Estuvo deambulando por las calles, se sentó en un banco frente a la que había sido su casa, tomó un cortado en la cafetería donde solía desayunar antes de ir al trabajo y acudió a su antiguo club de dardos. En todos los lugares lo miraban sorprendidos, pero él parecía ignorar ese receloso y generalizado proceder, como si no hubiera ocurrido nada, como si sólo hubiese transcurrido unos días desde que se fue, como si todo estuviera olvidado...
La Navidad seguía siendo triste para Julián. Pronto se cumplirían seis años del fallecimiento de Beatriz, pero aunque fueran treinta, jamás conseguiría separar de su mente la imagen agonizante de su hija acompañada del etéreo runrún de los villancicos de fondo.
Noelia, sin embargo, tenía un don especial para aceptar las cosas. Añoraba la presencia física de su madre, pero parecía como si pudiera disfrutar de ella en otro plano, como si la pudiera de alguna manera percibir. Podía sacar jugo de la chispa que el espíritu navideño ofrece a quienes se animan a prender el encanto de la Navidad. Cuando se asomaba a su mente la opresora rememoración de la desgracia pasada, ella la combatía magnificando la felicidad presente. El aikido la había acercado al estudio de las filosofías orientales, consiguiendo hacer brotar en ella nuevos puntos de vista sobre la vida y la muerte. La había moldeado, haciéndola más persona, más fuerte... Parecía como si se encontrara permanentemente envuelta por una extraña nube cargada de energía positiva. Su presencia irradiaba calma; su mirada contagiaba paz.
Esto es lo que Julián veía, lo que los demás veían, pero Noelia llevaba la pena y el dolor dentro, tan dentro que nadie más que ella sabía que se encontraban allí, en un recóndito hueco de su corazón.
Hacía más de un año que Julián se había jubilado. La pensión le reportaba lo suficiente como para que pudieran disfrutar de una vida cómoda, aunque sin excesos. También tenía algún dinero ahorrado, así que aprovechó que en noviembre había cobrado la paga extraordinaria para proponer a su nieta pasar las vacaciones navideñas en Marruecos. Noelia aceptó encantada, pues tenía muchas ganas de conocer la cultura árabe.
El ferry zarpó de Algeciras con destino a Tánger el 22 de diciembre a las diez de la mañana. En poco más de una hora atracaban en África.
Noelia recordaría siempre ese viaje como una experiencia maravillosa. Fueron tantas las sensaciones... Sintió que retrocedía mil años en el tiempo cuando se adentró en la medina de Fez. No daba crédito a lo que veía: bulliciosos comercios diseminados en un interminable laberinto de calles donde se vendía de todo. Y luego los innumerables aromas que desprendía cada rincón: especias, pan recién salido del horno, exóticos perfumes...; todo un mundo para los sentidos. Pero Fez no fue lo único que entusiasmó a Noelia. Quedó completamente enamorada de Marrakech, del majestuoso minarete de la mezquita Kutubia y de la sorprendente plaza de Jmaa el Fna, con las cumbres nevadas del Atlas como peculiar espectador de todo cuanto sucedía en la ciudad roja. Pero si algo le impresionó sobremanera fue la sensación que le causó verse tan pequeña frente a la imponente mezquita de Hassan II en Casablanca, justo cuando el muecín dirigía la llamada a la oración. Se sintió tan insignificante...
Cuando regresaron a España daba sus primeros suspiros el año 2002. Justo al día siguiente un amigo alertó a Julián de haber visto a Ricardo merodear por el pueblo. Supo entonces que el fatídico momento que esperaba había llegado.
Fueron cinco años de sosiego, una gentil tregua que le había ofrecido la justicia; la justicia..., ¿qué justicia? No podía menos que apretar los puños hasta clavarse las uñas, mientras reprimía las lágrimas que querían aflorar fruto de la rabia contenida. Cerraba los ojos y se mordía el labio en un claro gesto de impotencia y se sentía desamparado, engañado, traicionado por el país por el que lo había dado todo.
Sentía asco, vergüenza de ser español. Él, Julián Palacios, que había peleado como el que más por la libertad, militante del Partido Comunista de España en tiempos difíciles de luchas clandestinas, encarcelado durante seis meses por defender unos ideales, representante de los trabajadores por Comisiones Obreras durante veinte años...; fiel defensor de los derechos humanos toda su vida. Y ahora se preguntaba por qué se otorgaban derechos humanos a un animal salvaje. La política de reinserción...; ¿quién demonios inventó eso? ¿Acaso la cárcel no existía desde siempre como medida de protección frente a los bárbaros? ¿Merecían realmente una segunda oportunidad determinados delincuentes? ¿Una segunda oportunidad para un psicópata? Sí, para que violara a otra mujer y luego descuartizara su cuerpo. ¿Una segunda oportunidad para un asesino? Sí, para que de nuevo tiroteara sin piedad por la espalda. ¿Qué país era éste que dejaba libres a los violadores, que no retenía a los ladrones, que disponía hoteles de lujo en las cárceles para los malhechores, que perdonaba años de condena a los implacables asesinos..., que dejaba en libertad a un sujeto que se había atrevido a eyacular sobre las inocentes nalgas de una atemorizada niña? «¡Un país de vergüenza!», se lamentaba Julián afligido.
Nunca fue partidario de la pena de muerte... ¡hasta que sufrió la atrocidad en sus propias carnes!; en las de Noelia, que era aún peor que en las suyas. Y si no la pena capital, al menos la cadena perpetua... Claro que era una crueldad extrema colgar por los pies al violador en las murallas de la ciudad para que los cuervos se lo comieran vivo, como se hacía en otra época. Pero, ¿qué grado de crueldad tenía dejar expedito el camino del abusador, con las pilas recargadas, con la libidinosa ansia más perturbada aún si cabe por los años de reclusión, latiéndole a mil el miembro, relamiéndose ante la visión de una falda y dispuesto a abordar de nuevo en un portal a una frágil joven? No, eso no era crueldad; eso era reinserción, oportunidad... «¡Malditos cabrones!», exclamaba una y otra vez ante el desconsuelo que le causaban aquellos pensamientos.
El pasado agosto sostuvo una emotiva conversación con Lorenzo, el hijo menor de su añorado amigo Manolo Fernández de Cózar, que se encontraba con su esposa de vacaciones en el pueblo. Lorenzo era funcionario del Cuerpo Nacional de Policía desde hacía diez años. Se sinceró con Julián, conocedor de su discreción, y le confió el grado de impotencia y desaliento que padecía tanto él como muchos compañeros del Cuerpo. Se jugaban el tipo a diario en la calle, y sólo eran noticia de portada cuando salía a luz alguna desafortunada y aislada actuación de posible abuso de autoridad. Nunca se hablaba de los gritos e insultos que recibían por parte de los detenidos, ni si les escupían o si eran agredidos o amenazados. Para el periodista la noticia sólo era la tortura, pero... ¿qué tortura? Julián recordaba la conmovedora expresión de Lorenzo, con las cejas enarcadas y las venas del cuello hinchadas, confesando la indignación que llevaba dentro. El policía le explicó que utilizaban guantes de auto protección con fibra anti-corte para no dañarse las manos con posibles objetos punzantes, no para pegar sin dejar marca, como algún bruto había manifestado. También le habló del motivo por el que se desnudara a los detenidos y se les quitaran los cordones de los zapatos, los cinturones, los pendientes, incluso a las mujeres los sujetadores. «Simplemente se les retira cualquier objeto con el que puedan autolesionarse en los calabozos. Tendrías que ver, querido Julián, lo que algunos detenidos son capaces de hacer dentro de una celda, desde orinar y defecar en el suelo hasta autolesionarse con golpes contra la pared o morderse ellos mismos para luego denunciar que les hemos pegado. ¡Y luego hay quien piensa que son corderitos y que colaboran en todo sin ofrecer la más mínima resistencia!». Lorenzo continuó relatándole el trabajo que le costó reducir no hacía mucho a un individuo alterado, que se encontraba bajo los efectos del alcohol y que acabó destrozando a golpes los cristales de la mampara del vehículo policial. Y todo aquello no era nada comparado con la desazón que les producía comprobar cómo detenían una y otra vez a la misma persona, cómo se burlaban de ellos amparados por leyes tan blandas...
Una soleada mañana, justo cuando salía del recinto escolar, Noelia sintió una extraña sensación, como si una presencia maligna estuviera observándola. No necesitó escudriñar entre la gente para comprender que Ricardo se encontraba allí.
Estaba más delgado y vestía de una manera informal, con un moderno pantalón vaquero con los típicos descosidos en las perneras y una sudadera negra con la estampa en blanco del signo del dólar. Tenía la cabeza cubierta con un gorro de lana, también negro. Se había dejado perilla y lucía un pequeño aro en el lóbulo de su oreja izquierda.
Sus compañeras, absortas en sus cosas, no se percataron de que Noelia se había quedado atrás, inmóvil, con los músculos agarrotados, pesándole una tonelada cada pierna.
—Hola, Noelia: ¿no vienes a saludar a tu padre?
Ricardo le sonreía, con los brazos abiertos, esperando que llegara para abrazarla. Hay instantes que parecen durar siglos. En sólo unos segundos Noelia tuvo tiempo de volver a su antigua habitación, de oler a inmundicia, de tener arcadas al sentir el asqueroso pene de Ricardo buscando su boca, de notar sobre su pecho el corazón desbocado de su abuelo en aquella fría noche... y de escuchar la voz de su maestro de aikido inculcándole calma: «Los músculos no pueden pesar, tienen que estar relajados, libres, preparados para absorber y manejar la fuerza».
Cerró los ojos y respiró profundamente, dejó de pesarle la mochila sobre la espalda y comenzó a sentirse de nuevo ingrávida, liviana, etérea... Cuando los abrió comprobó cómo Ricardo se encontraba a un palmo de ella; antes de que pudiera darse cuenta, sintió que la estaba agarrando fuertemente por la muñeca. Pero entonces, con una increíble agilidad felina, siguió el movimiento opresivo que le llegaba como se acompaña a la ola del mar, sin rechazarla, uniéndose a ella hasta que rompe. Ambos brazos describieron un semicírculo cuando la otra mano de Noelia golpeó la parte posterior del antebrazo de Ricardo, haciendo que éste soltara su muñeca. Con el mismo golpe liberador asió a su padrastro por la zona del antebrazo donde recibió el impacto, y, ayudándose ahora de la mano libre presionó su codo haciendo que saliera disparado, con el brazo retorcido, en dirección opuesta a la que venía.
La técnica
katatetori ikkyo
había salido a la perfección, tal y como le había enseñado su maestro. Ricardo no dio con sus huesos en el suelo únicamente porque Noelia no quiso.
—No vuelvas a ponerme tus sucias manos encima —espetó Noelia fulminándolo con la mirada.
Ricardo la contempló entre aturdido y sorprendido y luego estalló en demenciales carcajadas. Noelia se marchó con celeridad, volviendo la vista atrás en un par de ocasiones para comprobar que no la seguía.
El pedófilo continuaba en el mismo lugar, riendo sin parar mientras la señalaba con el dedo índice de su mano derecha, como si quisiera que todos la observaran. Reía y reía sin dejar de contemplar el vaivén de sus caderas y la silueta que marcaba su ajustado pantalón. Y notaba crecer en su interior la excitación al imaginar el maravilloso cuerpo de una desconocida mujer poseído por el alma de la inocente niña de antaño, su niña, su capricho de siempre...
Noelia no contó nada a Julián de lo que le había sucedido. Él se preocupaba mucho por ella, sufría por no acompañarla a clase, se resistía a no esperarla a la salida. Y ella lo tranquilizaba constantemente: «No hay nada que temer, abuelo, sé valerme por mí misma», le decía con dulzura una y otra vez.
Una semana después de aquel incidente Julián volvió a encontrarse con Ricardo. Estaba jugando al dominó en el bar de siempre, como tantas tardes. Tenía el 5-1 en la mano y estaba haciendo cálculos para ver si cerraba o no el juego. Miró a su compañero, buscando su complicidad, pero lo que advirtió fue una expresión severa de éste, haciéndole señas para que dirigiera su mirada hacia la barra. Ricardo, sonriente, levantó su copa como si brindara por el reencuentro. Julián cerró el juego y, sin contar los puntos, se encaminó al lugar donde se encontraba Ricardo.
—Felipe, por favor, continúa tú por mi —indicó a uno de los que contemplaban la partida.
—¿Qué tal, Julián? ¡Cuanto gusto verte de nuevo...! —saludó Ricardo sin dejar de sonreír.
—¿Qué haces aquí? —atajó Julián en tono grave.
—Quería saludarte.
—¿Qué quieres, dinero? ¿Cuánto? Julián estaba dispuesto a zanjar el asunto lo más rápidamente posible.
—¿Dinero? ¿Cómo puedes llegar a pensar eso de mí? —Ricardo chasqueó la lengua reiteradamente sacudiendo a la vez la cabeza en claro signo de desaprobación—. He venido a veros, a limar asperezas y a retomar nuestras buenas relaciones. Somos una familia, ¿no?
—Ésta no es tu familia —le reprendió Julián al borde de perder los nervios.
Ricardo dejó su copa sobre la barra y giró ligeramente el taburete sobre el que se apoyaba. Colocó las palmas de las manos sobre sus muslos contraídos y acercó su cabeza a la de Julián. Su semblante risueño se tornó austero. Sus pupilas criminales le apuntaban con descaro.
La hipocresía desapareció de su rostro y su voz sonó clara, pero lo suficientemente baja como para que sólo Julián pudiera oírla.
—¡Ah! Es verdad, se me olvidaba. Ya no tengo familia, ni un cómodo trabajo, ni reputación, ni casa... Cierto, alguien me lo quitó todo... ¿Sabes? Vi a Noelia la semana pasada. Está estupenda... ¡Qué pechos le han salido! Escúchame, viejo inútil, te pongas como te pongas voy a chuparle esos pezones y luego me la voy a follar una y otra vez; ¿te enteras?: me la voy a follar...
Julián no pudo más y agarró a Ricardo con fuerza por el cuello, intentando estrangularlo, pero la balanza de fuerzas no era equitativa y Ricardo pudo zafarse con facilidad. Quiso embestirlo de nuevo, pero sus amigos ya lo sujetaban, intentando calmarlo. Y Ricardo volvía a reír de nuevo, como lo había hecho unos días antes con Noelia, señalándolo con el mismo dedo. Caminaba hacia atrás, abandonando el bar, riendo como un enajenado...
Julián tardó en sosegarse. Sentía una fuerte opresión en el pecho, pero no consintió en acudir al hospital. Quería volver con su nieta cuanto antes. No pensaba contarle nada, pero daba igual: Noelia lo sabría, no podía explicarse cómo, pero sólo con mirarlo lo sabría.
A Julián no le quedaban ya dudas. Sus peores temores se habían cumplido: Ricardo no iba a parar hasta abordar a Noelia para forzarla y poseerla. Con ello no sólo satisfaría sus instintos más animales; de camino consumaría la venganza sobre su persona. No debía, pues, perder más tiempo: sabía que el monstruo podría atacar en cualquier momento.