Hacía un día magnífico, por más que Bergen tuviera fama de ser la ciudad más lluviosa de Europa. Las vistas eran impresionantes. A ras del puerto no daba la apariencia de albergar 250.000 habitantes, pues parecía como si la ciudad estuviera ubicada en una reducida extensión de unos cinco kilómetros cuadrados, con edificios muy bellos pero de baja altura. Desde arriba la impresión era bien diferente: se podía admirar perfectamente la vasta dimensión del valle y los edificios que lo poblaban, unos de estilo moderno y otros representativos de la arquitectura escandinava, entre los que destacaban las típicas casas de madera de techos altos.
Durante unos minutos contemplaron con aparente despreocupación la hermosa panorámica que se abría ante sus ojos. Luego se dirigieron a la tienda de recuerdos. Noelia pensó que seguramente la policía estaría preguntando sobre su actual aspecto por todas las instalaciones del hotel, y ella se había paseado por el lobby esa misma mañana con su moderno peinado, parándose a comprar una camiseta en la tienda. Sus pelos cantaban ahora demasiado. Una vez más debía renovar su imagen cambiando de indumentaria y de peinado. Adquirió una camiseta de color negro con un corazón rojo conteniendo la cruz azul de contorno blanco característica de la bandera de Noruega. Justo debajo se podía leer «I love Norway». Con buen criterio desechó la idea de ponerse unas gafas de sol, porque eso es justo lo que haría cualquiera que quisiera ocultar su rostro. Sin gafas estaban más expuestos a ser descubiertos por quienes habían tratado directamente con ellos, pero estos eran minoría —si es que había alguno en Bergen en esos momentos—; al mostrar abiertamente sus caras evidenciaban un desparpajo impropio de quienes estaban huyendo, y eso podría asegurarles un plus de posibilidades de ser automáticamente descartados por la escrutadora mirada de quienes anduvieran buscando fugitivos. El mismo razonamiento servía para la cabeza, aunque en este caso sus llamativos cabellos dorados aconsejaban cubrirlos, por más que en tierras nórdicas predominasen las chicas rubias. De modo que se compró una gorra de color marrón con el dibujo de un trol armado con una enorme maza. A continuación entró en los lavabos, metió la cabeza bajo el grifo para eliminar cualquier rastro de sus efímeras crestas y salió con una renovada imagen. Samuel dejó su rasurada cabeza al aire y sólo cambió de camiseta: eligió una de color gris con la impresión de un barco vikingo. Lamentaron no poder cambiar de calzado y de pantalones, pues la tienda no disponía de esos artículos.
Acto seguido comenzaron a caminar en dirección al bosque. Tomaron un camino de grava y, después de unos minutos, llegaron al lago Skomakerdiket. Se sentaron a meditar a la sombra de un abedul: o surgía una idea o todo se acabaría en breve.
—¿Qué hacemos ahora? —preguntó Samuel.
No obtuvo respuesta. Noelia contemplaba el paisaje con la mirada perdida. En su rostro se advertía la preocupación, algo que para nada encajaba con la habitual serenidad de su semblante. Samuel se percató de ello y tomó su mano para intentar transmitir una tranquilidad que tampoco él poseía. Hubiera dado cualquier cosa por brindarle una solución.
Se mantuvieron en silencio por unos minutos, hasta que el ruido del motor de un helicóptero rompió el sosiego de aquel idílico paraje. En esos momentos Bergen era una ciudad sitiada por tierra, mar y aire.
—Son ellos —dijo Noelia—; quieren estar seguros de que nadie abandona las rutas marcadas para el senderismo.
—Aun así... quizás el bosque sea nuestra única posibilidad... ¡Podríamos mantenernos por aquí e intentar avanzar campo a través al caer la noche! —sugirió Samuel enfatizando su propuesta para intentar levantar un poco el ánimo de Noelia.
—No creo que pudiéramos lograrlo. La oscuridad no es plena y dura pocas horas, aparte de que esta noche tendremos un cuarto creciente bien rellenito: será luna llena dentro de pocos días. Y además, puede que de noche seamos incluso más vulnerables. Seguramente dispondrán de avanzados equipos de visión nocturna y sofisticadas cámaras termográficas; no creo que pueda moverse un solo ratón por el bosque sin que ellos pudieran detectarlo.
Los argumentos de Noelia eran tan sólidos que Samuel no se atrevió a discutirlos. Su pesimismo iba en aumento.
—Ahora conocen mi verdadera identidad y tendrán advertidos a todos los establecimientos de hospedaje, hasta los más cutres, no tenemos donde alojarnos, las salidas de la ciudad estarán todas vigiladas, carecemos de documentación para abandonar el país... ¡Estamos atrapados!
—Quizá sea conveniente quedarnos por aquí; el funicular cierra a las doce de la noche, así que igual es probable que esta zona esté animada de gente hasta entonces. Podemos buscar algún rincón natural donde cobijarnos por la noche y esperar a que pasen los días, a ver si se aburren... o piensen que ya no estamos en Bergen.
—No, Samuel: subirán hasta aquí. Van a registrar palmo a palmo la ciudad, distribuirán carteles para localizarnos... Flenden no se rendirá jamás. ¡Debemos huir ya!
—Pero, mi amor... ¿cómo lo hacemos?
—No lo sé...; por favor, Samuel, déjame sola un rato: necesito pensar...
Noelia se levantó y anduvo unos metros, alejándose de Samuel y del resto de turistas que deambulaban por los alrededores del lago. Cuando consideró que se había apartado lo suficiente tomó asiento en la hierba, cruzando las piernas. Llevó las manos a cada lado de su cabeza y enfocó la mirada en un punto cercano a sus pies. Comenzó a templar su respiración hasta hacerla serena y profunda. La vista seguía fija, como si estuviera escudriñando la mejor jugada en un imaginario tablero de ajedrez, un tablero donde cada escaque representaba una parte de Bergen: los fiordos, el monte Floyen, el Fisketorget, el muelle de Bryggen... Ahí se movían las piezas de tan siniestra partida: Flenden, Samuel, ella, los policías... Su rey estaba acorralado, en peligro de mate inminente, y disponía de poco tiempo en su reloj, pero presentía que la posición escondía un recurso defensivo, una de esas jugadas milagrosas que encierran los finales artísticos, esas sublimes composiciones ajedrecísticas tan difíciles de resolver y que ella afrontaba con éxito siendo niña. Recordaba que las soluciones solían ser paradójicas, insólitas, inconcebibles, y que precisamente por eso pasaban desapercibidas. Mas con su constancia lograba encontrarlas. Lo conseguía porque sabía a priori que se enfrentaba a un ejercicio con solución cierta. Ahora nadie le garantizaba que existiera una salida a su desesperada situación, pero su fina intuición, agudizada quizá por el instinto de supervivencia, le decía que la había, y necesitaba agarrarse a esa idea con todas sus fuerzas. Presentía que no habría noche en Bergen, que estaba en el momento clave de una partida que se iba a decidir ese mismo día y que la combinación ganadora se hallaba ahí, sutilmente camuflada entre las piezas, esperando ser descubierta... Encontrar la jugada salvadora o recibir mate; no había más sucesos probables.
Un aluvión de imágenes comenzaron a precipitarse por su cabeza. Cada una iba acompañada de un sentimiento, de una conversación, de un contexto... Unas evocaban recuerdos del pasado; otras dibujaban las líneas de un hipotético futuro. Y se sucedían a un ritmo desbocado, imposible de digerir para un cerebro normal, rutinario para el de Noelia, que asimilaba cuanto le llegaba con la solvencia de los más potentes ordenadores: el helicóptero, las instalaciones de RH, la Biblioteca de Alejandría, Flenden magreando sus pechos, Ricardo entrando en su dormitorio, la nota de despedida de su abuelo, una cena en el restaurante chino, la llamada a la oración del muecín en su viaje a Marruecos, su primer día en el tatami, los esbirros de Fenden, Samuel empuñando la pistola, el sabor de sus besos, sus cuerpos entrelazados, su llamada alertando a Samuel, el Fisketorget, el puerto, las casas de madera, el funicular, los fiordos, los barcos, el helicóptero localizándolos, policías disparando a Samuel, ella encadenada de pies y mano a una cama y Flenden baboseando sobre su vientre desnudo, su propio grito retumbando en el Universo, las estrellas, la puesta de sol en el muelle de Bryggen («¡Dios mío, no veo nada!»), la inmensidad del océano, los barcos de crucero, la multitud de turistas en el mirador del monte Floyen, el helicóptero sobrevolando la zona, Nicholas Flenden,
Kamduki
, la cara de satisfacción de Samuel cuando encontraron la cita del Éxodo, el mencey Bencomo, Paris hiriendo con una flecha a Aquiles, Samuel a punto de accionar el gatillo para matar a Flenden, el túnel de Laerdal, la llegada a Bergen, el paseo por el puerto, el recorrido en taxi («Vamos, Noelia, vamos...; siempre hay una salida»), la mirada de Samuel, sus caricias, el corte de su pelo, el kiosko donde compró la tarjeta de teléfono, las traidoras palabras de Esteban, los turistas degustando el salmón, los barcos fondeados en el puerto («¿Dónde está la solución, Dios mío, dónde está?»), la espléndida perspectiva del puerto de Vagen desde la cima del monte Floyen, el helicóptero descendiendo, Flenden abriendo la puerta, el túnel, el mirador, los fiordos, los barcos de crucero, Flenden acercándose, el túnel, el puerto, los turistas españoles en el mercado del pescado...
De repente el desfile de imágenes se detuvo en el mercado del pescado. Su cuerpo sufrió una fuerte sacudida y abrió los ojos como si hubiese despertado sobresaltada de un profundo sueño. Se incorporó de un brinco volviéndose hacía Samuel con paso decidido. La comisura de su boca fue alargándose para mostrar una renacida sonrisa; sus ojos chispeantes iluminaban su rostro.
—¡Aún tenemos una posibilidad!
—Vamos al mirador: nuestras únicas esperanzas pueden estar allí. Son las... diez y veinte; no tenemos mucho tiempo que perder.
Samuel la miraba con incredulidad, expectante por conocer sus planes.
—Esta mañana llegó un crucero procedente de los fiordos; partirá en breve hacia Oslo para luego continuar rumbo al Báltico.
—¿Y...?
—Tenemos que tomar ese barco antes de que zarpe.
—Pero... no es posible comprar así como así un pasaje para un crucero en plena ruta...; ¡y menos nosotros!
Noelia le dirigió una mirada picarona.
—Entraremos como polizones —dijo con naturalidad—. Al menos ésa es la idea, claro... Los barcos de crucero tienen un sistema de seguridad particular: la
cruise card
. Se trata de una tarjeta magnética que, además de servir como llave del camarote y medio de pago a bordo, se utiliza para embarcar y desembarcar en las distintas escalas. De esta forma tienen el control de todas las personas que permanecen en el barco, las que han salido y las que faltan por volver. No creo que RH establezca un control adicional en un terreno que ya posee el suyo propio y que funciona a la perfección. Concentrarán sus esfuerzos principalmente en los puntos de embarque a los ferris y vigilarán con patrulleras las salidas de todas las embarcaciones pequeñas.
—Pero si el sistema es seguro, ¿cómo vamos a...? ¡Ya entiendo! Sustraemos un par de tarjetas y...; eso no puede ser: los pasajeros denunciarían su robo o se presentarían en el barco y acabarían comprobando que han sido suplantados..., salvo que... ¿reduzcamos a sus dueños y los encerremos en algún sitio? ¿Dónde? Los encontrarían rápidamente y darían la voz de alarma de inmediato... Aunque les robemos la cartera para despistar, Flenden sabría que nos habríamos escapado en el barco y nos aguardaría un regimiento en Oslo. ¿No estarás proyectando escapar en un bote salvavidas en alta mar?
Noelia no pudo contener la risa ante aquellas disparatadas divagaciones.
—¡Pero mira que eres bruto!
Samuel seguía sin entender nada.
Habían llegado al mirador. Samuel insistió en conocer las verdaderas intenciones de Noelia, pero ella no atendió a sus demandas.
—No nos queda tiempo para explicaciones. Lo comprenderás enseguida; tú déjame a mí. Ahora debemos encontrar una pareja joven que viaje en ese crucero, preferentemente españoles.
—¿Estás segura de lo que haces?
—Confía en mí. Necesitaremos mucha suerte; no será fácil. La idea es descabellada pero..., no sé cómo explicártelo..., tengo fe; sé que puede funcionar. Es preciso que nos embadurnemos de naturalidad: somos turistas enamoradísimos disfrutando de nuestra luna de miel. ¡Dame un beso, cariño!
Agarrados de la mano fueron paseando entre la multitud que se amontonaba en el mirador. Noelia estuvo tentada de abordar a una pareja de españoles metidos en los treinta, pero desechó la idea porque no consiguió vislumbrar la chispa de vivacidad y entusiasmo que andaba buscando; les pareció un tanto reservados. Después de unos diez minutos, se dirigieron a la tienda de recuerdos y de ahí al restaurante. Al pasar por la terraza Noelia reparó en una pareja que, en principio, por la informalidad de su indumentaria, podría cumplir con el perfil que requería sus subrepticias pretensiones. El inconfundible acento andaluz y el tono entusiasta de la conversación aportaron el definitivo indicio que acabó convenciendo a Noelia.
—Es una pena que nos vayamos tan pronto; esta ciudad merece más dedicación —dijo el chico.
Estaba leyendo una guía de viaje. El pelo desgarbado y su incipiente barba denotaban cierto descuido en su aseo.
Noelia no dudó en poner en marcha su plan.
—¡Hola! ¿No seréis de
La Tacita
?
—Casi: somos de Sanlúcar —respondió ella—. ¿Vosotros sois de Cádiz?
La chica presentaba una imagen más fina. Informal pero coqueta, exhibía sobre su cuerpo un rosario de prendas y accesorios de las principales marcas de moda, desde las zapatillas hasta las gafas de sol, pasando por el bolso de mano, el cinturón y el reloj de pulsera. «Una pija de la clase social acaudalada —pensó Samuel—; seguro que le gusta frecuentar la zona de Bajo de Guía, montar a caballo por las marismas y pavonear de ser la heredera de una importante bodega de manzanilla».
—Yo soy de La Línea; Raúl sí que es un
pisha
genuino —dijo mirando a Samuel.
—Nacido en pleno barrio de la Viña, ni más ni menos —puntualizó Samuel—. Desde luego que el mundo es un pañuelo.
—Un pañuelo lleno de mocos —añadió el de Sanlúcar.
Todos rieron.
—¿Podemos sentarnos a tomar un refresco? —preguntó Noelia.
—Claro —le respondieron ambos al unísono.
—Yo soy Loreto y este elemento se llama Muki; es su nombre artístico.
«Su nombre artístico es Muki... —repitió para sí mismo Samuel—. Por la pinta que tiene debe ser un diminutivo de Pumuki. Este personaje bien podría ser cualquier cosa: desde un músico, un pintor o un genio de la informática hasta... un gandul de cuidado». Por el contrario, Noelia asoció el nombre de Muki al de un duende andino que había visto en un tratado de mitología cuando buscaba alguna deidad que encajara con el sobrenombre de la
Madre del Sol
.