Juicio Final (42 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Intriga

—Un sitio ideal para matar —dijo Brown.

La casa estaba precintada con cinta amarilla de la policía. El detective pasó por debajo y Cowart lo siguió hasta doblar la esquina.

—Por ahí —dijo Brown señalando la puerta trasera.

—Está sellada.

—Y una mierda. —Abrió la puerta de un simple tirón, rompiendo la cinta amarilla.

En la cocina todavía era perceptible el olor a muerte, que mezclado con el bochorno convertía la estancia en un nicho asfixiante. Había rastros de las pesquisas de la policía por toda la habitación. Polvo para huellas dactilares sobre la mesa y las sillas, marcas de tiza y flechas que señalaban algunos rincones. Los charcos de sangre reseca seguían en el suelo aunque podía apreciarse que se habían tomado muestras. Cowart observó cómo el detective examinaba y evaluaba cada indicio.

Brown analizó la cocina mentalmente. Primero visualizó al equipo de forenses procesando el escenario, la rutina de la muerte. Se arrodilló junto a un charco de sangre que parecía casi negro en contraste con el claro linóleo del suelo. Lo rascó con un dedo, notando la consistencia pastosa de la sangre seca. Al levantarse, se imaginó al hombre y la mujer atados y amordazados, aguardando la muerte. Por un momento se preguntó cuántas veces se habrían sentado en aquellas mismas sillas, compartiendo el desayuno o la cena o discutiendo sobre la Biblia o cumpliendo con los ritos de su rutina. Ésa es una de las peores partes de trabajar en homicidios; caer en la cuenta de que la banalidad y la monotonía en que vive la mayoría de las personas pueden transformarse de repente en algo maligno; de que los lugares que se tenían por seguros son ahora escenario de muerte. De todos los heridos que había visto en la guerra, los que más le impresionaban eran los heridos por mina: pies amputados y cosas peores. No era tanto el inhumano efecto de las minas como su manera de actuar: uno daba un paso y el daño ya estaba hecho. Los más afortunados sólo perdían el pie. ¿Sabía esta gente que vivía sobre un campo de minas?, se preguntó. Se volvió hacia Cowart.

«Al menos lo entiende», pensó. Ni siquiera el suelo es lugar seguro. Brown salió de Ja cocina y dejó a Cowart de pie al lado de la oscura mancha.

Recorrió rápidamente la casa haciendo inventario de las vivencias que en ella debían de acumularse. «Vidas insulsas —pensó—, entregadas a Jesucristo y a la espera de la muerte. Probablemente creían que la edad apagaría sus vidas, pero no fue así.» Se detuvo ante un pequeño armario del dormitorio y admiró la cantidad de zapatos y zapatillas alineados en el suelo, como un regimiento desfilando. Su padre hacía lo mismo; a los ancianos les gusta que cada cosa esté en su sitio. En una esquina había una canastilla con labores, carretes de hilo y largas agujas plateadas. Eso le sorprendió: ¿qué podía tejerse en aquellas latitudes? ¿Un jersey? Ridículo. Acertó a ver un par de figuritas de escayola en la mesilla de noche, dos azulejos con el pico abierto como si estuvieran cantando. «¿Y vosotros? —les dijo mentalmente—. ¿No visteis al asesino?» Movió la cabeza pensando en lo absurdo de la situación. Sus ojos siguieron peinando la pieza. «Un cuarto poco confortable. ¿Quién os mató?», se preguntó. A continuación regresó a la cocina, donde encontró a Cowart contemplando el suelo salpicado de sangre.

—¿Alguna novedad? —preguntó Cowart alzando la vista.

—Sí.

—¿Y bien? —preguntó Cowart con sorpresa e impaciencia.

—He llegado a la conclusión de que me gustaría morir solo en algún lugar retirado para que nadie venga a hurgar entre mis cosas —contestó Brown.

Cowart echó un vistazo a una marca de tiza en el suelo que ponía «ropa de noche».

—¿Qué es eso? —preguntó Brown.

—La anciana iba desnuda. Su ropa estaba aquí pulcramente doblada, como si se dispusiera a guardarla en un cajón en el momento de ser asesinada.

Brown preguntó bruscamente:

—¿Cómo que pulcramente doblada?

Cowart asintió con la cabeza.

El policía lo miró.

—¿Recuerda dónde encontramos a Joanie Shriver?

—Sí. —Cowart rememoró aquel claro a orillas del pantano. Se daba cuenta de que la pregunta significaba algo pero no estaba seguro de qué. Caminó mentalmente por el claro, recordando el charco de sangre donde la pequeña había sido asesinada, los rayos de sol que penetraban a través de árboles y enredaderas. Fue hasta el borde de las aguas estancadas de la negruzca ciénaga y bajó la vista hasta la maraña de raíces donde fue encontrado el cuerpo de Joanie, luego continuó hasta donde la había dejado el equipo de rescate y por fin le vino a la memoria lo que encontraron junto al lugar del crimen: sus ropas.

Pulcramente dobladas.

Era la clase de pormenores que había mencionado en su primer artículo, un simple detalle que confería verosimilitud a la prosa periodística; daba a entender que el asesino de la pequeña poseía un talante metódico, lo cual le hacía a la vez más tangible y más abominable. Se volvió hacia el detective.

—Esto es una señal.

Brown, acometido por una súbita furia, dejó que la rabia fluyera por su interior unos instantes antes de atajarla y deshacerse de ella.

—Puede ser —dijo lacónico—. Ojalá lo sea.

Cowart señaló en torno a la casa.

—¿Hay algo más que sugiera que…?

—No. Nada. Algunas cosas podrían hacer pensar en quien ha muerto pero no en su asesino. A excepción del detalle de la ropa. —Miró a Cowart antes de continuar—. Aunque usted quizá prefiera seguir pensando que es una coincidencia.

Y echó a andar por el ensangrentado suelo y salió de la casa sin mirar atrás, con la certidumbre de que los rayos del sol ya no podían arrojar luz sobre nada relevante.

Ambos hombres se alejaron a paso lento del escenario del crimen en dirección al coche.

—¿Alguna opinión profesional? —preguntó Cowart.

—Sí.

—¿Y bien?

El policía vaciló antes de contestar.

—Verá Cowart, en algunos escenarios es posible sentir emociones apenas llegas al lugar. Rabia, odio, pánico, miedo, lo que sea; ahí están, flotando en el aire, como un perfume. Pero ¿ahí? ¿Qué hay ahí dentro? Sólo alguien haciendo su trabajo, como usted o como yo o como el cartero que estaba aquí cuando usted encontró los malditos cuerpos. Quienquiera que entrara ahí para cargarse a esos ancianos sabía lo que se hacía. No tenía miedo, y tampoco era codicioso. Sólo tenía una cosa en mente. Y la hizo.

Cowart asintió.

Brown abrió la puerta del conductor y, antes de sentarse al volante, miró a Cowart por encima del techo.

—Si la pregunta es si he visto algo ahí dentro que me asegure que Ferguson es el asesino… —Negó con la cabeza—. Pero quien hizo esto se tomó su tiempo para doblar la ropa con todo cuidado y sabía manejar bien un cuchillo. Y yo sé de alguien al que los cuchillos le encantan.

Salieron de los Cayos Altos, dejando el condado de Monroe a sus espaldas y entrando otra vez en Dade, lo que hizo que Cowart se sintiera de nuevo en territorio familiar. Dejaron atrás una señal que indicaba a los turistas el camino del Shark Valley y el parque nacional de los Everglades y continuaron en dirección a Miami, hasta que Brown sugirió hacer una parada para comer algo. El detective se negó a entrar en unos cuantos establecimientos de comida rápida, hasta que llegaron a la zona de Perrine y Homestead. Abandonaron la autopista y se adentraron por una serie de callejuelas plagadas de baches. Cowart contempló las casas: pequeñas, cuadradas, edificios de un solo piso con ventanas de celosía abiertas y tejados planos de teja roja ornados con descomunales antenas de televisión. Los jardines delanteros estaban todos mustios y llenos de basura, con alguna que otra porción de hierba verde. En más de uno había coches sostenidos sobre bloques y piezas esparcidas por la hierba. Los pocos niños que vio jugando en la calle eran negros.

—¿Ha estado alguna vez en esta parte del condado, Cowart?

—Desde luego.

—¿Cubriendo algún asesinato?

—Así es.

—Jamás se les ocurrirá venir por aquí para escribir un artículo sobre los chavales que consiguen becas para la universidad o los padres que tienen dos empleos para educar a sus hijos como Dios manda.

—Eso no es verdad.

—Pero apuesto a que no es lo habitual.

—No, ahí le doy la razón.

El policía observó los alrededores.

—¿Sabe? Debe de haber un centenar de sitios como éste en Florida. Quizás un millar.

—¿Qué quiere decir?

—Sitios a medio camino entre la pobreza y el bienestar. Gentes que no llegan a la clase media-baja. Barrios negros a los que no se les ha permitido ni prosperar ni hundirse, sólo existir. En todas las casas entran dos sueldos, sólo que ambos demasiado exiguos. El hombre seguramente trabaja en el centro de residuos del condado y la mujer cuida a gente mayor. Aquí empieza el sueño americano. Compran una casa, llevan a los chicos al colegio del barrio. Les gusta vivir aquí. Ninguno de ellos pretende hacer fortuna, lo único que quieren es salir adelante y tal vez mejorar un poco. El alcalde es negro, los concejales son negros, probablemente el jefe de policía también es negro, igual que la docena de muchachos que tiene a sus órdenes.

—¿Y usted cómo lo sabe?

—Me llegan ofertas, ¿sabe? Para jefe del departamento de homicidios de algunos condados. Puede que a escala estatal yo no sea un tipo muy conocido, pero tengo mi público, ya me entiende. Voy por todo el estado. Sobre todo por pequeñas localidades como Perrine.

Siguieron a lo largo de varias manzanas. A Cowart la tierra se le antojó dura y estéril a pesar de que en el sur de Florida puede plantarse de todo. De un trozo de tierra cualquiera crecen parras, helechos y vegetación a la que te descuidas. Pero no allí. La tierra tenía una textura polvorienta que parecía corresponder a otro lugar, a Arizona, Nuevo México o cualquier región del suroeste. A algún lugar más cercano al desierto que a las marismas. Brown enfiló un amplio bulevar y por fin detuvo el coche en medio de una pequeña zona comercial. En un extremo había un gran supermercado y al otro, un viejo almacén de juguetes de oferta; entre uno y otro, dos docenas de negocios más pequeños y un restaurante.

—Allá vamos —dijo el teniente—. Al menos la comida será fresca y no cocinada a base de fórmulas diseñadas por ratas de oficina.

—De modo que ya ha estado aquí.

—No, pero he estado en docenas de sitios parecidos. Al final acabas reconociéndolos por su aspecto. —Sonrió—. Ser poli consiste en eso, ¿recuerda?

Cowart se quedó observando el almacén de juguetes.

—Estuve aquí una vez. Un hombre secuestró a una mujer y a su hijo cuando salían del almacén. Los eligió al azar. Los hizo subir a su coche y los llevó de un lado para otro durante medio día, parando de vez en cuando con la intención de forzar a la mujer. Un policía fuera de servicio le dio el alto tras notar algo sospechoso. Les salvó la vida. El tipo sacó un cuchillo y él le disparó. Un solo tiro. Le atravesó el corazón. Un disparo providencial.

Brown se quedó parado y siguió la mirada de Cowart hasta el almacén de juguetes.

—Estaban comprando cosas para la fiesta del segundo cumpleaños del niño —dijo el periodista—. Globos, sombreros de verbena con dibujos de payasitos. Cuando los rescataron aún llevaban la bolsa.

Recordó la bolsa que la mujer sostenía con la mano libre. De la otra llevaba al niño mientras los acompañaban hasta una ambulancia. Les habían echado una manta por encima, a pesar de que era mayo y el calor era sofocante. Una experiencia como ésa deja helado a cualquiera.

—¿Por qué les dio el alto aquel agente? —preguntó Brown.

—Dijo que el conductor se comportaba de forma sospechosa. Se tapaba con las manos. Procuraba que no le vieran la cara.

—¿En qué página salió el artículo?

Cowart dudó, luego respondió:

—En primera plana.

El detective movió la cabeza.

—Ya sé por qué el agente le dio el alto —dijo—. Mujer blanca, hombre negro. ¿Me equivoco?

Cowart tardó en admitirlo.

—¿Por qué quiere saberlo?

—Vamos, Cowart. Antes le interesaban las estadísticas, ¿se acuerda? Quería saber si yo conocía los datos del FBI acerca de los crímenes de negros contra blancos. Pues sí, los conozco. Y lo que también sé es que eso fue lo que hizo que su artículo de los cojones apareciera en primera plana en vez de quedarse a mitad de la sección de sucesos. Porque si los secuestrados hubiesen sido negros no habría salido de ahí, ¿verdad?

Cowart quería negarlo, pero era imposible.

—Es posible.

El policía soltó un bufido.

—¡Es posible! Una respuesta muy diplomática, Cowart. —Hizo un gesto con el brazo—. ¿Cree que el jefe de la sección local habría enviado a una de sus estrellas a un sitio como éste sin la absoluta certeza de que el artículo iba a salir en primera plana? Y un cuerno. Habría mandado a un becario o a cualquier reportero de tercera para que redactara unos parrafitos.

Brown echó a andar hacia la puerta del restaurante, y mientras cruzaba el aparcamiento dijo:

—¿Quiere saber una cosa, Cowart? ¿Quiere saber por qué aquí la vida es dura? Porque aquí todo el mundo sabe lo cerca que están del gueto. Y no estoy hablando de distancias. ¿A cuánto queda Liberty City, a cincuenta, quizá sesenta kilómetros? No; es el miedo lo que está cerca. Saben que no tendrían el mismo dinero, las mismas actividades, las mismas escuelas, nada sería lo mismo. Por eso se aferran al sueño de la clase media como si fuera un balón de oxígeno. Todos saben cómo son las cosas en el gueto, su presencia es como un remolino que trata de engullirlos a todas horas. La única manera de mantenerlo a distancia es con sus empleos esclavizantes, con los cheques que se gastan en cuanto les caen en las manos, con sus casas pequeñas y agobiantes.

—¿Y qué me dice del norte de Florida? De Pachoula.

—Lo mismo. Sólo que allí está además el miedo a que el viejo Sur vuelva a convertirse en un lastre para ellos. Ya sabe, miseria y atraso de cabañas de cartón alquitranado sin retrete.

—¿No es de ahí de donde salió Ferguson? ¿De ambos?

El detective asintió.

—Pero prosperó y se abrió camino.

—Como usted.

Brown se detuvo y lo encaró.

—Como yo —reconoció con un gruñido—. Pero me parece una comparación muy poco afortunada.

Entraron en el restaurante.

La hora de comer había pasado hacía rato pero aún era pronto para cenar, así que tenían el local para ellos solos. Se sentaron en un reservado con vistas al aparcamiento. Una camarera con un entallado uniforme blanco que acentuaba su prominente busto, chicle en boca y aire hastiado les tomó nota y pasó el encargo a través de una ventanilla al único trabajador de la cocina. A los pocos segundos oyeron el ruido de hamburguesas friéndose y poco después les llegaba ya el aroma.

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