El eterno olvido (32 page)

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Authors: Enrique Osuna

Tags: #Intriga / Suspense / Romántica

El timbre de la puerta resquebrajó el solemne silencio, contaminando la dominical alborada con un tono luctuoso. No era tan temprano, mas Noelia se sobresaltó con la inesperada llamada. Le temblaban las piernas porque sabía lo que se iba a encontrar tras la puerta. Vio a Marta y a Esteban antes incluso de abrir. Eran las diez y veinte de la mañana de un domingo: no podía existir un motivo superficial para que estuvieran allí. Miró a ambos a los ojos. No hicieron falta palabras.

—Dime que no, Marta, dime que esto no es cierto.

—Lucía, cariño...

—No, Marta, no...; dime que no. ¡Nooo!

El desgarrador grito fue a morir en el cuerpo de Marta, que la estrechó con fuerza entre sus brazos sorbiendo su dolor y su llanto.

Su benefactora amiga no la dejó sola aquel día. Durmió con ella y la acompañó durante toda la jornada del lunes, hasta que Noelia le hizo ver que también necesitaba estar sola un rato.

El vacío: la peor de las sensaciones. Donde antes hubo ya no hay. Ni esperanzas, ni deseos, ni voluntad...; sólo indiferencia ante la vida. El vacío es la rendición del alma.

Noelia no conocía hasta entonces el vacío; jamás lo había experimentado, ni siquiera cuando fallecieron su madre y su abuelo. Aun en esos trágicos momentos conservó en su interior una chispa de luz, una llama inextinguible de fuerza espiritual capaz de hacer frente a las desgracias, de luchar contra cualquier adversidad, pero ahora no quedaba ni una sombra, ni un rescoldo que pudiera avivar la hoguera de su desolada firmeza. ¿Cómo siendo una niña había soportado con absoluta entereza la pérdida de su madre? ¿Cómo en plena floración de su adolescencia había sabido salir adelante completamente sola? Y ahora... ¿por qué su aliento se congelaba de sólo pensar en respirar?, ¿por qué todo era tan distinto?, ¿por qué no sentía la presencia de Samuel a su lado reconfortándola? Su madre nunca la había abandonado, su abuelo tampoco; ¿por qué Samuel sí? Necesitaba percibir que su ánima la acariciaba desde el otro plano, saber que su alma gozaba de la paz de Dios y del Universo... ¡y no conseguía sentir nada! ¿Acaso había dejado de ser la de siempre o, lo que era si cabe aún peor, acaso sus extrañas percepciones extrasensoriales no fueron más que la materialización del desesperado anhelo, de la eterna resistencia humana a aceptar la inevitable realidad de la perpetua pérdida? Esa idea le infundió un doloroso desasosiego, una incitación al abandono de sus propias convicciones y la desagradable sensación de creer que la esporádica manifestación de su fragilidad no era sólo una consecuencia de su cobarde e inútil lucha contra el invencible olvido, sino que se trataba de la intermitente puesta en escena de la extrema debilidad arraigada desde siempre en lo más profundo de su alma.

El martes amaneció hundida, agotada física y mentalmente, vacía, espeluznantemente vacía, sin ganas de seguir, sin fuerzas para continuar, con una terrible idea rondándole la cabeza...

Por primera vez en su vida comenzaba a comprender los motivos que impulsaron a su abuelo y a su escritor predilecto a quitarse la vida. Ahora lo vislumbraba, ahora que ella se veía inmersa en el mismo dilema.

No, su abuelo no se suicidó por miedo a la cárcel; lo hizo porque no le compensaba el sacrificio de seguir viviendo, porque ya había hecho todo lo principal que tenía que hacer en la vida, porque nada del futuro le ilusionaba; porque había acabado su trabajo. ¿Y su admirado Stefan Zweig? ¿Por qué llegó a ese extremo quien tenía la visión más sutil de los sentimientos y las pasiones humanas, aquel que con tanta maestría supo transmitir los valores fundamentales de la vida? Zweig parecía tenerlo todo: talento, éxito, solvencia económica, estabilidad emocional, respeto de la crítica... ¿Qué le llevó, pues, a ese fatal desenlace? Noelia había leído mil veces sus últimas palabras: «Creo que es mejor finalizar en un buen momento y de pie una vida en la cual la labor intelectual significó el gozo más puro y la libertad personal el bien más preciado sobre la Tierra». Pero nunca llegó a creerse esa nota de despedida a pies juntillas; se había escrito tanto sobre su suicidio que incluso se aventuró como causa la inminente revelación de algún escándalo... Pero ahora sí estaba segura. Su origen judío lo hizo abandonar su país, ante la propagación del antisemitismo; poco después sus libros serían prohibidos en la Alemania nazi. La desolación que planeaba sobre el mundo, el incomprensible holocausto, la defraudación de sus propios congéneres y el convencimiento, tras la caída de Singapur, de que el nazismo extendería su veneno por todas las culturas y los pueblos del planeta hicieron que el 22 de febrero de 1942, en la ciudad brasileña de Petrópolis, muriera por sobredosis de medicamentos junto a su mujer. El porvenir —que él creía desolador— dejó de ilusionarle; no había nada que le impulsara a continuar. Y eso era justo lo que le ocurría ahora a ella: no quería encarar el futuro; sin Samuel no merecía la pena seguir viviendo.

Hacía rato que el bolígrafo bamboleaba nervioso sobre el papel. Noelia quería despedirse de Marta y no le salían las palabras, quizá porque no las había. Finalmente, en trazo irregular, casi ilegible, consiguió dejar una nota muy escueta: «Lo siento mucho, Marta: no puedo seguir». Al fin y al cabo daba igual lo que escribiera porque ella no lo entendería, no hay quien pueda entenderlo sin sufrirlo antes en sus propias carnes. El sentimiento de culpa, la vergüenza, el desfallecimiento ante los duros golpes o la tristeza infinita conducen a la suposición de una venidera permanente infelicidad, un eterno vacío... y quien siente esto sólo quiere morirse para acabar con el suplicio.

Estaba decidida; sin embargo, no podía evitar que le temblaran las manos y que sintiera un pellizco en el estómago similar al trémulo pavor interno que se apodera de la persona honrada que, sabiendo que no debe hacerlo, se apropia de algo que no le pertenece. ¿Por qué las cápsulas quemaban en sus manos si no tenía miedo? ¿Acaso no era ésa la solución que había elegido? ¿Elegido? ¿Se puede elegir esa opción, así, sin más? ¿No lo había reprobado con anterioridad una y cien veces? ¡No, no, no...! El hecho de que comprendiera y sintiera ella misma las funestas emociones que acompañaron a su abuelo y a Zweig no justificaban el suicidio. Una cosa era tener ganas de morir y otra, muy distinta, ejecutar ese deseo. ¿O es que uno es sólo uno mismo? ¿Qué hay de los demás? ¿Se merecía Marta un nuevo sufrimiento por su pérdida? ¿Y todo lo bueno que podría hacer en Kenia? ¿Tenía derecho a denegar su ayuda a cuantas personas esperaban su retorno? ¿Quién se creía que era para detener el curso de su destino? Se arrepentiría eternamente y pediría a gritos a Dios, a ella misma, una nueva oportunidad donde la desgracia la incitara de nuevo a elegir entre ser fuerte o cobarde. ¡Cobardes! Eso es lo que son todos los que se suicidan. Cobardes y egoístas que no tienen valor para afrontar un futuro ingrato y deciden, sin importarles absolutamente nada el daño que dejan en las personas que les rodean, huir para siempre con tal de no hacer frente a las dificultades de la vida. Su abuelo no debió asesinar a Ricardo porque permitió que el odio envileciera su alma, pero pudo llegar a perdonarlo por ello. Sin embargo, jamás consiguió perdonar, aun queriéndolo con locura, el hecho de que no diera la cara por sus actos, que no afrontara las consecuencias del camino que había elegido y huyera de la vida para dejarla sola. Y no es que le doliera estar sola, le dolía no poder volver a disfrutar de su cariño. Con un desgarrador alarido lanzó las pastillas contra la pared y se dejó caer sobre la cama, sumida en un mar de llanto. Por más que le doliera seguir, por más que se clavara en sus carnes cada minuto de las manecillas de la vida, ella ni había sido cobarde ni lo sería jamás.

—Hay algo que no encaja en este modelo ideal...; no sé: tu interpretación del significado de la vida, la explicación de nuestra existencia —le dijo Samuel aquella noche mágica que dedicaron a conversar largamente sobre Dios.

—En el Universo todo encaja, Samuel, todo. El caos es sólo aparente: cualquier suceso, por insignificante que pueda parecer tiene su significado.

—¡No puede ser! —exclamó él sin poder reprimir su connatural disposición a debatir enérgicamente sobre aquellos temas en los que creía ciegamente llevar la razón— ¿Puede tener algún significado coherente el sufrimiento, la desgracia, la violencia y la barbarie? ¿Cómo se justifican sesenta millones de víctimas en la Segunda Guerra Mundial en un sistema que debe basarse en la paz y el amor? Bien, las guerras son engendradas por el hombre..., ¿y las enfermedades?, ¿y las catástrofes naturales? ¿Qué explicación podemos ofrecer a los familiares de los 250.000 fallecidos en el tsunami de 2004? ¿Cómo se digiere el terremoto de Haití en el que...?

—Samuel —lo interrumpió ella con su habitual tono tranquilizador—: te estás alterando.

—¿Eh?... Bueno..., perdón, Lucía..., yo..., es que me indignan ciertas cosas —balbuceó ruborizado.

—No importa. Sé que no es fácil comprender, menos aun asimilar tanto padecimiento aparentemente gratuito. Todo el sistema se basa en la dicotomía antagónica de los sentimientos.

—¿Una nueva corriente ideológica? —inquirió Samuel.

—¡Nada de eso! Esto es tan antiguo como la misma existencia. ¿Recuerdas el mito de la caverna de Platón? Los encadenados cautivos en la cueva sólo podían ver las sombras proyectadas por una hoguera que no les estaba permitido contemplar. Su único conocimiento era la imagen distorsionada de la realidad. No conocían la luz ni podían sospechar de la existencia de una vida distinta fuera de la caverna. No podían imaginar que las sombras escenificaban la proyección deformada de la realidad. Es una extraordinaria alegoría sobre la situación del hombre con respecto al conocimiento, susceptible de muchas interpretaciones, pero la moraleja que me gustaría hacerte llegar es que sólo podemos saber que la sombra es sombra si conocemos la luz. De igual forma, no podemos alcanzar a entender el infinito gozo que nos brinda la luz si antes no hemos conocido las sombras.

—¿Quieres decirme que ambas se necesitan?

—¡Exacto! —Noelia sonrió al ver que Samuel comprendía perfectamente el ejemplo—. No hay calor sin frío, ni belleza sin fealdad, ni alegría sin tristeza..., ni bien sin mal. La desgracia de la que hablabas debe existir para que se pueda comprender íntegramente la felicidad. Sólo sufriendo podremos valorar en su justa medida la alegría. La meta que persigue el hombre es alcanzar la paz, el ilimitado amor, llegar al estado pleno de felicidad y para ello no hay más remedio que recorrer antes los escabrosos caminos del horror.

—No es fácil de aceptar, Lucía: ¿debe alguien sufrir para que otros entiendan el verdadero significado de la felicidad? ¿Es eso justo?

—Los mortales jamás podremos entender el verdadero alcance de la justicia. Hay una curiosa novela de Zweig,
Los ojos del hermano eterno
, donde un afamado juez duda sobre la ecuanimidad de sus sentencias y decide probar por sí mismo sus castigos, para conocer si su vara de medir es realmente justa. Después de poner en juego su vida, su reputación y la de su familia, acaba descorazonado, olvidado por todos, convencido de la imposibilidad humana de administrar justicia en la precisa medida que nuestros actos se merecen. El que padece puede que esté recibiendo justamente lo que se merece, la voluntad de Dios, la voluntad de él mismo, que quiere enmendar sus errores pasados, sentir en su propia alma la magnitud del daño que llegó a provocar en otras vidas anteriores.

Al recordar ese momento Noelia dejó escapar la primera sonrisa desde que recibió la noticia del fallecimiento de Samuel, hacía ya una semana. La expresión de sorpresa de Samuel fue como la del osezno que descubre un día de primavera las maravillas de la naturaleza. Estaba escuchando tantas cosas nuevas para él que no tenía tiempo para asimilarlas, ni siquiera para ordenarlas. Y encima le caía de golpe su teoría sobre las reencarnaciones y las sucesiones de vidas...

Su avión con destino Nairobi despegaría dentro de cuatro horas. En sólo unos días lo había organizado todo. Marta al principio se opuso, aunque sin mucha insistencia; luego se brindó a ayudarla en todo lo que necesitara. Incluso le prometió que en un par de meses iría a visitarla, que lo haría todos los años si no regresaba..., porque en esta ocasión Noelia pensaba marcharse para no volver. Estaba convencida de que encontraría nuevas fuerzas para seguir viviendo en el corazón de África, el lugar que tanto la había llenado como persona.

Los preparativos del viaje habían sido un poco precipitados, pero quería partir cuanto antes para iniciar una nueva etapa en su vida. Tomó su teléfono móvil para llamar a Marta. Marta..., su mejor amiga ni siquiera sabía la verdad, su verdadero nombre, el drama de su infancia. No había tenido ocasión para contárselo en esos días, pero se había jurado hacerlo cuando se reencontraran en Kenia.

Encendió de nuevo su aparato después de tantos días. El servicio de mensajería dejó una nota bajo la puerta por encontrarse ausente cuando intentaron entregar el paquete con el teléfono, pero ella no había pasado a recogerlo hasta el viernes por la mañana, cuando iba de camino al aeropuerto para tomar el vuelo a Madrid, donde quería apurar su último día en España. ¡Y sólo antes de abandonar el hotel lo había cargado unos minutos! Aunque debía tener escasísima batería, quería charlar un poco con Marta, decirle que ya estaba en el aeropuerto, que en una horas saldría para Kenia y... que se cuidara, que la quería muchísimo. Nunca antes se lo había dicho; no hacía falta. Pero sentía la necesidad de hacerlo antes de partir, porque le dominaba una inquietante congoja, el extraño presentimiento de que tardaría mucho en volver a verla. Nada más activarse el teléfono comenzó a recibir los mensajes pendientes. Casi todos eran llamadas recibidas mientras estuvo desconectado, pero entre la lista había uno que le paralizó el corazón: era de Samuel.

Las lágrimas comenzaron a descender en tropel por sus mejillas. Lo había enviado el pasado sábado 12 de junio, seguramente minutos antes del accidente. Noelia lloraba amargamente mientras leía el texto. Lo hizo por dos veces consecutivas: la primera atropelladamente; la última muy despacio, imaginando en cada palabra su expresión de fascinación y la felicidad que irradiarían sus ojos: «Tendrías que ver esto. Estoy en el túnel más largo del mundo. Van apareciendo zonas con luces de colores. Es impresionante. Te quiero».

Volvió a guardar el teléfono; no estaba en condiciones de hablar con Marta en ese momento, quizá más tarde... De repente, de nuevo ese infinitesimal estado de shock que le acompañaba desde niña, esa misteriosa secuencia de imágenes y datos bullendo en su cabeza a un ritmo frenético, como cuando resolvía el cubo de Rubik, las combinaciones ajedrecísticas más complicadas o los problemas de ingenio más enrevesados. El túnel, la oscuridad, las luces de colores, Samuel...

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