Juicio Final (7 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

Cowart respiró hondo y trató de asimilar aquello. De repente sintió que le faltaba aire, como si las paredes se hubieran caldeado, como si él se estuviera asando en el repentino bochorno.

—¿Y después? —preguntó.

—Ya lo ve, estoy aquí —contestó Ferguson.

—¿Le ha contado esto a su abogado?

—Por supuesto. Él señaló lo obvio: era la palabra de dos agentes de policía contra la mía. Y en medio había una preciosa niña blanca asesinada. ¿A quién le parece que iban a creer?

Cowart asintió.

—¿Y por qué iba a creerle yo ahora?

—No lo sé. —Por un instante, fulminó a Cowart con la mirada—. A lo mejor, porque le estoy diciendo la verdad.

—¿Se sometería al detector de mentiras?

—Ya lo hice con mi abogado. Aquí tengo los resultados. Esa puta máquina dijo que eran «no concluyentes». Creo que estaba demasiado nervioso cuando me pusieron todos esos cables. No me hizo ningún bien, pero si quiere volveré a intentarlo. No sé si servirá de algo, no puedo presentarlo como prueba.

—Cierto. De todos modos necesito algo que corrobore su versión.

—Sí, lo sé. Pero eso es lo que ocurrió, ¡joder!

—¿Cómo puedo confirmar su historia para luego publicarla en el periódico?

Ferguson pensó por un momento, sin apartar sus ojos de los de Cowart. Al cabo de unos segundos, un atisbo de sonrisa traspasó parte de la gravedad de aquel rostro.

—La pistola —dijo—. Eso podría servir.

—¿Cómo?

—Bueno, recuerdo que antes de meterme en aquel cuartucho, hicieron aspavientos inspeccionando sus armas reglamentarias en la entrada. Brown llevaba una pequeña sorpresa escondida en el tobillo. Apuesto a que le mentirá sobre aquella pistola, y si usted hallara la manera de lograr que meta la pata…

Cowart asintió.

—Tal vez.

Ambos volvieron a guardar silencio. Cowart bajó la mirada hacia la grabadora y vio que la cinta giraba.

—¿Por qué usted? —preguntó.

—Les iba al dedillo. Yo estaba allí y era negro y tenía un coche verde. Y mi grupo sanguíneo era el mismo… aunque eso lo descubrieron más tarde. El caso es que yo estaba allí y la comunidad estaba a punto de enloquecer; quiero decir, la comunidad blanca. Buscaban a alguien y me tenían a mano. ¿Quién mejor?

—Parece un razonamiento convincente.

Los ojos de Ferguson relampaguearon y Cowart vio que apretaba el puño. Observó cómo el preso luchaba por recuperar el control.

—Aquí siempre me han odiado porque no soy uno de esos pobres palurdos negros de pueblo con los que están acostumbrados a tratar. No soportaban que fuera a la universidad, les molestaba que conociera la vida de la gran ciudad. Me conocían y me odiaban. Por lo que era y por lo que iba a ser.

Cowart iba a formular una pregunta, pero Ferguson se aferró al borde de la mesa para serenarse. Apenas podía contener la voz y Cowart se vio invadido por su rabia. Los tendones se marcaban en el cuello del preso, su rostro enrojecía, la voz había perdido firmeza y temblaba de emoción. Cowart veía cómo Ferguson se debatía consigo mismo, como si estuviera a punto de estallar bajo la tensión del recuerdo. En aquel momento, Cowart se preguntó cómo sería ponerse en el camino de toda aquella furia.

—Vaya allí. Eche un vistazo a Pachoula, condado de Escambia. Está al sur de Alabama, a unos cuarenta o cincuenta kilómetros. Hace medio siglo, cuando llevaban trajes blancos con pequeños capirotes y cruces en llamas, se habrían limitado a colgarme del árbol más cercano. Pero los tiempos han cambiado —dijo con amargura—, aunque no mucho. Ahora cuelgan a las personas con todas las ventajas y la parafernalia de la civilización. Tuve un juicio, sí señor. Tuve un abogado, sí señor. Fui juzgado por mis iguales, sí señor. Gocé de todos mis derechos constitucionales, sí señor. ¡Joder! Un puto linchamiento justo y legal. —La voz le temblaba—. Vaya allí, señor periodista blanco, empiece a hacer preguntas, y verá. ¿Acaso cree que estamos en los noventa? Va a descubrir que las cosas no han evolucionado tan rápido. Ya lo verá.

Se reclinó en la silla, desafiando a Cowart con la mirada.

Los sonidos de la prisión parecían lejanos, como si vinieran de paredes, pasillos y celdas a kilómetros de distancia. De pronto, Cowart se percató de lo pequeña que era aquella sala. «Una historia sobre espacios reducidos», pensó. Sintió cómo el preso irradiaba oleadas de odio; una incesante corriente de frustración y desesperación por la que él mismo se vio arrastrado.

Ferguson siguió mirando a Cowart.

—Vamos, Cowart. ¿Piensa que la vida es igual en Pachoula que en Miami?

—No.

—Claro que no. ¿Y sabe qué es lo más gracioso de todo esto? Si yo hubiera cometido ese crimen, cosa que no hice, ¿qué pasaría si hubiera sido en Miami? ¿Sabe qué habría ocurrido con las pruebas falsas presentadas en mi contra? Que me habrían ofrecido un trato: homicidio involuntario y sentencia de cinco años; tal vez cuatro. Y eso sólo en caso de que mi abogado de oficio no lo negara todo, que lo habría hecho. No tengo antecedentes. ¿Qué le parece que habría ocurrido en Miami, señor Cowart?

—Tal vez esté en lo cierto. En Miami se le ofrecería un trato. Sin duda.

—Pero en Pachoula la pena de muerte. Sin duda.

—Es el sistema.

—A la mierda el sistema. Al infierno. Y una cosa más: yo no lo hice. Yo no cometí ese crimen. Vale, no soy perfecto, en Newark me metí en líos de adolescente, igual que en Pachoula, puede comprobarlo. Pero, ¡coño!, yo no maté a esa niña. —Hizo una pausa—. Aunque sé quién lo hizo.

Ambos guardaron silencio por un instante.

—¿Quién y cómo? —preguntó Cowart.

Ferguson se meció en la silla. Cowart vio una sonrisa; no una mueca, ni el presagio de una carcajada, sino una especie de amarga cicatriz. Algo había desaparecido, parte de la intensidad de su ira, porque Ferguson cambió en segundos con la misma facilidad con que antes había cambiado de acento.

—Todavía no se lo puedo decir —respondió.

—Venga ya —replicó Cowart—. No me venga con evasivas.

Ferguson negó con la cabeza.

—Se lo diré, pero sólo cuando me crea.

—¿A qué está jugando?

Ferguson se inclinó, reduciendo el espacio entre ambos, y fijó en Cowart una mirada aterradora.

—Esto no es un puto juego —susurró—. Es mi puta vida; quieren quitármela, ¿sabe?, y ésta es mi mejor carta. No me pida que la enseñe antes de tiempo.

Cowart no contestó.

—Vaya a comprobar lo que le he contado. Y entonces, cuando se convenza de que soy inocente, cuando vea que esos cabrones me han condenado injustamente, entonces se lo diré.

Cuando un hombre desesperado te pide que juegues, como Hawkins le había dicho una vez, es mejor que lo hagas siguiendo sus reglas.

Cowart asintió con la cabeza.

Se hizo el silencio. Ferguson clavó sus ojos en los de Cowart, esperando una respuesta. Ninguno de los dos se movió, como si estuvieran ligados el uno al otro. Cowart cayó en la cuenta de que no le quedaba otra alternativa, de que ése era el dilema del periodista: había escuchado una historia sobre la injusticia y el mal. Y ahora se veía obligado a descubrir la verdad; no podía marcharse tan tranquilo.

—Así pues, señor Cowart —concluyó Ferguson—, ésa es la historia. ¿Va a ayudarme?

Cowart pensó en los miles de palabras que había escrito sobre muerte y agonía, sobre todas las historias de tormento y dolor que habían pasado por sus manos para dejarle una minúscula cicatriz, el germen de sus terribles pesadillas. En ninguno de sus artículos había escatimado nunca un ápice de desesperación. Y tampoco había salvado nunca ninguna vida.

—Haré lo que pueda —respondió.

3
Pachoula

El condado de Escambia está enclavado en el rincón más septentrional de Florida, y delimita en dos vertientes con el estado de Alabama. Comparte ciertos rasgos culturales con los estados que quedan inmediatamente al norte. Antes era una zona rural, con muchas granjas de subsistencia escalonadas en las verdes colinas y separadas por densos bosques de pinos achaparrados y por los rizados zarcillos de grandes sauces y viñas. Pero en años recientes, y al igual que buena parte de los estados del Sur, el condado ha asistido al auge de la construcción; se ha procedido a la urbanización de terrenos, como en el caso de su principal población, la ciudad portuaria de
Pensacola
, que ha levantado centros comerciales y barrios residenciales donde antes había campo abierto. Pero, al mismo tiempo, ha conservado una cenagosa hermandad con Mobile, ahora más cerca gracias a la interestatal, y con las regiones de agua salada y mareas asentadas en el Golfo. Como muchas regiones del Sur profundo, posee el aire contradictorio de acendrada pobreza y nuevo orgullo, un sentido de lugar duro avivado por generaciones a las que vivir allí les ha parecido no necesariamente fácil, pero sí mejor que cualquier otro lugar.

El vuelo regular nocturno hasta el pequeño aeropuerto consistió en una espantosa serie de sacudidas y descensos que revolvían el estómago al bordear unos gigantescos nubarrones que parecían molestos con la intrusión del avión bimotor. La cabina de pasajeros tanto se iluminaba con ráfagas de luz como se quedaba a oscuras, según el avión entraba y salía de los nubarrones y a medida que los rojos fogonazos de sol iban desapareciendo rápidamente sobre el golfo de México. Cowart oyó cómo los motores se afanaban contra fuertes vientos, un runruneo que subía y bajaba como la respiración de un atleta. Se mecía a merced del avión, pensando en el hombre del corredor de la muerte y en lo que le aguardaba en Pachoula.

Ferguson había desatado una guerra interna en Cowart, quien había salido de la entrevista repitiéndose que sería objetivo, que lo escucharía todo y que sopesaría cada palabra con ecuanimidad. Al mismo tiempo, miraba a través de la empapada ventanilla del avión y sabía que no estaría volando rumbo a Pachoula si esperara que lo convencieran de que la versión del preso era falsa. Mientras el avión se deslizaba por el cielo, Cowart apretaba los puños al recordar la voz de Ferguson cargada de gélida ira. Entonces pensó en la niña. «Once años. Demasiado joven para morir. Recuerda eso también.»

Aterrizaron en medio de una tempestad torrencial, y se deslizaron por la pista a toda velocidad. Por la ventanilla, Cowart vio una hilera de árboles de hoja perenne en los confines del aeropuerto, oscuros y negros contra el cielo.

Atravesó la creciente oscuridad en su coche de alquiler en dirección al Admiral Benbow Inn, en las afueras de Pachoula, a escasa distancia de la interestatal. Después de inspeccionar la habitación modesta y agobiantemente ordenada, fue al bar del hotel, se hizo sitio entre dos viajantes y pidió una cerveza a la camarera. El pelo ralo y castaño de la joven le endurecía tanto las facciones que toda ella parecía fruncir el entrecejo; incluso los labios, una tensa línea que se quejaba de servir demasiadas bebidas a demasiados viajantes y de rechazar demasiadas proposiciones de tipos que bebían whisky escocés y ginger ale. Sin dejar de mirar a Cowart, le sirvió una cerveza de barril, intuyendo cuándo la espuma estaba a punto de rebasar el borde de la jarra.

—Usted no es de por aquí, ¿no?

Cowart negó con la cabeza.

—No me lo diga —le dijo la joven—. Me gusta adivinarlo. Usted diga: la lluvia en Sevilla es una pura maravilla.

Él rió y repitió la frase.

Ella le sonrió, y eso le restó algo de dureza a su gesto.

—No es de Mobile ni de Montgomery, eso seguro. Ni siquiera de Tallahassee o Nueva Orleans. Una de dos: de Miami o de Atlanta; pero si es de Atlanta, entonces no puede ser originario de allí, sino de algún lugar como Nueva York, y entonces Atlanta es para usted su residencia temporal.

—No está mal —respondió Cowart—. Miami.

La joven lo observó, satisfecha consigo misma.

—Veamos —dijo—. Su traje es muy bonito, aunque muy clásico, como el que llevaría un abogado… —Se inclinó sobre la barra del bar y con el pulgar y el índice le palpó la solapa de la chaqueta—. Agradable. No como los príncipes de poliéster que venden el suplemento vitamínico para ganado que solemos usar aquí. Pero el pelo lo lleva un poco greñudo por encima de las orejas y veo que empiezan a salirle un par de mechones blancos. Así que tendrá… ¿qué, unos treinta y cinco?; un poco mayor para hacer de recadero. Si fuera un abogado de esa edad, debería tener un ayudante recién licenciado para que se ocupase de venir a sitios como éste en su nombre. Tampoco lo imagino de policía, no tiene aspecto de serlo, y no creo que se dedique a la propiedad inmobiliaria ni a los negocios. Tampoco tiene pinta de vendedor, como esos tipos. Entonces, ¿qué traería por aquí a alguien como usted, directamente desde Miami? Sólo se me ocurre una cosa: usted es un periodista en busca de la gran noticia.

Cowart se echó a reír.

—Bingo. Y por cierto, tengo treinta y siete.

La joven se volvió para poner otra cerveza, que sirvió a un hombre, y siguió hablando con Cowart:

—¿Sólo está de paso? No me imagino qué clase de noticia le ha traído hasta Pachoula. Por si todavía no se ha dado cuenta, aquí no pasan muchas cosas.

Cowart vaciló, preguntándose si debía mantener el pico cerrado. Luego se encogió de hombros y pensó: «Si esta chica adivinó mi profesión en los dos primeros minutos, va a ser un secreto a voces cuando empiece a hablar con policías y abogados.»

—Un caso de asesinato —dijo.

Ella asintió con la cabeza.

—Tenía que serlo. Ahora me tiene intrigada. ¿Qué clase de caso? ¡Vaya!, no recuerdo el último asesinato que hubo aquí. Aunque no puedo decir lo mismo de Mobile o
Pensacola
. ¿Está investigando a los narcotraficantes? ¡Por Dios!, dicen que cada noche introducen toneladas de cocaína por todos los rincones del Golfo. A veces pasa por aquí algún hispano; de hecho, la semana pasada vinieron tres tipos muy elegantes, con esos pequeños buscas en los cinturones. Se sentaron como si fueran los amos del local y pidieron una botella de champán antes de cenar. Tuve que pedir al camarero que fuera a buscarla a la licorería. No costaba adivinar qué estaban celebrando.

—No, no es sobre drogas. ¿Cuánto tiempo lleva aquí?

—Un par de años. Vine a
Pensacola
con mi marido, que era aviador. Ahora sigue volando pero ya no es mi marido, y yo estoy aquí, hundida en la miseria.

—¿Recuerda el caso, hace unos tres años, de la niña Joanie Shriver? ¿Supuestamente asesinada por un tal Robert Earl Ferguson?

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