El eterno olvido (13 page)

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Authors: Enrique Osuna

Tags: #Intriga / Suspense / Romántica

Partió hacia Kenia con idea de vivir en primera persona la realidad imperante en el tristemente denominado tercer mundo. Tenía previsto convivir unos días con una tribu massai y se quedó allí un mes. Luego viajó durante casi dos meses por el resto del país y por diversas zonas de Tanzania y Uganda. Había tanto por hacer y tanta gente a la que ayudar...
La Casa de Dios
, nombre con el que los massai conocen el monte Kilimanjaro, fue el título que eligió para su relato. Tras su publicación, la redacción del semanario se inundó de correos electrónicos felicitando a la autora. Fue tan descomunal el éxito que el principal accionista de la empresa pidió expresamente a Bermúdez que le revelara la verdadera identidad de Lucía Tinieblas, a lo que éste se negó rotundamente, ignorando sus tácitas amenazas. Lucía quedó tan enamorada del espíritu de superación con que aquella gente, tan sencilla y humilde, afrontaba las calamidades, que regresó a Kenia el año siguiente, a pesar del brote de violencia que había estallado en el país a raíz de las elecciones generales celebradas el 27 de diciembre de 2007. De nada sirvió el rapapolvo que le endosó Marta, ni las súplicas posteriores, ni siquiera la ingeniosa propuesta que le llegó a plantear:

—¿Te gustaría llevarme como compañera de viaje? —lanzó de soslayo un día Marta, como el que arroja una piedra a un riachuelo por el simple motivo de entretenerse con algo.

—¿De veras te vendrías conmigo? —respondió Lucía, los ojos refulgiendo emoción.

—¿Por qué no?; viajar enriquece.

Marta intentó disimular la apatía con una forzada sonrisa.

—No me lo acabo de creer, ¿las dos juntitas, sin más? —inquirió Lucía aún incrédula.

—Claro que sí —corroboró Marta asiendo a su amiga por ambas manos y esbozando, ahora sí, una amplia y sincera sonrisa, a la vez que otorgaba a su respuesta un emotivo y persuasivo acento—, nos colgamos una mochila y recorremos media Europa: París, Roma, Viena, Berlín...

Lucía mudó por completo el semblante, como si acabara de recibir una desgraciada noticia.

—Marta, yo quiero regresar a Kenia —interrumpió afligida.

—Luego podríamos atravesar el Báltico y conocer Suecia, Finlandia..., o más arriba aún: ¡me encantaría recorrer Islandia! —continuó Marta en una explosión de entusiasmo.

—Voy a volver a África.

—Por favor, Lucía, vayamos a Nueva York, a Vancouver, a... donde quieras del hemisferio norte, ¡por Dios, a cualquier lugar civilizado!

—¿Y qué entiendes tú por civilizado? —respondió Lucía más triste que molesta—: ¿poseer más dinero?, ¿vivir rodeada de comodidades?, ¿vestir a la última?...

—No quise decir eso, sabes que no pienso así, pero me tuviste muy angustiada el año pasado. Temo por tu seguridad. Tú conoces perfectamente los disturbios ocurridos recientemente en Kenia y la atmósfera de inestabilidad política que allí se respira.

—No insistas, por favor, no puedes comprenderlo...; es algo que llevo dentro. Tú eres moderna, atrevida, dinámica; tu sitio puede que esté aquí, en el Norte, pero mi norte es el Sur. Ahí me siento llena, feliz, orgullosa de hacer algo realmente provechoso. Es en el desolado, infortunado y eternamente olvidado Sur donde me siento realmente feliz.

Aquel verano Lucía pudo comprobar in situ el brusco descenso de las visitas foráneas a Kenia y el daño que esto causaba a la economía nacional de un país en donde el turismo era la principal fuente de ingresos. Las revueltas habían obligado a desplazarse a más de doscientas mil personas a la vecina Uganda, después de los cruentos episodios sucedidos tras las polémicas elecciones generales. El país vivía sumido en una convulsa situación de imprevisibles consecuencias, donde todas las carencias se habían multiplicado, pero Lucía, lejos de amilanarse o caer en el desaliento, afrontó este desolador panorama como un reto. Colaboró económicamente hasta el límite de sus posibilidades y se ofreció altruistamente a las organizaciones no gubernamentales, trabajando a destajo, ayudando en todo lo que podía..., entregándose en cuerpo y alma.

El llanto no la abandonó durante todo el trayecto que separaba Nairobi de Madrid. Desde su llegada a España, sólo un pensamiento alimentaba su ánimo: regresar el próximo año. Y así lo hizo en 2009 y así tenía previsto hacerlo el próximo agosto, consciente de que algún día no tomaría el vuelo de vuelta y se quedaría a vivir allí para siempre.

Marta seguía acudiendo allí casi por inercia, porque hacía muchos meses que había perdido la esperanza de encontrar una migaja de luz en su mirada. Allí sólo había oscuridad; sus ojos eran dos cuencos vacíos perdidos en el abismo, sin la más mínima pizca de la vida que habían albergado.

—¿Cómo te encuentras hoy? —se interesó Marta acariciando con suavidad su sien— . He venido para estar un rato contigo; ¿no te alegras de verme?

No hubo respuesta, ni siquiera un gesto, una leve expresión de complacencia.

—Mamá tampoco pudo venir hoy —continuó Marta—, pero me manda recuerdos; sabes que te quiere mucho... Le diré el buen aspecto que tienes.

Nada, como si no le estuviere hablando, como si no se encontrara allí. Así eran últimamente las visitas: Marta le contaba todo lo que hacía, le preguntaba cosas, le recordaba anécdotas, hechos pasados... y la respuesta de la persona que más quería en el mundo era siempre la indiferencia. Así transcurría el tiempo hasta que la joven, decepcionada y abatida, se despedía.

—Vendré pronto a verte de nuevo...; ¡un beso!

El beso, una vez más, no fue correspondido. Sin embargo, cuando justo sujetaba el tirador de la puerta para abandonar la estancia oyó una voz inconfundible a sus espaldas:

—Espera un momento.

Marta acudió presurosa, con la emoción contenida en un suspiro.

—Deja que entre el gato, pero a las siete que se vaya... y que no se te olvide recoger leña... ¡La lluvia, que no vuelva la lluvia!

La respuesta, con la misma mirada vacía, hundió si cabe aún más a Marta. Necesitaba salir imperiosamente de allí, de ese espeluznante lugar en donde las desgraciadas víctimas del Alzheimer alimentaban día a día, con raciones abundantes de recuerdos, al despiadado Señor del Olvido.

La postrera luz vespertina de la calle fue devolviendo a Marta la energía menguada en la aflictiva visita. Comenzó a sentirse más segura, como si hubiera esquivado la voraz mandíbula de un poderoso depredador. Resolló con profundidad y enjugó con la palma de la mano la lágrima que aún refrescaba su mejilla. Luego pensó que pronto estaría bailando, bebiendo, divirtiéndose... ¡Estaría viviendo!, y eso es lo que ella quería y lo que siempre buscaba: vivir, vivir intensamente antes de que el implacable monstruo acudiera también a devorarla a ella.

Capítulo 11

Por suerte para su estabilidad laboral y por desgracia para su imaginación libidinosa, Macarena no acudió a trabajar el miércoles; tampoco lo hizo el resto de la semana. El culpable, al menos eso se rumoreaba, parecía ser el virus de la gripe, pero como nadie había visto el parte de su baja, todo fueron conjeturas. De hecho, Macarena era la única persona encargada de controlar los partes de ausencia de los trabajadores; por tanto, cuando ella faltaba sólo rendía cuentas ante don Francisco, que era el único que disponía de autoridad para controlar a la controladora.

La suspicacia generada con la misteriosa enfermedad de Macarena, tan radiante el día anterior, se vio refrendada con el anuncio del jefe de su inminente viaje. Salía esa misma tarde para Berlín, invitado por no se sabe qué proveedor a no se sabe qué feria o qué congreso. Explicaciones las mínimas, para algo era el jefe. Lo cierto es que a partir de ese día se comenzó a oír en los corrillos el nombre de Lili Marleen cuando se referían a Macarena. Que Samuel supiera, éste era el tercer apodo que se le atribuía, después de Brigitte Bardot hacía dos años y de Margaret Thatcher el año pasado, ambos coincidiendo con sendos viajes de don Francisco a París y a Londres, respectivamente. También era mucha casualidad que se pusiera enferma cada vez que el jefe viajaba al extranjero...

Macarena no volvería a aparecer por la oficina, pues, hasta dentro de como mínimo dos semanas, ya que la siguiente coincidía con la Feria de Abril, y eso era sagrado para la sevillana, que se tomaba días libres, de asuntos propios, de vacaciones o de lo que le saliera del Arco del Triunfo, como decían sus envidiosas compañeras. Al fin y al cabo, ella era también la encargada de gestionar todos los asuntos relacionados con las vacaciones. Por cierto que don Francisco solía dejarse ver los domingos de Feria por la Maestranza, para ver a los miuras...; sin duda, casualidades de la vida.

Así que Samuel disfrutaría —o padecería— de dos semanas libre de tentaciones. Hasta ahora Macarena había demostrado indiferencia hacia su persona; él no le atraía y eso constituía un valioso salvoconducto para perpetuar su estabilidad en el trabajo. Pero las cosas habían cambiado. Era evidente que ella le había puesto los ojos encima, y eso era garantía de que la ardiente fiera iba a intentar por todos los medios cobrar su presa, y de sólo pensar en el roce de su piel Samuel se excitaba tanto que a diario imaginaba escenas eróticas en cada rincón de la empresa: en el lavabo, en los archivos, en la mesa del jefe... El problema era que liarse con la secretaria de don Francisco equivaldría a firmar su propia sentencia de muerte, y no podía permitirse el lujo de perder su puesto de trabajo. Sin embargo, sabía que si llegaba el momento, no iba a poder resistir el turbador hechizo de sus feromonas y acabaría entregado al deseo y, como macho de mantis religiosa, condenado sin remedio a un fatal destino.

El viernes 16 no hubo cine. La oferta que brindaba el celuloide esa semana no era del agrado de Esteban, que había insistido expresamente en salir de tapas.

—¿No estrenaban ninguna película interesante hoy? —preguntó Samuel.

—La verdad es que no. Además, ayer me encontré con Marta, una vieja amiga, y quedamos en vernos luego por los pubs —respondió Esteban, la mirada fija en el montadito de pata con queso que le acababan de servir.

—Podías haber quedado mañana; los viernes son para el cine —le recordó Samuel.

—Cuando veas lo buena que está comprenderás que hay ciertas oportunidades que no se pueden dejar pasar así como así.

—No paras, hijo... ¿Cómo lo haces? ¿Cómo tienes tanta facilidad para ligar? Tampoco eres Brad Pitt, que digamos...

Conocía a Esteban desde hacía mucho. De trato agradable, derrochaba simpatía, pero ni era especialmente atractivo ni podía alardear de un físico extraordinario; sin embargo, tenía un don especial para relacionarse con las mujeres, algo difícil de explicar... Poseía una innata habilidad para congeniar con todas. Y Samuel no dejaba de sorprenderse por ello.

—Amigo Samuel..., mira..., una de las cosas más fáciles de hacer en este mundo es enamorar a una mujer —respondió Esteban, adoptando un tono más formal.

—Pues dime cómo, por piedad, a ver si aprendo —le suplicó con guasa Samuel, juntando ambas manos en un claro gesto de ruego.

—Bien: la cuestión es decirle a cada chica sencillamente lo que quiere oír. Sólo hay que ser un poco avispado, indagar sus carencias, sus verdaderas necesidades, y con esta información encauzar la estrategia adecuada. Por ejemplo: estás en una discoteca y ves a una chica con los ojos especialmente bonitos, claros, verdosos, llamativos... Si te acercas, jamás, repito, jamás le digas que tiene unos ojos preciosos, porque ella estará precisamente harta de oír siempre lo mismo. Idéntica actitud debes seguir si te gusta una chica que destaca por su belleza exterior; nunca utilices frases del tipo: «No me explico cómo una chica tan guapa como tú no tiene novio» o «Posees una belleza angelical». Ese tipo de adulaciones se repiten en la noche y la que es guapa lo tiene oído hasta la saciedad.

—¿Qué le digo entonces: que es más fea que la bruja de Blancanieves?

—No seas burro, hombre... Si es guapa o si tiene los ojos claros lo que menos querrá es que se lo vuelvan a repetir; habrá otras cosas que eche en falta, por ejemplo: no estará acostumbrada a que le digan que su conversación es interesante o que parece una chica muy inteligente. Si le dices esto último te prestará atención, y ya habrás roto el hielo. Por el contrario, si insistes con su belleza, no te mirará a la cara y pensará que eres otro pelmazo.

Esteban hizo una breve pausa para recrearse en la entusiasmada atención que le prestaba Samuel. Luego prosiguió, pletórico, como si en lugar de estar dando un consejo a un amigo, estuviera ofreciendo un discurso al estilo de los grandes oradores de las Cortes de Cádiz.

—Ahora pongamos el caso de una muchacha que no sea muy agraciada físicamente —continuó Esteban—. Seguramente estará habituada a que le digan que es muy simpática, madura, inteligente, o que resulta apasionante mantener conversaciones con ella. Toda su vida habrá oído lo mismo, de sus padres, de sus amigas... y hasta de posibles novios. Está claro que esa chica tiene otra clase de necesidades.

—Ya, hay que decirle que es la chica más guapa del mundo aunque sea un callo —interrumpió Samuel con sorna.

—Seguro que, por muy fea que sea, su físico esconderá alguna virtud especial. Y si no la encuentras, siempre podrás recurrir a frases como: «oye..., mira: es que tengo una manía, y en lo primero que me fijo de una mujer es en sus pies, y tú los tienes preciosos».

—Lo que me faltaba por escuchar... ¡Los pies! —exclamó Samuel sorprendido.

—Pues ya estarías subrayando algo de su cuerpo, algo a lo que no está acostumbrada. A partir de entonces te prestará atención.

—A ver, Esteban, que si es muy fea tampoco la quiero, que no estoy desesperado, hombre...

—Era sólo un ejemplo, pero una sutileza de ese tipo te ayudará a venderte como un hombre distinto de los demás. Tienes que innovar. Una frase lisonjera redundante es una monserga. A una mujer hay que hacerla sentir como alguien especial, única, distinta del resto. Toda persona tiene algo exclusivo, sui generis... Tú misión es descubrirlo... y si no lo encuentras o no lo tiene, te lo inventas. La cuestión es regresar de pesca con algún pez en la nasa, nunca de vacío.

—Pero ésa es una actitud propia de alguien sin escrúpulos, de un animal carroñero que come lo que sea a cualquier precio —objetó Samuel.

—Si se tiene hambre, no se puede ser exigente. Aplicando la teoría de la gacela, el triunfo está garantizado —apuntó Esteban con absoluta convicción.

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