El eterno olvido (28 page)

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Authors: Enrique Osuna

Tags: #Intriga / Suspense / Romántica

Por primera vez desde que llegó a Noruega sintió calor. Fue a poner en marcha el climatizador, pero al posar la vista sobre el salpicadero un repentino pavor atravesó todo su cuerpo haciéndole pisar el freno hasta el fondo. La sangre se le heló al comprobar que el reloj le indicaba algo que sencillamente no podía ser cierto: ensimismado con sus pensamientos, no se había dado cuenta de que hacía casi cuarenta minutos que había dejado atrás la tercera área de descanso. Incomprensiblemente, aún seguía en el túnel.

Capítulo 22

No podía ser: debía haber recorrido casi cincuenta kilómetros desde que pasó por el accidente y la longitud total del túnel no llegaba a los veinticinco. Completamente aturdido, se bajó del coche. Un silencio sepulcral se veía interrumpido únicamente por el sonido del ralentí del motor. Miró a ambos lados de la carretera y lo único que vio fue la oscuridad amortiguada por la mortecina luz que someramente iluminaba el túnel. Estupefacto, se convenció de que no se había cruzado con ningún otro vehículo desde que llegó a la última área de descanso. De pronto se le vino a la cabeza la alucinación que sufrió en el parque Vigeland y volvió a tomar forma en su imaginación el rostro de piedra del niño enojado hablándole. Un sudor frío se apoderó de su cuerpo. Dominado por el pánico, volvió a subir al coche y apretó atropelladamente el pedal del acelerador. Instantes después circulaba por el túnel a casi doscientos kilómetros por hora. Esa delirante situación se prolongó por unos diez minutos, hasta que su corazón fue desacelerando el frenético ritmo de bombeo de sangre y su mente logró escapar de la jaula de locura donde había quedado encerrada. Poco a poco fue disminuyendo la velocidad del vehículo hasta detenerlo por completo.

Ya más calmado, Samuel comenzó a recapitular los últimos acontecimientos: «Esto debe tener su explicación —se dijo—. El túnel tiene una longitud de 24,5 kilómetros, pues lo vi con mis propios ojos en un cartel indicador. Si las tres áreas de descanso dividen el recorrido en partes aproximadamente iguales, como así me pareció, la última de ellas debía de estar a unos 18 kilómetros de la entrada. Tras pasar por allí conduje por unos cuarenta minutos, pongamos treinta, a una media de... poco más o menos 80 Km/h, lo que equivaldría a un trayecto de unos 40 kilómetros. A continuación he volado unos diez minutos a... 180 Km/h de media como mínimo. Esto me ha hecho recorrer otros 30 kilómetros, lo que sumado a lo anterior totalizaría... ¡88 kilómetros! ¡Esto es totalmente imposible: esa longitud es muy superior a la de los más largos túneles ferroviarios del mundo!».

Samuel no tardó entonces en comprender que la única explicación física a lo que le estaba ocurriendo pasaba por considerar que, por alguna extraña razón, después del percance acontecido en la tercera zona de descanso había sido enviado a un circuito cerrado. Y parecía que él era su único morador... Sin embargo, al menos un par de vehículos fueron desviados por el mismo carril antes que él. «Pero cuando pasó el monovolumen que me precedía, me retuvieron durante un par de minutos antes de darme paso —recordaba Samuel—. ¿Acaso ellos volvieron a la carretera principal del túnel y yo no? Seguramente, pero... ¿por qué razón?». En ese instante pensó que quizá se hallaba en una vía de servicio, destinada al mantenimiento, o bien en una salida de emergencia para casos de accidentes graves con incendio y que, por un descuido garrafal, había sido «olvidado» allí. Buscó en el bolsillo de su chaqueta la tarjeta que le había dejado Kristoffer, pero no pudo telefonear porque se encontraba en un lugar sin cobertura. En cualquier caso, la hipótesis que barajaba, aun siendo esperpéntica, era más que factible, así que debía existir alguna que otra salida visible, o al menos algún poste para llamadas. Decidió realizar la búsqueda caminando, pensando que le vendría bien estirar un poco las piernas. Se pasó al lado izquierdo, considerando que por allí sería más probable encontrar algo que se le hubiera pasado desapercibido mientras conducía. Unos minutos después descubrió empotrado en el muro un pequeño panel que, a modo de ordenador, incluía el alfabeto y la numeración tradicionales, junto con una tecla de validación y una pequeña pantalla. Parecía encontrarse apagado, pero al pulsar sobre una letra la tecla se iluminó. Cuando a continuación presionó otra, se encendió ésta última pero se apagó la anterior. Tras toquetearlo todo durante un rato, determinó que el aparato debía sufrir una avería, por lo que resolvió continuar caminando hasta encontrar un nuevo panel o la puerta que lo comunicara de nuevo con el mundo exterior. Quince minutos más tarde se topó con otro de esos módulos informáticos incrustado en el muro. Para su desgracia, no se diferenciaba un ápice del anterior, ni en el diseño ni en la funcionalidad. La bandera de la preocupación volvía a ondear con bravura. Su móvil seguía sin cobertura y no conseguía ver ninguna señal, una simple luz de emergencia, alguna puerta aunque estuviera cerrada, el más mínimo vestigio de vida... En un halo de esperanza, pensó que existía la posibilidad de que ambos dispositivos de emergencia estuvieran dañados. Dudó entre regresar en busca del coche o continuar a pie. Eligió esta última opción. Equidistantes entre ellos fue encontrando más paneles, todos iguales, todos inservibles... Después de casi dos horas de caminata se hallaba completamente angustiado. Pensó que igual estaba transitando por un tramo del túnel abandonado tras la construcción, mas enseguida desechó esa idea: ¿qué sentido tenía mantener entonces las luces encendidas? A la natural zozobra derivada de la kafkiana situación en la que se veía inmerso, comenzó a unirse la fatiga física provocada por el insoportable calor que hacía y por el volumen de aire enrarecido que se iba filtrando por sus pulmones. El inquietante silencio y la lánguida luz intensificaban la enloquecedora claustrofobia que, como si de un letal virus se tratara, iba atacando y destruyendo cada una de sus células, haciendo presagiar un funesto desenlace. Cuando la desesperación estaba a punto de alienar su juicio, distinguió en el horizonte un contorno familiar, por fin un amigo, un compañero en su desdicha... Su situación no mejoraba, pero al menos se mitigaría la horrible sensación de soledad que le devoraba las entrañas: su coche aparecía de nuevo en el camino.

Exhausto, se dejó caer sobre el asiento del conductor. Lo llevamos en los genes. Los primates han vivido desde la eternidad en manadas, nuestros más lejanos ancestros se organizaron en tribus y la sociedad civilizada se ha estructurado en familias. Las personas siempre han demandado compañía. Las tertulias entre vecinos dieron paso, con la llegada de la radio y, sobre todo, de la televisión, a las reuniones familiares al calor del hogar. La irrupción de los ordenadores ha privatizado el contacto humano, pero no ha variado una pizca siquiera, con el transcurso de los milenios, la innata iniciativa por buscar compañía, el amparo de la presencia humana aun en la distancia, la necesidad de percibir a alguien de nuestra especie: ver su imagen, escuchar su voz, leer sus mensajes...; saber, en definitiva, que no estamos solos. Y Samuel precisaba oír voces, sentir de alguna forma el calor humano. Guiado por el instinto accionó la radio, mas como era de esperar, no funcionaba. El CD insertado en el reproductor musical contenía exclusivamente música tradicional noruega, y no era eso lo que exigía a gritos su cerebro. Las aturrulladas articulaciones de sus manos, en un alarde de absoluta falta de sincronización, lucharon nerviosas por abrir la guantera. El baldío compartimiento certificó la ineficacia de su iniciativa. De un manotazo apagó el reproductor y accionó con todas sus fuerzas la bocina del vehículo, una y otra vez, sin pensar que podía llegar a agotar la batería, desistiendo sólo cuando no podía soportar el punzante dolor que palpitaba en la yema de sus dedos. Entonces se levantó para lanzar un grito agónico: «¿Es que no hay nadie que pueda oírme?». La deflagración de su ira retumbó por todo el túnel. Luego regresó el más absoluto de los silencios, profundo, inconmensurable, espeluznante... y Samuel no tuvo más remedio que buscar amparo en la música instrumental, al menos hasta que volviera a calmarse.

Impotente para estructurar ningún plan, se recostó en la parte trasera del automóvil. Paulatinamente el sosiego fue haciéndose dueño de la situación, y con él se apaciguaron los desbocados pensamientos y las ideas volvieron a trotar controladas por las riendas de la lucidez: «Estoy en una condenada vía destinada al mantenimiento y a la evacuación en casos de emergencia —reflexionó Samuel—, donde los trabajadores habrán acabado su jornada laboral y, por puñetera casualidad, no funcionan los puntos de llamada al puesto de control de guardia. Mañana a primera hora reanudarán su actividad los operarios y todo habrá terminado, si es que no me rescatan antes... Joar debe estar desesperado aguardando mi llegada. En Bergen estarán también al tanto de mi desaparición y es más que seguro que, a estas horas, andarán buscándome. Saben que salí de Laerdal y que no llegué a Aurland, así que pronto averiguarán que con el accidente fui desviado de la carretera y negligentemente abandonado en este maldito lugar. Será cuestión de horas, así que lo que tengo que hacer es no perder la calma y desterrar mis estúpidas paranoias. Cierto es que se ha arruinado la fiesta, pero se hará mañana y, finalmente, todo quedará en una anécdota». Ese natural razonamiento templó sus ánimos. Sereno y relajado, apagó la música y se acomodó nuevamente en los asientos para no tardar en conciliar el sueño. Durmió durante varias horas, hasta que una desagradable sensación de sequedad en la garganta lo hizo despertar: tenía sed. Se incorporó y fue a mirar en el maletero, mas la suerte le seguía siendo esquiva: no había ni gota del vital elemento. Su reloj marcaba las once y cuarto de la noche. No había más remedio que resignarse a esperar algunas horas. Pensó que lo mejor sería intentar dormir un poco más; pronto llegarían los trabajadores... De repente un terrible descubrimiento sacudió todo su cuerpo con la intensidad de una letal descarga eléctrica: el día siguiente seria domingo y era más que probable que sólo continuara funcionando allí, si es que existía, el incomunicado puesto de guardia. El sobresalto no consiguió romper, en primera instancia, sus renovadas esperanzas: había desaparecido una persona y un vehículo en un punto muy concreto. ¡No debía ser tan complicado localizarlo para los creadores de un concurso de ingenio, personas inteligentes, se suponía...! Pero poco a poco nuevas ideas fueron tomando cuerpo en su mente: «¿Y si piensan que perdí la tarjeta de Joar? ¿Y si creen que Kristoffer me dio unas instrucciones equivocadas y no quieren molestarlo en el posible trance del fallecimiento de su padre? ¿Y si deciden esperar unos días para denunciar mi desaparición?».

No pudo volver a conciliar el sueño, angustiado por la posibilidad de que no lo buscaran y que transcurriera un día entero sin que ningún operario apareciera por aquella vía. De pronto, otra suposición martilleó su maltrecho ánimo: «¿Y si aparecen por aquí y no me ven? Este túnel es demasiado grande...». Alarmado por esa aciaga hipótesis, decidió averiguar la longitud del circuito. Para ello fue a buscar su equipaje, una pequeña trolley que reinaba solitaria en el maletero del automóvil. La colocó en medio de la carretera, se montó al volante y puso el cuentakilómetros a cero. Cinco minutos después volvía a encontrarse con ella; el contador marcaba 9 kilómetros y 420 metros. Con febril premura, como si fuera a entrar alguien en ese momento en algún punto del túnel, recuperó la maleta y comenzó a recorrer de nuevo el circuito, parando cada 500 metros para dejar sobre la calzada una prenda: la chaqueta, las camisas, la corbata, los calcetines... todo cuanto había. Y cuando se hubo acabado su contenido comenzó a desperdigar cuanto podía arrancar al coche: los parasoles, las alfombrillas, los limpiaparabrisas... Luego se sentó con la esperanza de que, aun siendo domingo, apareciera algún operario. La espera se hizo eterna. Cuando por fin dieron las seis de la mañana, se levantó y comenzó a pasear nervioso en cortos movimientos de ida y vuelta, ansioso por escuchar voces, o pasos, o... cualquier cosa. Pero las horas transcurrían y nadie hacía acto de presencia. Las siete de la mañana, las ocho, las nueve..., hasta que resignado se convenció de que ese día no era laboral para el personal de mantenimiento. No quería ni imaginarse lo que pasaría si el lunes se repitiese la misma infructuosa espera. «Sencillamente eso es imposible —intentaba convencerse—. Alguien tiene que trabajar aquí, aunque sea para reponer las luces. Mañana seguro que vendrán...».

El día se le antojó interminable. Tuvo tiempo para repasar íntegramente la novela de su vida, recreándose una vez más en los últimos episodios, especialmente los ratos disfrutados con Noelia y ese beso de fuego en el aeropuerto...

A medida que transcurrían las horas iba perdiendo el control sobre sus pensamientos. Las imágenes se sucedían por su mente, ora fugaces y plácidas, ora pausadas y desagradables, moldeadas por su subconsciencia como nubes de algodón en manos del caprichoso viento. Su cerebro llevaba mucho tiempo pidiendo a gritos algún aporte de energía y Samuel no se percató de ello hasta que a media mañana un atroz apetito le recordó que llevaba veinticuatro horas sin ingerir absolutamente nada. Sin embargo, la demanda culinaria no era nada en comparación con la espantosa sed que estaba padeciendo. Aquel día fue el más largo de su vida: Samuel no hacía otra cosa que esperar el santo advenimiento del lunes, que parecía no llegar jamás. Entre ensoñaciones y pesadillas que fustigaban su congoja fueron deslizándose las horas por la pasarela de la desesperante impaciencia. A las cinco de la mañana estaba en pie, agobiado por el sofocante bochorno. Caminaba con dificultad, con los músculos entumecidos por la escasez de oxígeno transportado por la sangre, víctimas directas de los primeros síntomas de la deshidratación. Los trabajadores debían comenzar a las seis o a las siete de la mañana, en el peor de los casos a las ocho. Pero nada de eso ocurrió. Quince minutos después de las nueve Samuel se derrumbó definitivamente, cayendo a plomo en medio de la calzada. Su llanto desgarrado resonó en mil lamentos a través del interminable abismo del túnel. Lloraba amargamente, a gritos, retorciéndose de rabia sobre la fría pista de su maldita cárcel. Lloraba de impotencia, compadeciéndose de su mala suerte. A escasos metros de allí, contemplaba la dolorosa escena un despedazado trozo del tapizado del coche, que yacía en la carretera frustrado por no haber podido cumplir aún con la última finalidad de su agotada existencia: dar la voz de alarma a algún obrero y salvar así la vida de aquel que había destrozado la suya propia.

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