Juicio Final

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

 

Matthew Cowart, un famoso y ya establecido periodista de Miami, recibe la carta de un hombre condenado a muerte que asegura ser inocente. Gracias a sus pesquisas pone al descubierto una información que permite al convicto Robert Earl Ferguson salir en libertad. Sin embargo, y para su horror, Cowart se percata de que ha puesto en marcha una tremenda máquina de matar.

John Katzenbach

Juicio Final

ePUB v1.1

libra_861010
18.05.12

Título original:
Just Cause

John Katzenbach, 1992.

Traducción: María Alonso y Beatriz Iglesias

Editor original: libra_861010 (v1.0)

Este libro es para mi madre, y en la

memoria de estos tres hombres: V. A. Eagle,

W. A. Nixon y M. Simons.

Agradecimientos

Me siento especialmente agradecido por las contribuciones de mis amigos Joe Oglesby, del
Miami Herald
, y Athelia Knight, del
Washington Post
. Sus sabios consejos me ayudaron enormemente en la preparación de este manuscrito que, por supuesto, habría sido imposible sin el apoyo y la tolerancia de mi esposa, Madeleine Blais, y mis hijos.

Quien con monstruos lucha cuide de no convertirse a su vez en monstruo. Cuando miras largo tiempo a un abismo, también éste mira dentro de ti.

FRIEDRICH WILHELM NIETZSCHE

Más allá del bien y del mal

El infierno está plagado de buenas, no de malas intenciones.

GEORGE BERNARD SHAW

Máximas para revolucionarios

PRIMERA PARTE
PRESOS

Cuando ganas el premio te gastan una broma: ahora ya sabes cómo empieza tu propia esquela.

1
Un hombre de opiniones

La mañana en que recibió aquella carta, Matthew Cowart se despertó en un atípico ambiente invernal.

La noche anterior se había levantado un viento del norte que no dejaba de soplar y parecía desplazar la noche, tiñendo el amanecer de un gris oscuro que desvirtuaba la imagen de la ciudad. Al salir de su apartamento, vio cómo la brisa sacudía una palmera y hacía que sus hojas sonaran como un montón de espadas.

Se encorvó y lamentó no haberse puesto un jersey bajo la gabardina. Cada año se daban unas cuantas mañanas como ésa, que prometía cielos grises y vientos borrascosos. La naturaleza gastaba una broma pesada y hacía rezongar a los turistas de Miami Beach que caminaban por la arena. En Little Havana, las ancianas cubanas llevaban gruesos abrigos de lana y maldecían el viento, sin pensar que en verano llevaban sombrilla y maldecían el calor. En las barracas de Liberty City, el frío silbaba y los yonquis, temblorosos, lo combatían con sus cachimbas. Pero en poco tiempo la ciudad recuperaría su sofocante y bochornosa normalidad.

«No será más que un día —pensó mientras caminaba con brío—, puede que dos. Entonces el aire cálido del sur soplará con más fuerza y nos olvidaremos del frío.»

Matthew Cowart iba por la vida ligero de equipaje.

Las circunstancias y la mala suerte lo habían privado de muchos ingredientes de la inminente madurez; un simple divorcio lo había separado de su mujer e hija y la injusta muerte le había arrebatado a sus padres; sus amigos habían seguido caminos diferentes marcados por carreras prometedoras, cuadrillas de hijos, letras del coche e hipotecas. Durante un tiempo habían intentado que se sumase a las fiestas y excursiones que organizaban, pero, como su soledad fue creciendo y a él no parecía molestarle, las invitaciones fueron a menos y acabaron interrumpiéndose. Su vida social se distinguía por esporádicas fiestas de oficina y conversaciones de trabajo. No tenía amante y no acertaba a comprender muy bien por qué. Vivía en un modesto apartamento de los años cincuenta, en lo alto de una empinada colina con vistas a la bahía. Lo había llenado de muebles viejos, estanterías con novelas de misterio y obras policíacas basadas en hechos reales, una batería de cocina desportillada pero práctica, y unos cuantos grabados enmarcados que colgaban discretamente de la pared.

A veces pensaba que cuando su esposa logró la custodia de su hija, la vida había perdido todo el color. Satisfacía sus propias necesidades con el deporte (los diez kilómetros al día de rigor en un parque del centro, algún partido de baloncesto improvisado en la YMCA) y el trabajo en el periódico. Se sentía poseedor de una considerable libertad, aunque le preocupaba tener tan pocos compromisos.

El viento, que seguía soplando fuerte, agitaba las tres banderas de la entrada principal del
Miami Journal
. Se detuvo un momento para contemplar el impasible edificio amarillo. En la fachada figuraba el nombre del periódico estampado en enormes letras rojas de neón. Era un lugar famoso, conocido por su dinamismo y su poder. Por el otro lado, el periódico dominaba la bahía. Desde allí podía ver cómo las aguas embravecidas rompían contra el muelle donde se descargaban enormes rollos de papel de prensa. En cierta ocasión, mientras estaba en la cafetería comiendo un sándwich, había divisado una familia de manatíes que retozaban en el agua, a no más de diez metros del muelle de carga. Sus lomos marrones emergían en la superficie y luego desaparecían bajo las olas. Buscó a alguien a quien comentárselo, pero no encontró a nadie; durante los días siguientes, pasó la hora de comer observando la cambiante superficie turquesa en busca de los animales. Eso era lo que le gustaba de Florida: parecía sacada de una selva, que siempre amenazaba con apoderarse de la civilización para devolverlo todo a un estado primigenio. El periódico no dejaba de publicar historias sobre caimanes de tres metros y medio que se quedaban atrapados en las vías de acceso a la interestatal e interrumpían el tráfico. Aquellas historias le encantaban: una bestia primitiva contra una bestia moderna.

Cowart apuró el paso para franquear la puerta giratoria de entrada a la redacción del
Journal
, y saludó a la recepcionista, que quedaba medio escondida tras la consola del teléfono. Cerca de la entrada había una pared reservada para placas, menciones y premios: una exposición de Pulitzers, Kennedys, Cabots, Pyles y otros nombres de menor categoría. Hizo un alto ante una hilera de buzones para recoger el correo de la mañana, echó un rápido vistazo a las habituales notas y docenas de comunicados de prensa, proclamas políticas y propuestas que llegaban cada día de la delegación del Congreso, la alcaldía, la administración del condado y diversas comisarías de policía; todos ellos le avisaban de algún suceso que creían merecedor de la atención periodística. Suspiró, preguntándose cuánto dinero se iba en esos inútiles esfuerzos. Sin embargo, un sobre captó su atención y lo separó del resto.

Blanco y delgado, llevaba su nombre y dirección escritos en mayúscula y con trazo fuerte. En la esquina había un remite: un apartado de correos de Starke, en el norte de Florida. «La prisión estatal», pensó.

La colocó encima de las otras cartas y se dirigió a su despacho, maniobrando entre las mesas, saludando con la cabeza a los pocos periodistas que habían llegado temprano y que ya hacían trabajar los teléfonos. Saludó con la mano al redactor jefe, que leía la última edición con los pies apoyados en su mesa del centro de la sala. Luego traspuso unas puertas que había al fondo de la sala de redacción, en las que se leía EDITORIAL. Se hallaba a medio camino de su cubículo cuando oyó una voz cercana.

—Ah, nuestra estrella llega temprano. ¿Qué te trae ante la multitud? ¿Nervioso por los conflictos de Beirut? ¿Desvelado por el programa de reactivación económica del presidente?

Cowart asomó la cabeza por un tabique.

—Buenos días, Will. Sólo quería usar la línea de larga distancia para llamar a mi hija. Las preocupaciones profundas e inútiles te las dejo a ti.

Will Martin soltó una risita y se apartó de la cara un mechón de pelo cano, con un movimiento más propio de un niño que de un adulto.

—Menuda cara tienes. Cuando acabes, echa un vistazo al artículo de la sección local; parece que uno de nuestros togados llegó a cierto acuerdo para poner en libertad a un viejo amigo acusado de conducir bebido. Podría ser el momento de emprender una de tus archiconocidas cruzadas de crimen y castigo.

—Le echaré ese vistazo —prometió Cowart.

—Menudo frío esta mañana —se quejó Martin—. ¿De qué sirve vivir aquí si tienes que llegar al trabajo tiritando? Podría ser Alaska.

—¿Por qué no sacamos un editorial contra el mal tiempo? Después de todo, siempre estamos intentando influir en el cielo. Tal vez nos oigan esta vez.

—Tienes razón. —Sonrió Martin.

—Y tú eres el hombre indicado para hacerlo —dijo Cowart.

—Cierto. No vivo en pecado, como tú; tengo mejor relación con el Todopoderoso. Eso ayuda en este oficio.

—Porque estás más cerca de unirte a Él que yo.

Su vecino refunfuñó.

—¿Qué tienes contra los veteranos? —protestó agitando el dedo—. Y puede que también seas un sexista, un racista, un pacifista… y todos los demás «istas».

Cowart soltó una risita, se fue a su mesa y puso la pila de correo en el centro; aquel sobre quedó encima. Fue a cogerlo mientras con la otra mano marcaba el número de su ex mujer. «Con un poco de suerte, estarán desayunando», pensó.

Sujetó el auricular entre el hombro y el oído, liberando así la mano mientras se establecía la conexión. Cuando el teléfono empezó a sonar abrió el sobre y sacó un único folio amarillo de papel pautado.

Estimado señor Cowart:

Actualmente, espero el día de mi ejecución en el corredor de la muerte por un crimen que YO NO COMETÍ.

—¿Diga?

Dejó la carta encima de la mesa.

—Hola, Sandy. Soy Matt. Sólo quería hablar con Becky un minuto. Espero no interrumpir nada…

—Hola, Matt. —Cowart notó que titubeaba—. No, es sólo que estábamos a punto de salir. Tom tiene que estar en el juzgado a primera hora, así que la llevará al colegio, y… —Hizo una pausa—. No, no pasa nada. De todas maneras, hay unas cuantas cosas sobre las que necesito hablar contigo. Pero ellos tienen que irse, así que se breve.

Cowart cerró los ojos y pensó en lo doloroso que le resultaba no formar parte de la vida cotidiana de su hija. Se la imaginaba derramando la leche del desayuno y leyéndole libros de noche, sosteniendo su mano cuando se pusiera enferma, admirando las fotografías que se hacía en el colegio. Contuvo la desilusión.

—Claro. Sólo quería decirle hola.

—Ahora se pone.

El auricular resonó contra la mesa y, en el silencio subsiguiente, Matthew Cowart releyó las palabras finales: YO NO COMETÍ.

Recordó a su esposa el día en que se conocieron, en la redacción del periódico de la Universidad de Michigan. Era bajita, pero su fuerza parecía contrarrestar su talla. Estudiaba diseño gráfico y trabajaba a media jornada maquetando, preparando titulares y revisando pruebas de imprenta, apartándose de la cara el ondulado cabello oscuro, tan concentrada que rara vez oía sonar el teléfono o reaccionaba a los chistes verdes que inundaban la desenfrenada atmósfera de la redacción. Era una mujer de orden y precisión, con un enfoque de la vida propio de un delineante. Hija del jefe de bomberos local, fallecido en acto de servicio, y de una maestra de primaria, su mayor deseo era acumular bienes y disfrutar de todas las comodidades. Él la consideraba guapa, y lo asustaba lo mucho que la deseaba; se sorprendió de que accediera a salir con él, pero aún más de que, después de una docena de citas, ya se hubieran acostado.

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