Juicio Final (3 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

Echó un vistazo al otro lado del patio y añadió con expresión ausente:

—Matty, según Hawkins, ¿cuál es el primer mandamiento de la calle?

Cowart sonrió en la oscuridad. A Hawkins le gustaba hablar con máximas.

—El primer mandamiento, Vernon, es nunca te busques problemas, porque los problemas llegan cuando quieren.

El detective asintió.

—Un muchacho encantador. Un muchacho psicópata realmente encantador. Él dice que no tiene nada que ver.

—Joder.

—No es tan extraño —prosiguió el detective—. Quiero decir, que a lo mejor el chico culpa al señor ejecutivo y a su esposa por lo ocurrido. Si ellos no hubieran intentado engañarle, ya sabes a qué me refiero.

—Pero…

—Ningún remordimiento. Ni una pizca de compasión, ni un atisbo de humanidad. Es sólo un chico. Me ha contado lo ocurrido. Y añadió: «Yo no hice nada. Soy inocente. Quiero un abogado.» Estábamos allí de pie, con sangre por todas partes, y dice que no ha hecho nada. Supongo que es porque le trae sin cuidado, vaya. Por el amor de Dios…

Se echó hacia atrás, abatido y exhausto.

—¿Sabes cuántos años tiene el muchacho? —agregó—. Quince. Los cumplió hace un mes. Debería estar en casa, pensando en el acné, las chicas y los deberes del cole. Seguro que también es un delincuente juvenil; me apuesto la casa. —Cerró los ojos y suspiró—. Yo no hice nada. Yo no hice nada… Mierda. —Le enseñó la mano—. Mira esto. Tengo cincuenta y nueve putos años, estoy a punto de jubilarme, y creía que ya había visto y oído de todo.

La mano le temblaba. Cowart vio cómo se movía a la luz de las intermitentes luces de la policía.

—¿Sabes? —dijo Hawkins mientras se miraba la mano—, me estoy endureciendo tanto que ya no quiero oír nada más. Casi preferiría emprenderla a tiros con un maldito chalado que oír a un solo tipo más hablando de algo terrible como si no tuviera importancia. Como si no fuera una vida lo que ha segado, sino el envoltorio de un caramelo que ha arrugado y tirado al suelo. Como si en vez de culpable de asesinato en primer grado, lo fuera de arrojar basura. —Se volvió hacia Cowart—. ¿Quieres verlo?

—Claro. Vamos.

Hawkins lo miró de hito en hito.

—No estés tan seguro. Siempre quieres verlo todo demasiado rápido. Esta vez no es nada agradable.

—También es mi trabajo —replicó Cowart.

El detective se encogió de hombros.

—Vale, pero tienes que prometerme una cosa.

—¿Qué cosa?

—Verás lo que hizo y luego te llevaré ante él. No le hagas preguntas, sólo échale un vistazo, está en la cocina. Pero asegúrate de escribir en tu artículo que no es un muchacho cualquiera. ¿Queda claro? Que no es un pobre chico desfavorecido. Eso es lo que su abogado empezará a decir en cuanto llegue. Quiero que hagas lo contrario, que digas que se trata de un asesinato a sangre fría, ¿vale? A sangre fría. No quiero que nadie coja el periódico, vea una fotografía suya y se pregunte: «¿Cómo podría este buen chico haber hecho algo así?»

—Descuida, lo haré —dijo Cowart.

—De acuerdo.

El detective se encogió de hombros y luego se irguió. Echaron a andar hacia la puerta principal, pero cuando estaban a punto de entrar Hawkins insistió.

—¿Estás seguro? Son gente como tú y como yo. No lo olvidarás jamás.

—Vamos.

—Matty, por una vez escucha el consejo de un viejo.

—Venga ya, Vernon.

—Entonces, allá tú y tus pesadillas —dijo el detective, y en eso tenía toda la razón.

Cowart recordó haber mirado fijamente al ejecutivo y su esposa. Había tanta sangre que era casi como si estuvieran vestidos. Cada vez que se disparaba el flash del fotógrafo de la policía los cuerpos destellaban por un instante.

Sin mediar palabra, siguió al detective hasta la cocina. El muchacho estaba allí sentado; llevaba zapatillas de deporte y vaqueros, el delgado torso desnudo, y tenía un brazo esposado a una silla. Vetas de sangre tatuaban su cuerpo, pero a él no le importaba y con la mano libre fumaba un cigarrillo sin inmutarse. Eso le daba aspecto de más joven aún, un niño que quiere pasar por mayor y más duro para impresionar a la policía cuando, en realidad, lo único que logra es parecer un poco más imbécil. Cowart vio en su cabello rubio una salpicadura de sangre que le enmarañaba los rizos, y una mancha de sangre reseca en su mejilla. Ni siquiera le crecía barba.

Levantó la mirada cuando Cowart y el detective entraron en la cocina.

—¿Quién es ése? —preguntó, señalando a Cowart con la cabeza.

Por un momento, Matthew clavó sus ojos en los del muchacho. Eran azules e infinitamente malvados, y parecían mirar el filo acerado del hacha de un verdugo.

—Un periodista del
Journal
—dijo Hawkins.

—¡Eh, periodista! —exclamó el muchacho con una repentina sonrisa.

—¿Qué?

—Escribe que yo no hice nada —dijo, y soltó una carcajada hasta quedarse casi sin aliento, tan estrepitosa que hizo eco detrás de Cowart.

Aquella risa quedó congelada en su memoria mientras Hawkins lo conducía al exterior, de vuelta al ajetreado amanecer.

Después de lo ocurrido, Cowart se había ido a su despacho a escribir la historia del joven ejecutivo, su esposa y el adolescente. Había descrito las sábanas blancas arrugadas y ensangrentadas, y las rojas salpicaduras que hacían de las paredes un espectáculo dantesco. Había escrito sobre el vecindario y la elegante casa, sobre un diploma que colgaba enmarcado en la pared acreditando la pertenencia de la víctima a un club de subastas de categoría, sobre sueños aburguesados y la tentación del sexo prohibido. Había descrito el extrarradio de Fort Lauderdale, donde los niños hacían excursiones nocturnas de placer para alejarse cada minuto más y más de su juventud, y había descrito los ojos del muchacho, para fulminarlos en su artículo como su amigo le había pedido que hiciera.

Había terminado la noticia con las palabras del muchacho.

Aquella misma noche, de regreso a casa con una copia de la primera edición bajo el brazo y su historia ocupando la portada, había notado un agotamiento que iba más allá de la falta de sueño. Luego se había metido en la cama, para acurrucarse tiritando junto a su esposa a sabiendas de que ella planeaba dejarle, incapaz de hallar calor en el mundo.

Cowart sacudió la cabeza tratando de disipar el recuerdo de aquella mañana, y miró en torno a su cubículo.

Ahora Hawkins estaba muerto. Lo jubilaron con una pequeña ceremonia, le dieron una pensión, y dejaron que pusiera fin a su vida con un enfisema. Cowart había asistido a la ceremonia y aplaudido cuando el jefe de policía había mencionado la elogiable trayectoria del detective. Siempre que podía, iba a verlo a su pequeño apartamento de Miami Beach. Era un lugar frío, decorado con viejos recortes de artículos escritos por Cowart y otros. Al final de cada visita, Hawkins siempre le decía: «Recuerda las normas, y si olvidas lo que te he dicho sobre la calle, entonces invéntate tus propias normas y vive en función de ellas.» Cowart también había ido al hospital siempre que podía: salía temprano y a escondidas de su despacho para visitar al detective y contarle historias, hasta aquel último día, en que había llegado y encontrado a Hawkins inconsciente y entubado, sin saber si lo oía cuando susurraba su nombre o si lo sentía cuando estrechaba su mano. Había pasado una larga noche sentado junto a la cama, y ni siquiera supo en qué instante la vida del detective se había apagado. Asistió al funeral junto con unos pocos policías veteranos: una bandera, un féretro, las palabras de un sacerdote; ni esposa, ni hijos, ni lágrimas. Tan sólo una pesadilla de recuerdos que iba quedando lentamente bajo tierra. Se preguntaba si sería lo mismo cuando él muriera.

«¿Qué habrá sido del muchacho? —se preguntó ahora—. Puede que haya salido del reformatorio y esté en la calle. O en el corredor de la muerte, junto al autor de esta carta. O muerto.» Echó un vistazo a la carta. «Esto debería ser una noticia —pensó—, no un editorial. Debería entregarla a alguien de locales y dejar que lo compruebe. Yo ya no llevo eso. Soy un hombre de opiniones. Escribo desde la distancia, formo parte de un equipo que vota y decide y adopta posturas, no pasiones. He renunciado a mi fama.»

Eso era exactamente lo que se disponía a hacer, pero entonces se detuvo.

Un hombre inocente.

Procuraba recordar si en alguno de los juicios y delitos que había cubierto había visto alguna vez a un hombre realmente inocente. Habían desfilado ante sus ojos multitud de veredictos de inocencia, cargos retirados por falta de pruebas, casos perdidos por pura habilidad de la defensa o torpeza de la acusación. Pero no lograba recordar a alguien verdaderamente inocente. En cierta ocasión había preguntado a Hawkins si alguna vez había detenido a alguien así, y él había replicado: «¿Un hombre de verdad inocente? Uno se equivoca muchas veces, y hay muchos cabrones en libertad que deberían estar entre rejas. Pero ¿trincar a alguien realmente inocente? Eso es lo peor. No sé si podría vivir con ello. No, señor. Eso es lo único en la vida que no me dejaría dormir.»

Sostuvo la carta en sus manos. «Yo no cometí.» Se preguntó: «¿A alguien le quita el sueño el caso Robert Earl Ferguson?» Sintió un ramalazo de agitación. «Si es verdad…», pensó. No completó la idea, pero tragó saliva para dominar un arrebato de ambición.

Recordó una entrevista que había leído años atrás sobre un hábil y veterano jugador de baloncesto que ponía punto final a una larga carrera deportiva. Aquel hombre hablaba de sus triunfos y sus fracasos con una especie de moderada y equitativa dignidad. Le preguntaban por qué se retiraba, y él hablaba de su familia e hijos, de la necesidad de abandonar un juego de infancia para seguir adelante con la vida. Luego hablaba de sus piernas, no como si fueran parte de su cuerpo, sino viejas y buenas amigas. Admitía que ya no saltaba como antes, que cuando se disponía a elevarse hacia el aro, los músculos que una vez parecían haberlo propulsado con tanta facilidad protestaban a causa de los años y el dolor, e insistían en su retirada. Y añadía que, sin ayuda de sus piernas, no tenía sentido continuar. Después de aquella entrevista había salido a jugar su último partido y había acabado marcando treinta y ocho puntos sin esfuerzo: corriendo, rotando y rebasando el tablero como antes. Era como si su cuerpo hubiera dado a aquel hombre la última oportunidad de imponer en los espectadores un recuerdo imborrable. Cowart había pensado entonces que lo mismo podía aplicarse al periodismo: requería cierta juventud que no conociera el descanso, un empuje que desplazara sueño, hambre y amor; y todo para salir en busca de la noticia. Los mejores periodistas tenían piernas que les llevaban más alto y más lejos, mientras que otros quedaban rezagados descansando.

Sin querer, flexionó los músculos de las piernas.

«Hubo un tiempo en que yo también las tuve —pensó—. Antes de retirarme a tener pesadillas, llevar traje, actuar con responsabilidad y envejecer con dignidad. Ahora estoy divorciado y mi ex esposa va a robarme lo único que he amado sin reservas; y yo estoy aquí sentado, huyendo de la realidad, opinando sobre sucesos que no afectan a nadie.»

Sostuvo la carta firmemente en su mano.

«Inocente —pensó—. Ya veremos.»

La hemeroteca del
Journal
era una extraña mezcla de lo antiguo y lo moderno. Estaba situada a continuación de la redacción, al otro lado de las mesas en que trabajaban los articulistas de noticias blandas. En la parte trasera de la hemeroteca había hileras de grandes archivadores metalizados que contenían recortes que se remontaban a décadas atrás. En el pasado, el periódico había diseccionado cada día por persona, tema, lugar y suceso, y cada recorte había sido adecuadamente archivado. Ahora todo eso se hacía con ordenadores último modelo, potentes terminales con enormes pantallas. Los bibliotecarios se limitaban a repasar cada artículo, marcar las personas y palabras clave, y pasarlos luego a archivos electrónicos. Cowart prefería el viejo método. Le gustaba arreglárselas con un puñado de recortes emborronados, para elegir bien lo que necesitaba. Era como tener un pedazo de historia entre las manos. El de ahora era un método rápido, eficaz e impersonal. Y él nunca perdía la ocasión de fastidiar a los bibliotecarios al respecto cada vez que acudía a la hemeroteca.

Nada más entrar, una joven se fijó en él. Era rubia, con una llamativa melena, alta y esbelta. Llevaba gafas de montura metálica, y a veces miraba por encima de ellas.

—No lo digas, Matt.

—¿Que no diga el qué?

—No digas lo de siempre. Que te gustaba más el viejo método.

—No lo diré.

—Bien.

—Pero porque tú me lo has pedido.

—Eso no vale —rió la joven. Se levantó y se acercó hasta el lugar del mostrador donde él esperaba de pie—. ¿En qué puedo ayudarte?

—Laura, la bibliotecaria. ¿Alguien te ha dicho alguna vez que te dejarás los ojos mirando todo el día esa pantalla de ordenador?

—Todo el mundo.

—Imagina que te doy un nombre…

—Y yo haré el viejo truco informático.

—Robert Earl Ferguson.

—¿Qué más?

—Corredor de la muerte. Condenado hace tres años en el condado de Escambia.

—Veamos…

La joven se sentó remilgadamente ante un ordenador y después de introducir el nombre pulsó una tecla. La pantalla se quedó en blanco, salvo por una única palabra que parpadeaba en una esquina: «Buscando.» Luego la máquina pareció hipar y escupió unas palabras.

—¿Qué dice? —preguntó.

—Hay un par de entradas. Déjame comprobarlo. —Pulsó otra tecla y otro grupo de palabras apareció en pantalla. Leyó los titulares—: «Ex universitario condenado a muerte por el asesinato de una niña»; «Apelación denegada en el caso de asesinato en Pachoula»; «El Tribunal Supremo de Florida admitirá causas del corredor de la muerte». Eso es todo. Tres noticias. Todas publicadas en la edición de la costa del Golfo; ninguna en la edición nacional, salvo la última, que se podría considerar un resumen.

—No es demasiado para tratarse de un asesinato y una pena de muerte —dijo Cowart—. ¿Sabes?, en los viejos tiempos parecía que cubríamos todos los juicios por asesinato…

—Ya no.

—Entonces se le daba más importancia a la vida.

La chica se encogió de hombros.

—La muerte violenta solía causar más sensación que ahora, y tú eres demasiado joven para hablar de los viejos tiempos. Quizá te refieras a los setenta… —Sonrió y Cowart rió con ella—. De todas maneras, últimamente la pena de muerte no es ninguna novedad en Florida. Ahora mismo tenemos… —reclinó la cabeza y miró al techo un momento— más de doscientos hombres en el corredor de la muerte. El gobernador firma un par de órdenes de ejecución al mes. Eso no quiere decir que se lleguen a consumar, pero… —Lo miró y sonrió—. Pero bueno, tú ya sabes todo esto; escribiste esos editoriales el año pasado sobre el hecho de ser una nación civilizada, ¿correcto?

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