde habían levantado el campamento.

Era la primera vez que veía un ejército invasor en la Galia libre, y me recorrió un escalofrío. Allí estaba la encarnación de la horrible visión que había tenido Menua de un orden rígido, líneas rectas y ángulos exactos.

Una legión estaba formada aproximadamente por 5.300 hombres, divididos en nueve cohortes de lucha y una décima cohorte compuesta por administrativos y especialistas que no luchaban. El campamento que se extendía ante nosotros podría albergar quizá a tres cohortes y el personal auxiliar. Había sido construido con precisión, de acuerdo con un plan invariable, por los ingenieros que el ejército romano siempre llevaba consigo. Un foso protector rodeaba su perímetro, uno de cuyos lados era paralelo a un afluente del río Liger, a fin de asegurar un suministro constante de agua. Los muros eran bloques de turba quebradiza y madera, reforzados con una valla exterior de estacas de madera, tan niveladas con la parte superior como lo está el horizonte marino. Dentro de los muros, los romanos ya habían apisonado la tierra y levantado bloques de edificios idénticos para la tropa, cada uno de los cuales podía albergar a una centuria, un grupo de unos ochenta hombres más su equipo. En el extremo de cada bloque había una habitación más grande para el centurión que estaba al mando. Había establos para los caballos, almacenes y una larga hilera de talleres. El campamento de invierno parecía casi como una ciudad, pero no lo era. Nadie habría nacido allí. Su finalidad no era la vida.

En el centro del recinto estaba el cuartel general, señalado por los estandartes de la legión. A un lado se veía una pequeña estructura de madera construida de modo que imitaba la piedra y que tenía columnas. Era, sin duda, el templo del campamento. Me pregunté qué dios sin vida ocuparía su pedestal en el interior.

Un movimiento en la hierba hizo que nos volviéramos rápidamente, dispuestos a luchar por nuestras vidas, pero era Cotuatus, que subía por la cuesta a nuestras espaldas.

—Mis hombres están apostados en aquel bosque de allí —nos dijo, señalando con el brazo—. No te has aproximado sin que te detectaran, Ainvar.

—¿Qué me dices de los romanos?

Él sonrió.

—No te han visto, pues en este momento no tienen guardas en este lado del campamento. Todos han ido al otro lado, donde unas mujeres carnutas de la granja más cercana se están bañando en el río. Ni siquiera la seguridad romana está a prueba contra el deseo del hombre de mirar a las mujeres desnudas.

—Una victoria de la naturaleza sobre los suelos pavimentados —comenté. Cotuatus pareció perplejo. Sería deseable que tuviera una cabeza mejor, pero por lo menos era de estirpe real y lo bastante listo para no confundir a los romanos con amigos.

Se agazapó a nuestro lado hasta que hube observado con todo detenimiento el campamento romano, luego nos deslizamos juntos colina abajo y mi grupo fue a reunirse con el suyo en el bosque distante.

Le hablé de mi conversación con Tasgetius y él me dijo lo que había descubierto acerca de los romanos.

—Han levantado este campamento en un espacio de tiempo increíblemente corto, incluso trabajando de noche a la luz de antorchas. Tienen sus propios zapadores, agrimensores, herreros, carpinteros..., guerreros que han sido adiestrados para realizar también las necesarias tareas de construcción. Pueden construir cualquier cosa donde la necesiten. Son como tortugas que llevan todo lo necesario consigo, Ainvar. Aparte de sus armas, cada legionario tiene una sierra, un hacha, una hoz, una cadena, cuerda, una pala y un cesto. Y un colchón de paja, aunque no necesitan dormir demasiado. Con la primera luz del alba están en pie, adiestrándose. Sus ejercicios son como batallas incruentas.

Rix, que se había empeñado en observar los ejercicios romanos en la Provincia más pacificada, me había dicho lo mismo. En aquellos ejercicios faltaba por completo la espontaneidad del combate celta, que fomentaba los actos individuales de valentía y estilo, no había más que regimentación y repetición, lo cual moldeaba profundamente a los legionarios, de modo que se comportaban de la misma manera cada vez y en toda circunstancia.

En ese aspecto podía radicar una debilidad. Pensé que debía acordarme de sugerírselo a Rix.

Aquella noche pasamos frío bajo las estrellas invernales. No encendimos fuego por temor a alertar a los romanos, pero entre los árboles estábamos bastante seguros. Allí sentados, acurrucados y tiritando mientras el viento silbaba, Cotuatus observó:

—Ojalá tuviera una de esas robustas mujeres que hoy se han atrevido a bañarse en el río para mantenerme caliente esta noche. —Se volvió hacia su primo y rió entre dientes—: Tú no tienes esposa, Conco. ¿Por qué no nos llevamos a una de ellas a Cenabum?

—Son hijas de un clan de granjeros —replicó Conconnetodumnus—. Preferiría a una mujer guerrera, una esposa apropiada para un príncipe.

—Cualquier mujer capaz de bañarse en un río de agua helada en pleno invierno es apropiada para un príncipe —arguyó Cotuatus, el cual empezaba a tomarse el asunto en serio. Vi que cuando tenía algo entre ceja y ceja no lo soltaba—. Podríamos rodear el campamento romano y bajar a donde están ellas por la mañana, y entonces...

—Es posible que vosotros mismos no podáis regresar a Cenabum —le interrumpí— y no digamos llevarte una esposa contigo, Conco.

Ellos guardaron silencio en la oscuridad, sobresaltados. Entonces Cotuatus dijo:

—¿Por qué no vamos a poder regresar a Cenabum? Los romanos no nos han visto. Hemos descubierto lo que queremos saber sobre ellos, pero no saben nada de nosotros.

—Apruebo la idea de espiar a los invasores —le dije—, pero Tasgetius no. Ha empezado a llamar a César «amigo». Si se entera de lo que habéis hecho tiene la autoridad y el carácter para cerraros las puertas de Cenabum.

Conco se aclaró la garganta con un sonido como de barro gorgoteando entre guijarros.

—¿Cómo podría enterarse? Salimos de la ciudad muy silenciosamente antes del alba, con sólo unos pocos hombres, y no dijimos a nadie lo que nos proponíamos.

—A nadie excepto a tus propios hombres —le contradije.

Entonces, a regañadientes, le hablé de Crom Daral, cuya implicación hacía que me sintiera responsable y culpable. Crom Daral siempre me infectaba de culpabilidad, que es la más corrosiva y antinatural de las emociones. Ni los helechos ni los zorros conocen el sentimiento de culpabilidad. Crom tejía una tela de silencio, el material que atrapaba a quienes más querían agradarle, y en última instancia imposibilitaba el afecto.

Cotuatus se había enfadado.

—Si ese hombre es tan resentido deberías haberme avisado, Ainvar. ¿Por qué no me dijiste que ocurriría esto?

—No lo sé. Desde luego no preví esta situación en particular.

—Deberías haberlo hecho. Por algo eres druida.

Me puse a la defensiva.

—¿Me estás interrogando, Cotuatus?

Él titubeó, asaltado por recuerdos dolorosos.

—Yo..., ah..., no.

—Muy bien. Ahora escúchame. Cuando volvamos a Cenabum... sin una mujer para ti, Conco, con la que ahora no podemos cargar, acamparemos a cierta distancia y enviaré a Tarvos a la ciudad para que se entere de lo ocurrido. ¿Cuántos seguidores tienes dentro de los muros?

En la penumbra vi que los dos príncipes se miraban.

—Entre nosotros —dijo Cotuatus—, por lo menos la mitad de la población de Cenabum, tal vez más.

—Un alzamiento contra el rey debe proceder del pueblo, de una mayoría del pueblo, y no de la Orden —señalé—. Si te haces fuerte fuera de Cenabum y convocas a la gente, ¿tienes suficientes seguidores para hacerse cargo de Tasgetius?

—Crees que encontraremos las puertas cerradas, ¿verdad?

—Podría ser la oportunidad ideal —repliqué—, un acto por parte de Tasgetius que produciría un resultado natural y, desde nuestro punto de vista, deseable. Sin proponérselo, es posible que Crom Daral nos haya dado precisamente lo que necesitamos. Supongo que a tus seguidores les irritaría mucho la orden de impedirte la entrada en la ciudad.

Conco se echó a reír.

—¡Puedes estar seguro de eso!

Antes de que se levantara el sol emprendimos el camino de regreso a Cenabum. Aguardé hasta que estuvimos lejos del campamento romano antes de entonar la canción al sol, pero luego la canté a pleno pulmón, coreado por los guerreros a caballo.

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