El Encuentro (14 page)

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Authors: Frederik Pohl

Para entonces, la vida a bordo de la nave había vuelto casi a la normalidad y LaDzhaRi pudo volver a su pintura. Neutralizó las cargas de la sección que había resultado dañada en el ala de absorción de fotones. Laboriosamente recogió el polvo pigmentado que había ido alejándose flotando, pues no podía permitirse el lujo de derrochar tal cantidad.

Era un espíritu ahorrador, el bueno de LaDzhaRi. He de admitir que le encuentro bastante admirable. Era leal a las tradiciones de su gente, aun en circunstancias que a un ser humano le habrían podido parecer demasiado amenazadoras para ser soportables. Porque, sin ser él mismo un Heechee, sabía dónde podía encontrárseles, y sabía que el mensaje lanzado por sus compañeros de tripulación obtendría, tarde o temprano, una respuesta.

Y así fue que, mientras estaba empezando a repintar la zona que debía rehacer, sintió otro roce, éste esperado. Más cercano. Más fuerte. Mucho más insistente y mucho, mucho más amenazador.

9
AUDEE Y YO

Todos estos fragmentos de las vidas de estos amigos —o casi amigos, e incluso a veces ni siquiera eso— míos, estaban empezando a acercarse entre sí. No muy rápidamente. De hecho, no mucho más velozmente que los fragmentos del universo que estaba empezando a replegarse hacia el estado del átomo primordial, hecho que (Albert no hacía más que recordármelo) estaba próximo a suceder por razones que en aquel entonces yo no acababa de entender. (Pero no me preocupaba porque tampoco a Albert le preocupaba entonces.) Por una parte, la tripulación del velero, a quienes costaba aceptar las consecuencias de cumplir con su deber. Por otra, Dolly y Wan de camino a un nuevo agujero negro, sollozando la una y poniendo cara agria el otro en sus respectivos sueños. Y estaban también Audee Walthers y Janie Yee-xing sentados desconsolados en la carísima habitación de su hotel en Rotterdam, porque acababan de enterarse de que yo no había llegado aún. Janie estaba sentada al borde de la cama anisoquinética en tanto Audee arengaba a mi secretaria. Janie tenía un morado en la mejilla, recuerdo del ataque de locura de Lagos, pero Audee llevaba el brazo en cabestrillo, con la muñeca rota. Hasta aquel momento no había sabido que Janie era cinturón en karate.

Con un gesto de dolor, Walthers despidió la conexión y se sentó con la muñeca en el regazo.

—Dice que llegará mañana —masculló—. Me pregunto si le dará el mensaje.

—Claro que se lo dará. Ya sabes que no es humana.

—¿De veras? ¿O sea que era un programa computerizado? —No se le había ocurrido tal posibilidad porque este tipo de cosas no eran frecuentes en el planeta Peggy—. En ese caso, espero que no se olvide de dárselo —dijo consolándose.

Sirvió para los dos sendos vasos de licor de manzana belga que habían comprado de camino al hotel. Dejó la botella, frotándose la muñeca derecha con un gesto de dolor, y dio un sorbo antes de preguntar:

Ya que Robín se empeña en seguir hablando de la cuestión de la «pérdida de masa», me veo obligado a explicar de qué se trata. A finales del siglo veinte, los astrónomos se vieron enfrentados a una insoluble contradicción. Podían constatar que el universo se expandía, y ello gracias a las alteraciones del espectro lumínico.

Pero podían igualmente constatar que había demasiada masa como para que la expansión se produjese. Ello era evidente porque los extremos de las espirales de las galaxias se movían a demasiada velocidad, porque había grupos de galaxias demasiado juntos; hasta nuestra propia galaxia junto con sus compañeras se estaban acercando a un grupo de nebulosas en Virgo a más velocidad de la que debieran. Obviamente, en las observaciones se echaba en falta una masa enorme. ¿Dónde se encontraba?

Había una explicación intuitivamente obvia. Simple y llanamente, que el universo había seguido expandiéndose en los últimos tiempos pero algo había decidido invertir su crecimiento y hacer que se contrajera. Nadie fue capaz de tomar tal posibilidad en serio ni siquiera durante un minuto; nadie, en el siglo veinte.

—Janie, ¿cuánto dinero nos queda?

Ella se inclinó hacia delante y tecleó su código en la pantalla de la Piezovisión.

—Lo suficiente para pasar cuatro días más en este hotel —le informó—. Claro que podemos mudarnos a uno más barato.

Él negó con la cabeza.

—Aquí es donde va a alojarse Broadhead y aquí es donde quiero estar.

—Es una buena razón —contestó Yee-xing con suavidad, con lo cual quería darle a entender que comprendía sus razones: si Broadhead no tenía ganas de ver a Walthers, le sería más difícil darle esquinazo en persona que a través de la PV— Pero entonces, ¿por qué me has preguntado por el dinero?

—Gastémonos parte del dinero en información —le propuso—. Me encantaría saber hasta qué punto es rico Broadhead.

—¿Estás sugiriendo que compremos un informe financiero? ¿Lo que quieres saber es si puede pagarnos un millón de dólares?

Walthers negó con la cabeza.

—Lo que quiero saber —le dijo—, es cuánto más podemos sacarle.

Desde luego que ésos no eran sentimientos muy caritativos, y si lo llego a saber en el momento preciso, hubiera sido mucho más inflexible para con Audee Walthers, mi viejo amigo. O tal vez no. Cuando uno tiene tanto dinero se acostumbra a que la gente le vea a uno como a una especie de cuerno de la abundancia desenroscable en lugar de como a un ser humano, aunque no llega a gustarte.

Aun así, no tenía ninguna objeción que hacerle a su deseo de enterarse de cuanto me pertenecía, al menos tanto como yo dejaba que supieran los servicios que elaboraban los informes financieros. Había mucho en el informe. Muchos intereses en juego en el flete del transporte
S. Ya.
Algunas minas de alimentos y algunas piscifactorías. Muchas empresas de Peggy, incluida (para sorpresa de Walthers) la compañía que le alquilaba su avión. La mismísima compañía de elaboración de informes financieros que les había vendido esa información. Numerosos holdings y compañías de importación-exportación o fletes, punteros todos ellos. Dos bancos; catorce agencias de bienes raíces, con sedes en todas partes desde Nueva York hasta Nueva Gales del Sur e incluso otras dos, una en Venus y otra en Peggy; numerosas compañías más pequeñas y desconocidas, que incluían una compañía de aviación, una cadena de comida rápida, algo llamado «Vida Nueva, S. A.», y algo que se llamaba «PegTex Petroprospecciones».

—¡Dios! —exclamó Audee Walthers—. ¡Ésa es la compañía de Luqman! De modo que he estado trabajando para el muy hijo de puta todo el tiempo.

—¡Y yo! —dijo Yee-xing al ver la parte que hacía referencia a la
S. Ya.
—. ¡Es increíble! ¿Es qué Robín Broadhead es el dueño de todo?

Lo cierto es que no. Era dueño de casi todo, pero si hubieran contemplado mis holdings con menos animadversión, habrían visto cierta cláusula. Los bancos patrocinaban exploraciones. Las compañías de bienes raíces ayudaban a los colonos a establecerse o se quedaban con sus chabolas en lugar de con su dinero para que pudieran marcharse. La
S. Ya.
transportaba colonos a Peggy y, lo mismo que para Luqman, ésa era la joya de la corona, ¡qué caramba!, y más lo hubiera sido de saber ellos cuál era su alcance. Yo no conocía a Luqman, ni habría sido capaz de reconocerlo de haberlo visto, pero tenía sus órdenes, órdenes que le habían llegado a través de la cadena de mando que se había iniciado en mi persona: Encuentre un buen yacimiento petrolífero cerca del ecuador del planeta Peggy. ¿Por qué cerca del ecuador? Porque así el acelerador Lofstrom que pensábamos construir se aprovecharía de la velocidad de rotación del planeta. ¿Por qué un acelerador? Era la manera mejor y más económica de poner cosas en órbita, o de sacarlas de ella. El petróleo bombeado abastecería al acelerador. El excedente de crudo lo pondría en órbita el propio acelerador, una vez embutido el petróleo en cápsulas de navegación; las cápsulas vendrían a la Tierra a bordo del transporte
S. Ya.
, en sus viajes de vuelta, para ser vendidas aquí —todo lo cual significaría un provechoso cargamento de crudo por cada regreso en cada viaje de ida y vuelta, mientras que ahora no constituían sino gastos— ¡lo que significaba que podrían abaratarse los costes del viaje a Peggy para los colonos!

No voy a pedir disculpas por el hecho de que casi todas mis empresas produjeran beneficios cada año. Así es como consigo mantenerlas a flote, y en expansión, pero el beneficio en sí no era lo importante. Tengo mi propia filosofía en materia de dinero; considero que quien se empecina en amasar dinero después de haber conseguido los primeros cien millones tiene que estar loco...

Robin se siente muy orgulloso del acelerador, porque le confirma en la opinión de que los seres humanos son capaces de inventar cosas que los Heechees, no. Bien, y tiene razón... siempre y cuando uno pase por alto los detalles. El acelerador lo inventó en la Tierra un hombre llamado Keith Lofstrom, a finales del siglo veinte, aunque no se construyó ninguno hasta que hubo el tráfico suficiente que justificara su construcción. Lo que Robin ignoraba es que, aunque los Heechees nunca inventaron el acelerador, sí lo hicieron los habitantes del fango; no tenían otro medio para salir de su densa y opaca atmósfera.

Oh, creo... creo que esto ya lo había dicho antes, ¿no?

Me temo que estoy divagando. Con la de cosas que tengo en mente a veces confundo lo que ha sucedido con lo que va a suceder y con lo que no sucede en otro lugar que no sea mi cabeza.

Lo que estoy tratando de dejar bien claro es que todas mis provechosas empresas eran también proyectos sólidamente útiles que contribuían tanto a la conquista de la galaxia como al alivio de las necesidades de los seres humanos, y eso es un hecho. Y es por ello que en los últimos tiempos, esos fragmentos de vidas separadas iban acercándose. No parece que vayan a unirse. Pero así es. Todos ellos. Incluso los episodios de mi medio amigo, Capitán, el Heechee a quien últimamente he tenido la oportunidad de conocer mejor, y los de su amante y segundo de a bordo, la hembra Heechee llamada Dosveces, de quien, como se verá, llegué a saber al final muchas cosas.

10
EL LUGAR DONDE PERMANECÍAN LOS HEECHEES

Cuando los Heechees se escondieron en el interior de su caparazón Schwarzschild en el fondo de la Galaxia sabían que no podría existir una comunicación fácil entre ellos, con todos sus temores, y el inmenso universo que había fuera. Sin embargo, no se resignaban a no tener noticias.

Así que dispusieron una trama de chivatos en la parte exterior del agujero negro. Se encontraban lo bastante alejados como para que la tremenda radiación que vertía sobre el agujero no inundase todos sus circuitos, y éstos eran los suficientes como para que si uno fallaba o era destruido, incluso si fallaban cien, los que quedasen pudiesen recibir y grabar datos desde sus estaciones espías instaladas en los rincones más alejados de la Galaxia. Los Heechees habían salido corriendo para esconderse, pero habían dejado ojos y oídos detrás suyo.

Así que de vez en cuando algunos espíritus valientes salían furtivamente de sus profundidades para averiguar lo que habían visto los ojos y escuchado los oídos. Cuando el Capitán su tripulación fueron enviados a rastrear el espacio en busca de la nave errante, controlar los monitores se convirtió en una carga más. Había cinco a bordo de la nave; cinco de carne y hueso, sin embargo. Sin el menor género de dudas, el que más interesaba al Capitán era la hembra delgada, pálida y de pie brillante llamada Dosveces. Según los cánones de belleza de Capitán, era deslumbrante. Y también sexy —cada año sin falta— y le parecía que iba acercándose la hora otra vez.

Pero suspiraba para que no fuese en aquellos momentos. Y lo mismo Dosveces, puesto que cruzar el perímetro de Schwarzschild era un trabajo brutal. Incluso a pesar de que la nave había sido diseñada para llevar a cabo semejante tarea. Había otros abrelatas por allí —Wan había robado uno— pero que sólo eran utilizables en contadas ocasiones. La nave de Wan no podía cruzar el horizonte eventual y sobrevivir. Tan sólo podía atravesarlo el módulo.

La nave del Capitán era mayor y más fuerte. Sin embargo, las sacudidas, los zarandeos y los desgarradores esfuerzos que implicaba cruzar el horizonte eventual lanzaron al Capitán y a Dosveces y a los otros cuatro miembros de la tripulación violenta y dolorosamente contra las correas que los sujetaban; espirales de brillo diamantino centellearon lanzando enormes y silenciosas chispas de radiación por toda la cabina; la luz hirió sus ojos, la violencia del movimiento contusionó sus cuerpos una y otra vez. Durante al menos una hora, según la subjetiva medida del tiempo de la tripulación, que era una mezcla dudosa y variable del ritmo normal del universo en toda su amplitud y la marcha ralentizada del interior del agujero negro.

Pero finalmente pasaron hacia el apaciguado universo. Los terribles bandazos cesaron. Las luces cegadoras se desvanecieron. La Galaxia brillaba ante ellos, cual cúpula aterciopelada de color crema salpicada de estrellas brillantes y claras, puesto que se hallaban tan lejos sumergidos en el centro que apenas podían distinguir la mancha negra.

—Démosles gracias a los antepasados —dijo el Capitán, sonriendo mientras se liberaba de sus correas—. ¡Creo que lo hemos conseguido!

Y la tripulación siguió su ejemplo, se despojó de las correas y se pusieron a charlar animadamente entre ellos. Al levantarse para comenzar el proceso de recopilación de datos, la mano huesuda del Capitán tomó la de Dosveces. Era una ocasión para alegrarse, como se alegraron los capitanes de los buques balleneros de Nantucket cuando pasaron el Cabo de Hornos, y los pioneros que llegaron en carretas recobraron el aliento después de descender las laderas que los llevaban a las tierras prometidas de Oregón o California. La violencia y el peligro no habían desaparecido. Tendrían que volver a pasar por lo mismo en su camino de regreso hacia el interior. Pero ahora, durante una semana o más, podrían descansar y recoger datos; y aquél era el lado placentero de la expedición.

O debería haberlo sido.

Debería haberlo sido, pero no lo fue, pues cuando el Capitán aseguró la nave y el oficial llamado Zapato abrió los canales de comunicación, todos los sensores de la nave se tiñeron de violeta. ¡Las mil estaciones orbitales automáticas estaban enviando grandes noticias! Noticias importantes, malas, y todos los bancos de datos anunciaron clamorosamente sus infernales noticias de inmediato.

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