—Ése es un buen ejemplo de la grandeza y la miseria de la vida: el dolor y la alegría se necesitan mutuamente; coexisten en una delgada línea que separa nuestros soñados anhelos de las indeseables amarguras. Al igual que el incendio destruye para propiciar nuevos brotes, la despiadada desgracia acaba abriendo otra puerta, por más que nuestra mortal y humana condición no nos lo permita apreciar.
—¿Y por qué todo funciona así? Ya me dijiste que no se puede entender en su esencia más profunda el concepto de bondad sin haber conocido previamente la maldad, pero... ¿eso significa que siempre existirá gente tan perversa como Flenden, que la crueldad no desaparecerá jamás de la faz de la tierra?
—Puede que la crueldad resida en la propia condición humana, al igual que todas las transgresiones de la moralidad y la honestidad; pero también habita el amor. Esto siempre será así... al menos en el plano en que existimos. Aunque... sí que es cierto que Flenden es extremadamente malvado.
Noelia titubeó recordando la determinada voluntad de Samuel de no concederle la clemencia que ni siquiera pidió.
—Algún día comprenderás que la vida y la muerte no nos pertenecen —continuó como si leyera los pensamientos de Samuel, que en ese instante volvía a arrepentirse de no haberle disparado.
—Esa bestia es responsable, por acción y omisión, de innumerables muertes.
—La maldad no se elimina con maldad. Hicimos lo que debimos. Si no lo mataste es porque estaba escrito que no debía morir...
Noelia se dio cuenta de que, una vez más, se estaba adentrando en un terreno pantanoso, inaccesible aún para la conservadora mente de Samuel. Aun así, había algo que quería decirle desde que escaparon del túnel y no encontraba la forma de hacerlo.
—Flenden es un admirador de Nietzsche.
—Otro hijo de puta —subrayó Samuel en un incontrolable impulso.
—Bueno..., ya sabes que cada cual interpreta las cosas a su manera. Y el mejor ejemplo de ello lo encontramos en la Biblia o en cualquiera de los más importantes textos religiosos. Las ideas de Nietzsche fueron en gran medida tergiversadas, sobre todo por el nazismo. Flenden se ve como el superhombre idealizado por Nietzsche, mejor dicho, como la interpretación que él mismo hace de ese superhombre. Ha leído toda su obra y..., verás, no sé si actúa movido por sus propias interpretaciones pero... —Noelia sintió cómo un escalofrío sacudía su cuerpo erizando los pelos de su piel— he notado que despedía tanta maldad... y he visto tal grado de malignidad en su mirada que... —tragó saliva y continuó con voz trémula— me he llegado a preguntar si Nicholas Flenden no es la personificación del verdadero Anticristo anunciado por San Juan.
Samuel se percató de su turbación e intentó de inmediato hacer que se olvidara de tan espeluznante idea.
—No, amor mío, Flenden no es más que un perturbado criminal, uno de tantos psicópatas carentes de empatía que se deslizan por la escurridiza pendiente de la iniquidad, sólo que, por desgracia, ha alcanzado un estatus de poder que lo hace tremendamente peligroso —dijo procurando inyectar una dosis extra de convicción a sus palabras, aunque en el fondo, y a pesar de su habitual escepticismo, venido a menos desde que conociera a Noelia, le inquietó aquella sobrecogedora suposición nacida de ese sexto sentido que su amada parecía poseer.
Noelia buscó su cuerpo reclamando el calor protector de su abrazo. Se mantuvo aferrada a él durante unos minutos. Apenas había tenido tiempo de digerir cuanto había ocurrido. Acariciaba su rostro y recordaba la terrible aflicción que le produjo pensar que lo había perdido para siempre. Una lágrima resbaló por su mejilla al imaginar la agonía que tuvo que padecer encerrado en aquel agujero.
—¡Cuánto debiste sufrir en el túnel!
—Te mentiría si te dijera que no lo pasé francamente mal. Pero creo haber aprendido del sufrimiento; ya sabes: lo que no te mata te hace más fuerte.
—¿Sabes de quién es ese aforismo?
—Ni idea.
—De Friedrich Nietzsche.
—Odio a ese tipo. ¿Qué tal si nos olvidamos para siempre de Nietzsche, de Flenden y de todo lo que se relacione con RH?
—Jamás podremos olvidar lo sucedido, pero, siempre que nos sea posible, procuremos apartarlos un ratito... Olvidar no soluciona nada; los recuerdos, buenos y malos, son el rastro de nuestro propia existencia. Las vivencias están ahí para hacernos mejorar. Recordar el mal nos hará predicar en su contra; olvidarlo propiciará su vuelta. Me costó mucho entender que mi prodigiosa memoria es más un privilegio que una condena, que el olvido es un monstruo al que hay que vencer más que alimentar y que los recuerdos gratos son la huella del regalo de la vida, en tanto que los malos constituyen el vestigio de la desgracia y el odio, los que precisamente hacen grandes la felicidad y el amor. Finalmente pude comprender que si pretendes olvidar tu pasado acabas hundiéndote con él. Jamás me sentí tan orgullosa de mí misma, aun con el dolor que me desgarraba el alma, que la noche que me despojé de toda mentira. No puedes imaginar cuán feliz me sentí al mostrarme ante ti como realmente soy, con toda la verdad de mi pasado... Gracias, amor mío, por la vida que me has ofrecido.
Luego buscó su boca para besarlo.
Hacía ya bastante rato que había amanecido. Seguían en cubierta esperando para acudir al comedor tan pronto como abriera, con idea de ser los primeros en desayunar y evitar así encontrarse con sus potenciales delatores, que de ninguna manera aparecerían tan temprano: el uno porque tenía pinta de dormir como un lirón y la otra porque sabe Dios cuánto tiempo invertiría en su acicalamiento.
Contemplaban la inmensidad del mar. Samuel sujetaba su cintura y ella se sentía la mujer más feliz del mundo. No era la misma. Una sensación nueva inundaba su ser hinchiendo su corazón de ilimitado amor... Una sensación maravillosa, indescriptible; la misma que en un determinado momento sintieron todas las madres del mundo y que ella había notado desde el primer instante. Tomó la mano de Samuel y la posó sobre su vientre y, con lágrimas en los ojos, pensó en su madre y en su abuelo.
Esta es la historia de Samuel y Noelia, al menos hasta donde yo sé.
Al igual que Samuel, yo también tuve mis sueños. Busqué mil formas de satisfacer mi voluntariosa libertad creadora, de hacerla útil, de propiciar que consolidara para mí una nueva manera de vivir, lejos de la monotonía de un despacho o de la fría estabilidad de un estéril puesto burocrático. Pero las cosas no siempre son como uno quiere. Sólo unos pocos afortunados consiguen aunar sus deseos con los hechos... ¡y parece que nunca vamos a figurar en ese grupo de elegidos!
El trabajo, como casi todo en la vida, es algo generalmente impuesto por las circunstancias, algo que no se elige. Sencillamente es necesario trabajar para vivir. ¿A quién no le han preguntado en su infancia qué le gustaría ser de mayor? La elección del crío, espontánea a veces, sutilmente inducida otras, en ningún caso coincide con la única respuesta sincera posible: todos querríamos trabajar en lo que realmente nos gusta, en nuestra afición predilecta... y esto, en esencia, no es trabajar; es disfrutar de la libertad para dedicarnos a nuestras pasiones, para invertir nuestro tiempo y esfuerzo en esa rama del arte, del deporte, de la ciencia o de la infinidad de temas que nos cautivan. Recibir un dinero por ello es la obligada excusa que la sociedad nos impone.
La ilusión no se pierde, pero a medida que pasan los años, la losa de la resignación va imponiendo su ley y acabamos aceptando, comprendiendo y reconociendo (o al menos deberíamos hacerlo) que disponer de un trabajo es de por sí una gran fortuna, una auténtica bendición, se acople o no a nuestros sueños, y que es de justicia valorar nuestra vida en su conjunto, con la familia, las amistades y la dicha que el destino nos pueda o quiera brindar.
Galopaba a través de la turbadora pradera de los cuarenta, con la mayor parte de mis cartuchos quemados y sin ganas ni fuerzas para cargar de nuevo el arma de mis ingenuos anhelos, después de asimilar el fracaso de todos y cada uno de mis anteriores disparos, cuando recibí aquel sobre. Era imposible entonces imaginar que mi vida cambiaría desde aquel momento. No tenía remite y el matasellos indicaba que había sido depositado en una oficina postal de Roma. Estaba dirigido a mi persona, aunque no constaba mi dirección sino la del club de ajedrez al que pertenezco. Después de que el presidente me llamara expresamente para comunicármelo, estuvo dormitando un par de semanas en la sede del club, pues yo pensé que seguramente contendría trípticos y carteles de algún torneo y no le presté importancia. Cuando finalmente lo abrí, su contenido me dejó estupefacto.
Incluía una veintena de folios escritos a mano en letra menuda. El encabezamiento decía algo así:
«Me llamo Noelia Sánchez Palacios y estoy segura de que se acuerda de mí. Le escribo porque quiero pedirle un favor. Usted se preguntará con qué derecho lo hago y yo no tengo una respuesta válida que ofrecerle. Apenas nos conocemos, no existe nada que nos una salvo... una partida de ajedrez que jugamos hace muchos años...»
Súbitamente el corazón me dio un vuelco. ¡Me estaba escribiendo el renacuajo que con sólo siete años consiguió hacer que inclinara mi rey deslumbrándome con su profunda comprensión del ajedrez!
Comencé a leer el manuscrito con avidez. Contenía en síntesis la historia que se narra en esta novela. El final acababa más o menos así:
«...Cuando tuve que elegir alguien fuera de mi círculo de conocidos en quien confiar, como por un inexplicable impulso pensé en usted. No sé explicarle cómo, si es que acaso lo he soñado, pero estoy convencida de que usted es la persona idónea para escribir nuestra historia. Es necesario que el mundo sepa lo que realmente está pasando. Usted pensará que quién mejor que yo, en primera persona, para hacerlo. La explicación es bien simple: porque quiero que en el fondo de la novela subyaga el amor y no el odio, que el recuerdo que perdure de su lectura sea el mensaje de que la única fuerza que puede luchar contra toda la crueldad que domina el planeta es el amor que atesoramos todos los seres humanos. El recuerdo que guardo de la expresión de sus ojos me induce a creer que usted lo va a conseguir. Desgraciadamente, yo no podría lograrlo: lo quiera o no, una parte de Lucía Tinieblas sigue habitando en mí.»
Por último seguía una posdata:
«P.D. Si sigue jugando la defensa Caro-Kan, recuerde que cuando las blancas retrasan la salida del peón de dama, es mejor no cambiar peones en e4 para luego atacar al caballo con el alfil.»
Noelia me hacía partícipe de su apasionante historia para que yo escribiera una novela. ¿Qué vio en mí? Yo no soy escritor, nunca escribí algo más que cuatro líneas inconexas; sin embargo, siempre supe que el placer de escribir corría por mis venas. Fue algo que llevé toda mi vida en silencio...; ¿cómo pudo entonces adivinarlo y, lo que es más sorprendente, cómo pudo estar tan segura de que yo lo haría?
Se preguntarán si creí su historia... ¿Por qué iba a querer mentirme una muchacha que no conocía? Si he de serles franco, no la creí, por más que nunca supe determinar una alternativa sensata que explicara el motivo por el que aquel relato llegó a mis manos. En mis devaneos mentales llegué a creer que algún antiguo amigo ajedrecista, que había oído de mi boca cómo un día perdí frente a una niña de siete años, gustara de mis modestos comentarios en el foro de la página web del club y urdiera esta intrigante trama para incitarme a escribir.
Sea como fuere, me atraía el argumento y acepté el reto. Al fin y al cabo, sólo arriesgaba tiempo... ¿Sólo eso? Si por un casual la historia fuese cierta, ¿no asumía un considerable riesgo al publicarla? Pues no, primero porque nosotros no guardábamos ningún tipo de relación y segundo porque una vez publicada la novela, todo quedaría en eso, en una novela, y cualquier acción siniestra sobre mi persona no haría más que alimentar la leyenda de la posible veracidad de la narración.
Dediqué un largo año de esfuerzos, arañando segundos a los escasos ratos libres, a las noches, a los fines de semana, para pulir el trabajo que hoy tiene en sus manos. Huelga decir que las referencias a los personajes reales son ficticias, que ni la mayoría de los lugares geográficos, las fechas o el nombre de los personajes que intervienen en la novela se ajustan a la posible realidad de los hechos. Noelia comentaba en su manuscrito que ella misma se había encargado de cambiarlos porque, según decía, «no quiero que nadie, tirando de los hilos de esta historia, pueda por sí mismo descubrir la verdad; comprometería seriamente su propia seguridad».
Como no soy un profesional y me había propuesto encarecidamente publicar la novela, aproveché las posibilidades que nos brinda Internet para convertirme en el editor de mi propio libro. Encargué varios ejemplares y los repartí entre familiares y un grupo reducido de amigos. Comoquiera que recibí, desconozco si con auténtica sinceridad, numerosos halagos, decidí que podría hacer llegar la obra a diversas editoriales, a ver si estaban interesadas. ¡No tenía nada que perder en ello! Varios meses después firmé un contrato con una conocida editorial.
Una tarde que regresaba del trabajo, ocurrió algo que me obligó a modificar el contenido original de este epílogo. Como de costumbre me detuve frente al escaparate de la misma librería. ¡Cuántas veces en mi fuero interno había soñado con ver expuesta allí una novela mía, una novela que ni siquiera tenía en mente comenzar a redactar...! Debo confesar que, durante unos minutos me invadió el orgullo; mi cuerpo se paralizó por la emoción de sentirme plenamente realizado, de ver que mis sueños se habían hecho realidad. Un nudo atenazó mi garganta y no pude reprimir que mis ojos se llenaran de lágrimas: ahí estaba
El eterno olvido
.
Me dirigí a casa con cierta euforia. Mi familia no tenía previsto regresar hasta pasada una hora. Estaba decidido a preparar algo especial para la cena y a descorchar mi mejor botella de vino. Era uno de esos momentos en la vida en que uno se siente especialmente bien. Pero la alegría duró un suspiro; al llegar a casa me llevé un tremendo sobresalto: habían forzado la puerta.
La desazón fue mayúscula: habían vaciado todos los cajones, diseminando por doquier su contenido. La policía me aconsejó que repasara con detenimiento la relación de objetos robados, para relacionarlos en la correspondiente denuncia. Esto era importante también de cara a las gestiones a realizar con la compañía aseguradora. ¡Cuál no sería mi sorpresa al descubrir que... no faltaba nada! La pantalla de plasma seguía en su sitio, lo mismo que los ordenadores, las joyas, el dinero... ¡No se habían llevado nada de valor! ¿Cómo era eso posible? De pronto un sudor frío me recorrió el cuerpo. Atropelladamente acudí hasta mi escritorio y abrí uno de los cajones para comprobar, tal y como me temía, que el manuscrito de Noelia había desaparecido.