El eterno olvido (41 page)

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Authors: Enrique Osuna

Tags: #Intriga / Suspense / Romántica

Caminaron por una amplia acera. A su derecha se sucedían variadas edificaciones con locales comerciales en los bajos; a la izquierda una disciplinada formación de árboles flanqueaban el precioso estanque del Byparken, el parque más importante de la zona centro. Acabaron en el Fisketorget, el conocido mercado del pescado, y el mar se abrió al fin ante sus ojos. Eran casi las once de la noche, y aunque el mercado había cerrado hacía varias horas, aún se palpaba en el ambiente el eco del bullicio diario, fruto del despliegue de turistas que atiborran esta bella ciudad en la época estival. Pidieron unos refrescos y unos perritos calientes en un puesto y continuaron el paseo bordeando el muelle. Parecían una pareja más de turistas disfrutando de su luna de miel. Entonces presenciaron algo espectacular. Justo cuando el remolón astro se despedía de la ciudad aparecieron ante sus ojos las famosas casas de madera del muelle de Bryggen. El baño crepuscular vistió el pintoresco paraje de un elegante traje escarlata para recibir a sus invitados; el reflejo dorado sobre el trozo de mar cautivo en el puerto de Vagen aderezó el recibimiento. Samuel y Noelia se tomaron de la mano y contemplaron mudos la belleza en su estado puro. Permanecieron inmóviles durante varios minutos, porque aquello era lo más maravilloso que jamás habían visto... y porque necesitaban dilatar el hechizo de aquella prodigiosa estampa, en el temor de que fuera la última puesta de sol que volvieran a ver juntos.

Consumado el ocaso, la noche hizo suya aquel bastión del patrimonio de la humanidad. El fuego de la vida desaparecía de las calles por unas horas, pero el fuego de la pasión ardía con virulencia en las manos entrelazadas de los jóvenes amantes. Ansiaban intimidad, cuanto antes, con urgencia, porque había llegado por fin el momento, porque estaban solos en el Universo y querían hacer que sus cuerpos imitaran a sus almas ya unidas para la eternidad, porque si esperaban un minuto más se iban a volver locos.

Abordaron a una pareja de japoneses que pasaban justo a su lado en ese instante para que les aconsejaran sobre algún buen hotel cercano, pero ni ellos hablaban inglés ni Noelia tenía nociones de su idioma, por más que dominara varias lenguas, entre ellas el chino. Sólo comprendieron la palabra «hotel» y le indicaron con gestos que siguiendo la dirección que llevaban encontrarían el Radisson Blu, un buen hotel a juzgar por la expresión de satisfacción de los nipones. Pero como no conseguían verlo en el horizonte, Samuel no se lo pensó dos veces y paró un taxi. «El Radisson Blu Norge, ¿verdad? —preguntó el taxista— ¡No iba a ser el Radisson Blu Royal, que está justo ahí al lado!». Ambos asintieron. Efectivamente, detrás de la hilera de casas de madera de Bryggen se encontraba el hotel sugerido por los japoneses, apenas a cien metros de donde estaban. Intercambiaron una mirada de complicidad y luego comenzaron a reír sin reparo, ante el mosqueado gesto de reproche del taxista, que no entendía a cuento de qué venía aquella explosiva manifestación de hilaridad.

No se atrevieron a ordenar detener el taxi en ese instante, menos aún después de las carcajadas. Por suerte, no tardaron en llegar al Radisson Blu Norge Hotel; se ubicaba cerca del Byparken, el lugar por donde habían pasado hacía sólo un rato.

Noelia presentó su documento de identidad y una tarjeta de crédito, ambos con su verdadero nombre. Confiaba que su identidad siguiera siendo un secreto al menos por una noche más. Solicitó hospedaje para cinco días, con idea de eludir una posible comprobación de las pernoctaciones contratadas para sólo esa noche. Poco después cerraban la puerta de la habitación y se quedaban a solas.

Sus ojos se clavaron en los de Samuel. Al fondo se le aparecía difuminado el cabecero de la cama: un marco de sapeli y dos bandas transversales, una verde y la otra azul: la naturaleza y el cielo, la esperanza y la paz...; luego dejó de ver nada que no fuera él.

Sus cuerpos comenzaron a bailar al son de una imaginaria melodía, atrapados en un beso de fuego, mientras se acariciaban con la serena paciencia del que logra detener el tiempo y puede disponer de él a su antojo, haciéndolo infinito, ambiguo hasta perder su primordial razón de ser, y en esa mística coyuntura se dejaron atrapar por la ingrávida sensación de que no existía nada en el mundo salvo ellos. Los giros se sucedían y a cada nueva vuelta sus cuerpos se entrelazaban más y más, confundiéndose ambos en una espiral de ternura. Se miraban y sonreían, conscientes del amor que envolvía aquel maravilloso momento. Sus manos querían multiplicarse para abarcar más piel, sus cuerpos buscaban tocarse hasta fusionarse, con la ambición del que quiere más, muchísimo más, del que lo quiere todo, del que se entrega por completo porque su cuerpo no es uno diferenciado, porque su ser no existe sin el otro que está a su lado, porque necesita de su aire para respirar, de su roce para vivir... Noelia acercó su índice al ojo izquierdo de Samuel, haciendo saltar una pequeña lágrima que temblaba temerosa de ser descubierta; luego la acercó hasta su boca y la besó con dulzura. Lloraban los dos, de emoción, de alegría inmensa, agradecidos por la dicha suprema que Dios, el destino, la casualidad o lo que fuera les había concedido, esa felicidad que todos hemos sentido alguna vez, el hechizo de ese instante, esos mágicos segundos minuciosamente escogidos de entre tantas miles de sacrificadas horas que acumula una vida, esos ratos inolvidables que nos inundan de felicidad y se quedan grabados a perpetuidad en la primera página de lo mejor de nuestra vida, ese amor al que entregamos toda nuestra esencia; ese venturoso instante, que un día recordamos emocionados, por el que todo valió la pena... Y ellos danzaban aislados en la sala del amor, como todos lo hemos hecho alguna vez..., deseosos de sellar para siempre un tácito trato: que el tiempo que les quedase por vivir lo hicieran juntos, juntos o nada, los dos o nada, pasara lo que pasara, pasaran los años, pasara la pasión...; juntos para siempre.

Luego dejaron de girar. Se detuvieron para contemplarse, para volcar los sentimientos a través de sus miradas, y comenzaron a desnudarse, con detenimiento, gozando de cada segundo, haciendo cada instante eterno. Sintieron un indescriptible escalofrío cuando sus pechos desnudos se encontraron. Sus manos emprendieron un minucioso recorrido por cada milímetro de la codiciada piel, haciendo inmortal cada instante, hasta que se dejaron caer sobre el lecho y cada cual hizo suyo el cuerpo del otro, respirando su aire, sorbiendo gota a gota el jugo de su vida, con la extraordinaria mezcla de mimo y vehemencia que sólo el amor es capaz de conjugar. Y así permanecieron en silencio, los únicos seres del Universo unidos en uno solo, piel con piel, alma con alma, en un tiempo que les pareció imperecedero... hasta que Samuel, separándose un poco, se dirigió a ella acariciando sus mejillas.

—Ahora sé quién eres realmente: tu sola presencia ayuda a quien te contempla a luchar contra ese enemigo invisible que habita en las mentes devorando las células de la entereza. Con sólo mirarte consigo mantenerme estable en la cordura. Sé quien eres, Noelia: tú eres el equilibrio, la viva reencarnación de la armonía...; eres todo para mí. No me dejes nunca...

Ella tomó su mano.

—¿Sabes? Lo pasé muy mal durante mucho tiempo, pero siempre supuse que había algo, una razón para continuar con ilusión más allá de la satisfacción de entregarme al prójimo...; hoy sé que la razón eres tú.

—Te amo.

Acto seguido se fundieron en un beso y el magnetismo de su pasión los unió de nuevo en un solo ser, manteniendo vivo en un tiempo inexistente el fascinante embrujo de aquella inolvidable noche.

Capítulo 31

Hacía más de tres años que Berit Tangvald trabajaba en el subsuelo. Tenía un salario digno y disfrutaba de unas condiciones laborales aceptables, superiores incluso a las de cualquier otro trabajador del ramo. Pero en su rostro se dibujaba la tristeza y el cansancio. Sabía que jamás tendría otra ocupación y que seguiría acudiendo continuamente a aquella repulsiva madriguera de víboras hasta el final de sus días... que inevitablemente llegaría cuando Flenden lo creyera oportuno; su vida estaba en sus manos desde que lo conoció y así seguiría por siempre.

Trabajaba cuatro días consecutivos de 6 a 14 horas. Luego descansaba tres días para comenzar el siguiente turno de cuatro jornadas en horario de 14 a 22 horas. Volvía a librar tres días y completaba el ciclo con un nuevo turno en horario de 22 a 6 horas. Su encargado no parecía ser mala persona. No era tan irascible como el resto del personal de mando y a veces incluso se permitía alguna broma. Aceptaba de buen grado los cambios de turnos y atendía, en la medida en que no se viera comprometido, las demandas que el personal a su cargo le planteaba. Berit creía ver en sus ojos cierta melancolía, como si en el fondo, al igual que ella y —suponía— la mayor parte de los obreros, deseara salir definitivamente de allí.

Podría decirse que el ambiente de trabajo no era malo; sin embargo, un tufillo de desconfianza impregnaba la atmósfera. Cada cual recelaba hasta de su sombra. Los operarios sólo conversaban sobre temas triviales y jamás intercambiaban impresiones acerca de la existencia de aquellas instalaciones, ni mucho menos las circunstancias que les habían conducido hasta allí. Berit se había acostumbrado a cumplir con su trabajo sin rechistar ni preguntar nada; simplemente se limitaba a acatar a rajatabla las instrucciones que recibía de su encargado. Un trabajo, a fin de cuentas, como otro cualquiera, que podría sobrellevarse con humildad y paciencia, si no fuera porque desde que entraba en aquel agujero hasta que salía un miedo atroz dominaba sus actos, una manía obsesiva que la corroía por dentro y no le permitía pensar en otra cosa: el temor de cruzarse con Flenden.

No había día que no maldijera el momento en que lo conoció. Era una noche fría de febrero. Hacía dos meses que trabajaba en un pequeño bar del barrio de Holmlia en la capital noruega. Dos chicos jóvenes con claros síntomas de embriaguez bromeaban con ella. Tenía a la sazón diecinueve años recién cumplidos y era muy atractiva. Se aproximaba la hora de cerrar, pero aquellos muchachos le habían pedido una última cerveza. Entonces apareció Flenden. Vestía un abrigo largo de cuero negro, inapropiado para los quince grados bajo cero de la calle. Llegó exhalando el gélido aire del exterior. Se frotó las manos para entrar en calor y la miró de arriba abajo. Luego pidió educadamente una copa de akevitt, seguramente para celebrar por anticipado su nueva conquista. Los jóvenes al verlo se mofaron de su aspecto. Uno de ellos comentó que acababa de hacer acto de presencia el Conde Drácula, lo que provocó las carcajadas de su compañero. Sin que éste hubiera parado aún de reír solicitó la cuenta, acompañando la petición con una insinuación un tanto atrevida. «¿Te están molestando estos muchachos?», preguntó Flenden sin mirarlos. Berit no respondió; el pánico —hacia él y no a los chicos— no le permitió hacerlo. Flenden advirtió la repentina palidez de su rostro. Apuró la copa y se dirigió a los jóvenes en tono amenazador: «Largo de aquí». Ambos irrumpieron en nuevas risotadas. Eran jóvenes y fuertes y se sentían seguros. «Una rata que habla», dijo uno de ellos. Fueron las últimas palabras que pronunció en su vida. Flenden le propinó tal golpe en la laringe que le cortó la respiración. El amigo acudió presto a socorrerlo y al comprobar que se estaba ahogando ordenó a Berit que pidiera una ambulancia. Ella no reaccionaba. Contemplaba la escena atónita. Había agarrado por instinto el cuchillo de cortar el pan y le temblaba en las manos. El chico se lo arrebató sin que opusiera resistencia y encaró a Flenden. Éste lo estaba esperando. En una veloz secuencia de movimientos lo desarmó sin dificultad y le asestó una fuerte patada en el pecho, abatiéndolo contra la pared. Todo pudo haber acabado ahí, pero Flenden fue a buscar el cuchillo. Lo que siguió fue espeluznante. Se dirigió al chico que acababa de golpear y le hundió la hoja en el estómago, augurándole una muerte lenta. Luego fue a buscar al primero de ellos, que a duras penas mantenía la respiración. Acabó con sus esperanzas de una bestial patada en la cabeza. Berit lloraba temblorosa agazapada en un rincón. «Cálmate, ya pasó todo», le dijo Flenden. Luego telefoneó a la policía, se presentó y dijo que había ocurrido un incidente; no dio otra explicación. Berit no salía de su asombro cuando lo oyó ordenar «que limpiaran todo aquello». La chica lo miraba aterrada, implorando a Dios no oír lo que aquel sujeto con toda seguridad iba a decirle. Desde entonces, no había mañana que no se levantara con el eco de aquellas cuatro malditas palabras retumbándole en la cabeza: «Te acompaño a casa».

Ella no opuso resistencia; sabía que sería inútil hacerlo. Nada más atravesar el umbral de su hogar y sin que apenas le diera tiempo a despojarse del abrigo, la empujó con brusquedad hasta que cayó de espaldas sobre el sofá. Sin permitir que se volviera le arrancó la ropa a tirones, haciéndole daño con su salvaje furia, hasta desnudarla de cintura para abajo. Apretándole la nuca contra los cojines hasta casi asfixiarla, aquel demonio la poseyó con violencia por atrás, como si fuera una perra. Después se marchó. No quiso volverse para mirarlo: se mantuvo un largo rato postrada, llorando en soledad la salvaje violación. Su despedida se le grabó a fuego en el alma como una maldición: «Volveremos a vernos, querida».

El día siguiente Berit Tangvald no acudió al trabajo. Permaneció todo el día en casa y nadie la llamó, ni la compañera a la que tenía que relevar, ni el dueño del negocio, ni la policía para interrogarla por lo sucedido...; como si no hubiese ocurrido nada. Al caer la tarde el pánico comenzó a apoderarse de su vilipendiado cuerpo. Imaginaba que aquel abominable ser regresaría en cualquier momento y en ese sinvivir pasó la noche en vela, temblando en la frontera de la convulsión. A medida que fueron transcurriendo las horas fue recobrando la serenidad y fueron poco a poco aliviándose sus temores. Dispuesta a no volver a soportar otra noche torturada por la incertidumbre y siguiendo un súbito impulso, abandonó la vivienda a las ocho de la mañana, sin más equipaje que lo puesto, con la intención de tomar un autobús que la llevara a la tranquila ciudad de Hamar, en el condado de Hedmark, donde residía su hermana. Pero no pudo llegar a la estación: unos individuos la estaban esperando en el portal. Ese mismo día entró en las instalaciones de RH.

No le explicaron nada; pasó directamente al quirófano. La operación no revistió dificultad: un pequeño chip soldado a perpetuidad en la base del cráneo la hacía localizable para el resto de sus días. Todos los que, de alguna manera u otra, entraban en contacto con RH eran fichados para siempre con aquella irreversible intervención; así garantizaban el perpetuo sometimiento. Afortunadamente, ni Samuel ni Noelia pasaron por aquel proceso. El uno porque se preveía su inminente ejecución y la otra porque no lo quiso así el impaciente apetito sexual de Flenden.

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