Comieron en silencio. Cuando terminaron, Brown pidió tarta de lima y café. Comió un pedazo y a continuación cortó otro, pero esta vez le ofreció el tenedor a Cowart.
—Mmm, tarta casera, Cowart. Debería probarla. En Pachoula no tenemos de ésta. Al menos no tan buena.
El periodista rehusó con la cabeza.
—Joder, Cowart, apuesto a que es usted de esos que frecuentan los locales de comida macrobiótica. Por eso tiene esa pinta tan magra y ascética, porque come como los conejos.
Cowart se encogió de hombros, resignado.
—Seguro que también bebe esa mierda de agua embotellada francesa.
Mientras el detective hablaba, Cowart se fijó en que la camarera pasaba por detrás de él y se paraba ante un reservado. Llevaba una espátula en la mano y empezó a rascar algo de la ventana. Por un instante se oyó el sonido de la espátula contra el cristal. Luego se enderezó y se guardó un pequeño cartel bajo el brazo. A Cowart le dio tiempo de distinguir un rostro joven. La camarera ya estaba a punto de alejarse cuando, por algún motivo que no acertó a comprender, la llamó con un gesto.
Ella se acercó a la mesa.
—¿Va a querer tarta usted también?
—No. Es que me ha picado la curiosidad al verla con el cartel —dijo señalando al papel que la chica llevaba enrollado bajo el brazo.
—¿Éste? —dijo y se lo tendió.
Cowart lo desplegó sobre la mesa.
En el centro del cartel había una fotografía de una niña negra con coletas sonriendo. Bajo la fotografía, en mayúsculas de gran tamaño, la palabra «DESAPARECIDA», seguida de un mensaje en tamaño menor: «Dawn Perry, 12 años, 1.54 m, 47 kg, desaparecida la tarde del 12-8-90, vestía pantalón corto azul, camiseta blanca y zapatillas de deporte; llevaba una mochila. Comuníquese cualquier información al 555-1212, preguntar por el detective Howard.» Al final se leía en letras grandes: «Se gratificará.»
Cowart miró a la camarera.
—¿Qué ha pasado?
La mujer levantó los hombros sugiriendo que dar esa información no formaba parte de su trabajo.
—No sé. Una niña. Un día está y al otro no.
—¿Por qué saca el cartel?
—Porque lleva mucho tiempo ahí. Meses y meses. Y nadie ha dado con ella todavía, no creo que el cartel sirva de mucho. Además, el jefe me dijo ayer que lo quitase y yo me había olvidado hasta ahora.
Brown había leído el cartel. Levantó la vista.
—¿La policía no ha averiguado nada?
—No que yo sepa. ¿Desean algo más?
—La cuenta —contestó Brown sonriendo. Dobló el cartel y lo dejó sobre la mesa—. Yo me encargaré de esto por usted.
La camarera se fue a buscar el cambio.
—Da que pensar, ¿eh? —añadió Brown—. Cuando tienes la cabeza en esto empiezan a saltarte a la vista toda clase de cosas horribles, ¿eh, Cowart?
Este no contestó, así que el detective continuó:
—Lo que quiero decir es que te acercas a la muerte y de repente ves cosas sospechosas por todas partes, cosas que pasarías por alto, por normales y cotidianas, si no fuera porque toda tu atención está centrada en cómo y cuándo se asesina a la gente.
Cowart asintió.
Brown se apoyó en el respaldo tras acabarse la tarta.
—Ya le dije que la comida era fresca —dijo. Luego se echó hacia delante bruscamente, acortando la distancia entre ambos—. Le quita a uno el apetito, ¿eh, Cowart? Una buena coincidencia reservada para los postres. —Dio unos golpecitos al cartel doblado—. Claro que quizá todo quede en nada, ¿no? Otra niña desaparecida. Seguramente no encaja en el
puzle
, pero no deja de ser interesante. Una chiquilla que desaparece no muy lejos de la autopista de los cayos. Me pregunto si se la llevarían de la puerta del colegio.
—A más de cien kilómetros de Tarpon Drive —observó Cowart. El detective asintió con la cabeza—. Y nada que haga pensar en una relación con los casos que tenemos entre manos.
—Entonces —dijo Brown—, ¿por qué ha querido ver el cartel?
El policía lo arrugó hasta convertirlo en una bola, se lo guardó en el bolsillo y se levantó dispuesto a salir del restaurante.
Se quedaron parados en la acera. Cowart miró hacia el almacén de juguetes y vio que ante la puerta había sentado un hombre con una camisa azul y una porra en el cinturón. «Seguridad», pensó. Se preguntó por qué no había reparado antes en él. Supuso que debían de haberlo contratado a raíz del secuestro, como si la presencia del guardia pudiera evitar que otro rayo volviera a caer en el mismo sitio. Recordó que, incluso con la policía a las puertas, la gente seguía acudiendo al establecimiento y que el torrente de niños y adultos, con sus bolsas de plástico llenas de juguetes, no cesó, ajeno a la monstruosidad que había empezado en aquella misma acera.
Se volvió hacia Brown.
—¿Y ahora qué? Hemos ido a los cayos y lo único que tenemos son más interrogantes. ¿Qué toca ahora? ¿Por qué no vamos a ver a Ferguson?
El detective negó con la cabeza.
—No, vamos antes a Pachoula.
—¿Porqué?
—Pues porque sería bueno comprobar que al menos Sullivan le contó la verdad acerca de una cosa, ¿no?
Los dos hombres se separaron no sin recelo al poco de llegar a Miami y de que cayera sobre ellos la oscura noche. El calor del día parecía permanecer en el aire y confería a la penumbra un peso y una textura particulares. Cowart dejó a Brown en el Holiday Inn del centro, donde había encontrado una habitación. El hotel quedaba justo delante de los juzgados, entre el Orange Bowl y Liberty City, en una especie de tierra de nadie urbana poblada de hospitales, edificios de oficinas, la cárcel y una inquietud omnipresente.
Ya en la habitación, Brown se quitó la chaqueta y los zapatos, se sentó en el borde de la cama y marcó un número de teléfono.
—Jefatura del condado de Dade. Comisaría sur.
—Póngame con el detective Howard.
Pasaron la llamada a otra línea y poco después respondió una voz masculina, formal y lacónica.
—Detective Howard. ¿En qué puedo ayudarle?
—Soy el teniente Brown, del condado de Escambia…
—¿Qué tal, teniente? ¿Qué puedo hacer por usted? —La voz perdió su tono marcial, reemplazado por cierto aire jocoso.
—Verá —dijo Brown—, busco una ovejilla descarriada. Quizá le parezca un poco raro pero necesito información acerca de una chiquilla, una tal Dawn Perry. Desapareció hace unos meses…
—Sí, iba de camino a casa desde el centro cívico. Por Dios, qué desastre…
—¿Qué ocurrió exactamente?
—¿Sabe algo sobre ella? —preguntó el detective.
—No. Sólo he visto el cartel de desaparecida, pero me recordó un caso anterior. Sólo quería cerciorarme.
—Vaya —suspiró el detective—. Por un momento me ha dado esperanzas.
—¿Qué ocurrió?
—No hay mucho que contar. Una chiquilla normal y corriente va una tarde al centro cívico para la clase de natación. Cuando acaba el colegio montan actividades de todo tipo para los chavales. Las últimas en verla fueron un par de amigas; iba de camino a su casa.
—¿Nadie presenció nada?
—No. Hay una anciana que vive a medio camino. Puede imaginarse cómo es ese barrio, todo son aires acondicionados traqueteando, pero la mujer no puede permitírselo, o sea que estaba en la cocina junto al ventilador. De repente oyó un grito apagado y un coche arrancando a gran velocidad, pero para cuando salió a mirar el coche ya estaba a dos manzanas. Era un coche blanco, de marca nacional. No hay más; ni matrícula ni descripción. La mochila con el bañador se quedó en la calle. Por lo menos la mujer fue diligente. Llamó y lo explicó todo, pero cuando la patrulla llegó a su casa, le tomó declaración y expidió la orden de búsqueda, la niña ya debía de estar bien lejos. ¿Sabe cuántos coches blancos hay en el condado de Dade?
—Muchos.
—Exactamente. De todos modos hicimos lo que pudimos, dadas las circunstancias. Lamentablemente, sólo un canal de televisión emitió su foto aquella noche. No sé, quizá no les pareció lo bastante guapa…
—Quizá demasiado negra.
—Bueno, usted lo ha dicho. No sé yo en qué se basarán esos cabronazos para decidir qué es noticia y qué no lo es. Tras colgar los carteles, recibimos un par de docenas de llamadas que decían haberla visto por aquí, por allá y por acullá. Pero nada. Hicimos un buen seguimiento de la familia, por si la hubiera raptado algún conocido, pero los Perry son muy buena gente. Él trabaja en las oficinas de tráfico y ella en la cafetería de una escuela. Una familia sin conflictos. Tienen tres hijos más. ¿Qué más podíamos hacer? Tengo un centenar de expedientes encima de mi mesa: agresiones, allanamientos, robos a mano armada… Incluso podría llegar a resolver un par de casos. Tengo que emplear el tiempo de forma razonable, ¿sabe?, seguro que a usted le pasa lo mismo. Total, que se convirtió en uno de esos casos en que uno se resigna a esperar a que un día alguien dé con el cuerpo y el caso pase a homicidios. Pero puede que ese día no llegue nunca. Aquí tenemos los Everglades a tiro de piedra, no cuesta nada deshacerse de un cuerpo. Normalmente son traficantes de drogas; entran por algún acceso desierto y dejan que el agua de la ciénaga remate su trabajo. Tan simple como eso. Claro que la técnica no es exclusiva suya, ya me entiende.
—Cualquiera podría hacerlo.
—Cualquiera al que le gusten las niñitas y no quiera que cuenten a nadie lo que les ha hecho. —El detective hizo una pausa—. De hecho me sorprende que no haya más casos de éstos. Si uno es capaz de meter a una niña en un coche e irse de rositas, no hay nada que no pueda hacer.
—Pero no ha habido…
—No, no ha habido más casos. Lo he comprobado en Monroe y Broward, pero allí tampoco tienen nada. Busqué en el ordenador y sólo me salieron un par de delincuentes sexuales. Fuimos a por ellos, pero estaban fuera de la ciudad cuando Dawn desapareció. Para entonces ya había pasado un tiempo…
—¿Y?
—Y nada,
nothing
de
nothing
,
rien
de
rien
. No sabemos nada excepto que ya hace un buen tiempo que la niña desapareció. Hábleme ahora de su caso. ¿Tiene algo que ver?
Brown vaciló un instante.
—En verdad, no. El nuestro va de una niña a la salida del colegio. Ya hace tiempo. Tuvimos un sospechoso, pero no sacamos nada en claro. Por poco.
—Vaya. Creí que quizá tendría algo que pudiera ser de ayuda.
Brown le dio las gracias y colgó. Abatido, se acercó a la ventana y contempló la noche. Se distinguía la autopista este-oeste, que atraviesa justo por en medio de Miami para adentrarse en el interior del estado, más allá de los suburbios, el aeropuerto, las plantas industriales y los grandes almacenes, más allá de los barrios periféricos, hacia el pantanoso corazón de Florida. Donde terminan los Everglades y empieza el parque nacional Big Cypress. Ahí están los pantanos de Loxahatchee y Corkscrew, el río Withlacoochee y los bosques de Ocala, Osceola y Apalachicola. En Florida nunca se está lejos de algún lugar oscuro y oculto. Contempló el tráfico que se perdía más allá de su campo visual, los faros parecían trazos fosforescentes en medio de la oscuridad. Se llevó una mano a la frente, como si quisiera taparse los ojos. Se dijo: «Sólo una más de las tantas niñas que desaparecen. A ésta le tocó desaparecer en la ciudad y su caso quedó diluido en medio de los demás terrores cotidianos. Ahí está y de pronto se esfuma, como si nunca hubiera existido, menos para unos pocos a quienes las pesadillas perseguirán para el resto de su vida.» Sacudió la cabeza y pensó que estaba volviéndose paranoico. «Joanie Shriver. Dawn Perry. Siempre desaparecen niñas. Seguramente ayer le tocó el turno a alguna. Y mañana desaparecerá otra. Así, sin más. El colegio. El centro cívico.» Las luces del tráfico seguían atravesando la noche.
Había sólo otra persona en la hemeroteca del
Miami Journal
cuando llegó Cowart. Era una mujer joven, una empleada de ademanes tímidos y desconfiados que dificultaban el diálogo con ella, pues bajaba la cabeza, como si incluso sus propias respuestas la incomodaran. Acompañó a Cowart en silencio hasta un ordenador y se marchó en cuanto él buscó el nombre de «Dawn Perry».
La palabra «buscando» en una esquina de la pantalla, seguida rápidamente por el mensaje «dos entradas».
Las examinó. La primera tenía sólo cuatro párrafos de extensión y correspondía a un aviso de la policía insertado en el suplemento regional que se repartía en el sur del condado. En el periódico no ponía nada. En el encabezamiento se leía: «La policía denuncia la desaparición de una niña de 12 años.» El artículo sólo informaba de que Dawn Perry no había regresado a casa después de la clase de natación en el centro cívico. En la segunda entrada ponía: «La policía admite no tener indicios de la niña desaparecida.» El contenido era algo más largo que el de la primera, pero sólo repetía lo ya sabido. El encabezamiento resumía todos los nuevos datos al respecto.
Cowart imprimió ambos documentos, lo que sólo le llevó un momento. No sabía qué pensar. Tenía poco más de lo que le había explicado la camarera.
Se levantó. Tanny Brown tenía razón, se dijo. «Te estás volviendo loco.»
Miró en torno. Ahora había varios periodistas trabajando con los ordenadores, ensimismados en sus respectivas pantallas. Se las había arreglado para entrar en la hemeroteca sin que le viera nadie del turno de noche, lo cual era un alivio. No quería tener que dar explicaciones sobre lo que se traía entre manos. Se quedó un momento mirando a sus compañeros. Era esa hora de la noche en que todo el mundo quiere irse a casa y las frases que al día siguiente saldrán en el periódico empiezan a acortarse, a dejarse llevar por la fatiga. Podía sentir cómo la lasitud empezaba a hacer mella en él también. Echó una ojeada a las cuartillas que documentaban la desaparición de Dawn Perry. Doce años. «Sale de casa una cálida tarde de agosto para ir a nadar a la piscina municipal. Jamás regresa. Posiblemente lleve meses muerta», pensó. Más de lo mismo.
De pronto le vino un pensamiento a la cabeza, como una iluminación. Volvió al ordenador y buscó por «Robert Earl Ferguson». Al instante apareció el mensaje «veinticuatro entradas». Cowart volvió a sentarse y tecleó «directorio». El ordenador le presentó una lista. Cada entrada tenía la fecha y su extensión aproximada. Cowart repasó la lista de artículos, reconociendo todos y cada uno de ellos. Estaba el primero de sus artículos y los que siguieron, las tablas, luego los artículos sobre la puesta en libertad y por último los más recientes, los escritos tras la ejecución de Sullivan. Volvió a leer la lista y esta vez identificó un artículo del agosto anterior. Miró la fecha y recordó que en ese momento se encontraba de vacaciones en Disney World con su hija. Había pasado un mes desde que Ferguson había sido puesto en libertad, poco después de que el juez declarara nula su sentencia. Y faltaban cuatro días para que Dawn Perry desapareciera de la faz de la tierra.