—No deberías imitar a Esteban; cada uno es como es —objetó Lucía.
—No te dije que fuera él.
—Ya, pero lo supongo. A ver...: es idioma swahili.
—¿El que se habla en Kenia?
—Y en más lugares. Estuviste atento al comentario de Marta... ¡No se te va una!
—Pero..., ¿qué significa? Puedo asegurarte que no conozco absolutamente nada de ese idioma.
—Y yo puedo asegurarte lo contrario —adujo Lucía con convicción—: ¿acaso no sabes qué significa
hakuna matata
?
—Ningún problema... o algo parecido ¿Eso es swahili?
—Así es; te sorprenderías al comprobar que conoces más palabras. En cuanto a lo que me preguntas,
upendo na amani
significa amor y paz.
—¿Qué te une al continente africano?
Samuel pensó que quizá Lucía no quería hablar del tema, al igual que ocurrió la noche en que se conocieron; sin embargo, la reacción fue bien distinta: ahora le apetecía hablar de todo.
Lucía narró con entusiasmo todas sus andanzas por África, sin que Samuel la interrumpiera en ningún momento.
—Es una historia preciosa —afirmó Samuel una vez hubo acabado—. Dice mucho a tu favor; no todo el mundo está dispuesto a sacrificarse por ayudar a los demás.
—Lo hago con sumo placer. Ya lo dijo Antonio Machado: «Moneda que está en la mano quizá se deba guardar; la monedita del alma se pierde si no se da».
—Se te ve feliz con tu compromiso.
—Es que no entiendo la felicidad de otra forma. Hace tiempo que dejé de ser una impasible espectadora.
—¿Espectadora? No comprendo...
Lucía dejó traslucir una efímera sonrisa. Su rostro, saturado de candor y de ternura, intensificó su luminosidad con el renovado brillo de sus ojos.
—En la vida existen tres tipos de personas —continuó—: los espectadores, los que se comprometen y los que huyen. En tanto seas un espectador, todo va bien. Pero llega un momento en que sientes que debes abandonar tu asiento, cuando has comprendido y has visto todo lo que tenías que ver. Te convences de que no puedes seguir ahí sentado por más tiempo y te invade la necesidad de actuar, de hacer algo... y eso implica comprometerte en un sacrificio que pesa demasiado para tu acomodada vida. Procuras esconder la cabeza disimuladamente, fuera de la sala porque ya no está libre tu asiento de espectador. Y entonces te das cuenta de que estás huyendo, escondiéndote cuando en el fondo sabes que no eres un cobarde. Al final acabas en la amargura de no saber qué hacer: huir o actuar, y el compromiso es duro y la huida es mísera. Y eso es lo que pesa y ahoga la felicidad, ese vacío en la vida..., esa sensación de que falta algo cuando aparentemente se tiene de todo... Yo aplaco esa angustia marchándome a Kenia. Entonces mi espíritu libera un poquito de peso su equipaje y me siento mucho mejor, más llena...; más feliz.
—¡Qué diferente es tu actitud frente a mi postura egoísta! —dijo Samuel seducido por la sensibilidad que transmitían sus palabras—. Y yo que pensaba que mi felicidad plena llegaría cuando dejara de trabajar...
—La felicidad plena es imposible... Me gusta utilizar a mi manera los términos que abanderaron los ideales de la Revolución Francesa —libertad, igualdad y fraternidad— para explicar los caminos de la felicidad. La libertad para vivir, sin cargas, sin obligaciones, dormir a tu antojo, pasear, viajar, dedicar el tiempo a lo que quieras, no dar explicaciones...; quizás esto lo pueda conseguir el dinero y ésta es la forma en la que tú piensas que vas a ser feliz. La fraternidad es otra cosa; implica bondad, ausencia de envidia, buenos deseos, amistad, camaradería, respeto... Puedes ser feliz también sólo con esto; mucha gente vive feliz a pesar de trabajar catorce horas diarias... Pero la felicidad plena es otra cosa: cuando asumes tu estado de satisfacción ves cómo la desigualdad a tu alrededor entorpece el camino hacia la felicidad absoluta: te conmueve el que sufre, el que no tiene tus mismas oportunidades, el que se hunde, el que no ve la vida como debe... el que no ve la luz. Y no hay manera de ser plenamente feliz dejando a un lado a esa gente.
—¿Cuándo regresas a Kenia? —se interesó Samuel, temeroso de oír la inevitable respuesta.
—Tengo previsto viajar en agosto. Serán de nuevo tres
mesesitos
. ¡Hay tanto por hacer en África...! ¿Sabes que según los últimos informes de la FAO hay más de mil millones de personas que pasan hambre en el mundo?
—Es un dato escalofriante —convino Samuel.
—Sí, y lo triste es la frivolidad con que habitualmente se aborda este asunto.
—La frivolidad y la farsa en la que se mueve la maquinada información que nos llega: nos muestran, por ejemplo, anuncios de las principales industrias chocolateras, pero nadie habla de la explotación de los trabajadores en los cacaotales africanos. Como igualmente vemos folletos turísticos de paradisíacos complejos hoteleros orientales, pero no hay quien comente las infrahumanas condiciones de los obreros que trabajan en su construcción.
Samuel quiso enfatizar su apoyo a Lucía, sacando a la palestra su acusador punto de vista sobre las embaucadoras e interesadas maniobras de los gobiernos. Surgió de nuevo su contenida rabia, sustentada en la indolencia de la política ante la injusticia. Pero Lucía no quiso que la conversación se desviara del sendero que había trazado.
—Llevas razón, pero la crispación no conduce a nada —argumentó intentando calmar la exaltada intervención de Samuel— . Nosotros, los pequeños e intrascendentes actores de este monumental drama, debemos sumar, no restar; no conseguimos nada con irritarnos. Sólo el ejemplo educa y abre la mente de los demás. Por eso no me preocupo de lo que hacen unos y otros; yo intento actuar, cumplir con mi obligación moral...; aporto mi granito de arena y... ¡quién sabe!, igual mi manera de proceder se acaba convirtiendo en un patrón para otras personas.
Las serenas palabras de Lucía hicieron comprender a Samuel que sus ladridos constituían en realidad el escudo protector del sujeto que huye. No pudo evitar sentirse avergonzado ante la superioridad moral de Lucía y la sensatez de sus planteamientos.
—Lo mínimo que podemos hacer los que tuvimos la fortuna de nacer en la abundancia es devolver un poco de lo que la vida nos da a la gente que no puede elegir.
—Bonitas palabras —reconoció Samuel.
—Son del doctor Cavadas.
—¿El famoso cirujano?
—El mismo; viaja a Kenia para intervenir desinteresadamente al mayor número posible de personas sin recursos; ¡trabajé con él el pasado verano!
—Una actitud loable.
Lucía acercó su silla e, inclinándose con los codos sobre la mesa, como si fuera a contarle un secreto, dijo con la complacencia potenciada por una amplia sonrisa:
—¿Sabes? Cuando alguien da sin esperar nada a cambio, acaba recibiendo más de lo que aporta.
Por un momento Samuel imaginó que aquellas palabras ocultaban un doble sentido, como si estuvieran anticipando el cariño que esperaba recibir de él.
—Voy a echar de menos los cafés cuando no estés, aunque hasta ahora sólo nos hayamos tomado dos —dijo Samuel con cierta tristeza en su voz.
—Bueno, aún quedan muchas tardes.
El tiempo pasó tan deprisa que, cuando Samuel fue a comprobar la hora, eran casi las cinco. Si el día anterior regresó al trote, aquella tarde tuvo que galopar desenfrenadamente para llegar con el mínimo retraso posible a su puesto de trabajo. Por suerte, don Francisco no se encontraba allí: había decidido dar por acabada su semana de trabajo antes de tiempo, seducido por los taquitos de jamón, los rebujitos, el ambiente de las casetas... y los encantos de Macarena.
A partir de entonces los encuentros en la cafetería se sucedieron a diario, pero aquella tarde fue especial para ambos, porque salieron de allí con sensaciones distintas a las que portaban cuando entraron. Samuel había reajustado su orden de prioridades: irrumpiendo con fuerza en el número uno se había colocado Lucía; el número dos lo ocupaba
Kamduki
y en tercer lugar figuraba su querido diván. Por otro lado, Lucía supo desde ese momento que cuando viajara a Kenia quedaría algo en España que la ataba, y que no iba a resultar tan sencillo establecerse para siempre en África, como había estado barajando en alguna que otra ocasión.
Por segunda semana consecutiva, la sesión cinematográfica de los viernes se había tenido que suspender. En esta ocasión fue Samuel quien telefoneó a Esteban anulando la cita: no habría aguantado ni diez minutos despierto. Estaba tan agotado que apenas cenó; no obstante, antes de acostarse quiso saber cuántas personas seguían adelante en
Kamduki
. Y su sorpresa fue mayúscula: las pruebas aparentemente más simples habían causado auténticos estragos entre los participantes. Samuel no supo atribuir la raíz de tamaña debacle, si fue por la encubierta sencillez de la pérfida cuarta prueba o por el escaso plazo de resolución de la quinta; la cuestión era que ¡sólo 927 personas seguían adelante! Por primera vez desde que iniciara esa aventura se vio con posibilidades reales, no ilusorias, de conseguir el premio. Ahora además podría contar con la inestimable —aunque prohibida según las bases— ayuda de Lucía. Comenzaron más de tres millones de jugadores y ahora quedaban menos de mil, todos buenos competidores. ¡Y él se encontraba entre los supervivientes! Lo que no podía sospechar Samuel era que Marta también figuraba entre ellos.
El amor irrumpió con fuerza en la vida de Samuel, haciendo gala de su naturaleza patológica. Sólo tenía pensamientos para Lucía. La necesidad de su presencia le trastocaba los sentidos; la incertidumbre de saber si sus sentimientos eran correspondidos le perturbaba el alma. Era tal su grado de abstracción que ni siquiera se acordó de Macarena hasta el martes 27 de abril, día en que la chica apareció de nuevo por la oficina, después de que por voluntad propia hubiera decidido descansar el lunes de resaca.
La sintomatología del amor incluye la metamorfosis de nuestra conducta, los cambios extremos de opinión y la transfiguración de nuestro estado de ánimo. Y todas estas señales se manifestaron repentinamente en Samuel, acentuadas por la exacerbada pasión con que se desarrollaba en su interior esta maravillosa enfermedad.
La presencia de Macarena hizo que su cuerpo astral regresara al material el tiempo suficiente como para comprender que si antes de enamorarse tenía un serio problema, ahora contaba con otro aún peor. Hacía sólo unos días anhelaba la liviana presencia de Macarena y el inevitable encuentro carnal que debía producirse. Sabía entonces que acabaría asaltando la propiedad cercada de don Francisco, ebrio de lujuria, para transgredir su tácita advertencia, y que tendría que preocuparse a toda costa de evitar que su jefe llegara a percibir la más mínima sospecha. Pero las tornas habían cambiado: ya no necesitaba pensar en las represalias que el mandamás pudiera emprender por su desleal conducta, pues el apetito por su exquisito manjar había desaparecido. Ahora tendría que lidiar una faena más peliaguda: esquivar a Macarena y hacerlo de forma que no se ofendiera, pues si llegara a sentirse despreciada, el desbordamiento de su cólera podría acarrear catastróficas e imprevisibles consecuencias.
Samuel se lamentaba de la descuidada frivolidad con la que había enfocado el asunto: sabiendo que se aproximaba una feroz tormenta, no había tenido la precaución de prepararse convenientemente, por lo que, súbitamente, se veía atrapado en un tremendo brete, obligado a encarar el peligro sin que hubiese preconcebido estrategia alguna. Y es que una diminuta dosis de la pócima mágica de Eros se había convertido en un potentísimo reactivo para su termostato corporal, haciendo reducir vertiginosamente la temperatura de su ardiente pasión, que en un abrir y cerrar de ojos había descendido desde los tres mil grados centígrados hasta el cero absoluto, dejando en entredicho los principios que sustentan las leyes de la termodinámica.
La situación obligaba, pues, a Samuel a improvisar sobre la marcha y eligió la opción de mantener la cordialidad que habitualmente presidía su relación con Macarena, pensando que, quizás, él seguía sin interesarle y que sus sospechas eran producto exclusivo del febril anhelo que entonces lo dominaba. Y la naturalidad que quiso transmitir pudo haber funcionado, porque la chica regresó de Sevilla realmente cansada de tanta jarana y con su voracidad saciada, pero la sobrevenida frialdad de Samuel volvió a despertar el instinto asesino de la predadora de pasiones, al sentirse una vez más flagelada por la fusta de la indiferencia. Una sola mirada antojadiza de Samuel, en la línea normal de su varonil curiosidad, podría haberlo parado todo, pero al no pasar por su cabeza la idea de ese salvador recurso, había dejado escapar la única posibilidad de eludir los mortales lazos de la infatigable seductora.
El conflicto estalló definitivamente el miércoles. Macarena transportaba varias carpetas archivadoras cuando resbaló de sus manos una de ellas. El sonido del golpe hizo que todos instintivamente levantaran la vista, con lo que
Lili Marleen
vio en ese suceso una nueva oportunidad para lucirse. Con sonrisa maliciosa y sin el menor rubor, se agachó despreocupadamente para recoger la carpeta. En cuclillas, alzó la mirada para verificar que todos sus admiradores seguían con interés la función... Y entonces su rictus picarón se transformó: aparte de las mujeres que, lógicamente, no prestaban atención, había un chico que hacía caso omiso al tentador panorama que se le brindaba, precisamente el que gozaba del mejor asiento en el palco, aquel a quien, casualidades de la vida, apuntaban directamente sus entreabiertas piernas...
Ese nuevo rechazo de Samuel fue la gota que acabó por colmar el vaso. A partir de ahí estaba todo decidido: Macarena bajo ningún concepto iba a dar marcha atrás.
La primera situación realmente embarazosa no se hizo de rogar. A mediodía del jueves estaba Samuel sirviéndose un poco de agua en la máquina dispensadora cuando sintió transitar sobre su espalda la voluminosa masa pectoral de Macarena.
—Ponme a mí otro vasito,
mi arma
—dijo ella mientras estacionaba uno de sus senos sobre el brazo de Samuel.
—Ahora mismo —respondió con la cara encendida.
La situación le resultaba en exceso incómoda e intentó escapar con la mayor naturalidad, pero la idea de liberarse resultó ser más pretenciosa que efectiva, porque Macarena estaba muy atenta a cualquier intento de fuga y supo acompañar el movimiento del brazo con su pecho, de forma que su huida se convirtió finalmente en un sensual paseo por el sinuoso contorno del exuberante portavoz del fuego femenino.