El eterno olvido (44 page)

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Authors: Enrique Osuna

Tags: #Intriga / Suspense / Romántica

Cuando el sábado por la mañana recibió la llamada de su inmediato superior, el inspector jefe al mando de la Brigada Provincial de Extranjería y Fronteras, conminándolo a presentarse de inmediato en las dependencias policiales para entrevistarse con el Comisario Jefe Superior del Cuerpo Nacional de Policía de Andalucía Occidental, que se había desplazado expresamente a tal fin desde Sevilla, pensó que se trataba de una broma, por más que aquello no encajara precisamente con el circunspecto carácter de su superior.

—¡Sí, a usted quiere ver, Hidalgo!; ni siquiera ha preguntado por el Jefe de la Comisaría...

—Pero..., ¿qué broma es ésta? ¿Para qué querrá verme el Comisario Superior?

—¿Desde cuándo gasto yo bromas, Hidalgo? ¡Usted sabrá el enchufe que tiene...!

En condiciones normales no podría acceder al puesto de inspector jefe hasta dentro de ocho años, ¡no digamos ya al de comisario!, y el Jefe Superior le estaba ofreciendo un destino como inspector jefe en Huelva y, en un par de años a lo sumo, la titularidad de una comisaría. ¿Cómo pretendían encauzar por el sendero de la legalidad una maniobra de ese calibre? La antigüedad selectiva era un procedimiento legal pero incongruente con sus circunstancias, y el nombramiento a dedo sólo se utilizaba en instancias superiores... ¿Qué estaba pasando para que alguien tan importante comprometiera su honorabilidad de esa manera? Aceptar implicaba consentir un proceder injusto, rayano en la ilegalidad, menospreciando el trabajo y el mérito de otros..., aunque, ¡qué diablos!, si el Jefe Superior lo nombraba era su problema. ¿Cuándo iba a disponer de otra oportunidad como esa?

—¿Qué debo hacer y por qué yo, señor?

—Te hemos elegido porque eres joven, con un currículum brillante, tienes talento y... eres amigo de Samuel Velasco.

Esteban no comprendía qué tenía que ver su malogrado amigo con aquella inesperada visita.

—Disculpe, señor, querrá decir era amigo de Samuel Velasco; falleció hace unos días.

—No, Hidalgo, no lo entiendes aún; dije bien: eres —enfatizó— amigo de Samuel Velasco.

Esteban no daba crédito a lo que acababa de oír.

—Huelga decir que la información que te voy a proporcionar es absolutamente confidencial.

—Por descontado, señor.

El Jefe Superior explicó a Esteban los fundamentos de RH, el alcance de su poder, el control que a nivel mundial ejercía en las principales instituciones, la forma en que Samuel Velasco había entrado en contacto con ellos y la necesidad de desentrañar la verdadera identidad de Lucía Molina, para encontrarla y adscribirla al programa GHEMPE. Esteban atendía boquiabierto, sin preguntar nada, intentando asimilar una historia poco más que inverosímil, imposible de creer si no la estuviera escuchando directamente de un Jefe Superior del Cuerpo Nacional de Policía.

La consigna inmediata fue visitar a Marta para sonsacarle el misterio que rodeaba a Lucía Molina y la manera de localizarla.

Aquella misma tarde acudió a verla: charlaron largamente, salieron de copas, propició que Marta bebiera más de la cuenta... y, como en otras ocasiones, acabaron en la cama. Con sutileza, para que Marta no se percatara de sus verdaderas intenciones, Esteban supo derivar la conversación hacia su amiga: preguntó por su infancia, por su familia..., pero Marta apenas conocía nada de esa etapa de su vida. «En una ocasión me dijo que era hija única y que sus padres murieron en un accidente de tráfico cuando tenía diez años. A partir de entonces estuvo viviendo con un tío suyo en Medina Sidonia hasta que consiguió emanciparse. Parecía incómoda hablando de ese tema y no volví a sacarlo a colación». No contento con el resultado de sus indagaciones aprovechó la circunstancia de que, gracias a su estado de ebriedad, Marta se hallara profundamente dormida para registrar de cabo a rabo su vivienda, ordenador incluido, pero no encontró absolutamente nada que le hiciera dudar de cuanto le había contado. Finalmente concluyó que Marta estaba convencida de que su amiga era quien decía ser y creía firmemente que ese mismo domingo tomaría un vuelo hacia Kenia.

Esteban se hallaba al tanto del dispositivo especial que RH había ordenado montar para examinar la identidad de los pasajeros que volaran ese día desde cualquier aeropuerto español. El infructuoso despliegue dejaba cantado que Lucía viajaba con otro nombre. El lunes por la mañana decidió desplazarse hasta Medina Sidonia. No le resultó complicado corroborar la sospecha de que Lucía había mentido a Marta. Cuando a la tarde llamó a su contacto en RH para informarle de este particular, supo que el problema estaba resuelto: Lucía se encontraba en Noruega, en las instalaciones centrales de RH.

Su vida había cambiado de un día para otro. Gracias a Samuel, y sobre todo a Lucía o como se llamara, había pasado a formar parte de un colectivo fascinante, único, representativo de la humanidad, valedor de su seguridad y bienestar; una organización por encima de las fronteras, a cuyo cargo se hallaba el timón del planeta Tierra. Se sentía feliz de pertenecer a Raza Humana, un privilegiado, pero... si hubiese tenido un poco más de suerte, si hubiera conseguido averiguar la verdadera identidad de Lucía Molina antes de que la encontraran...; entonces habría ganado muchos enteros, su prestigio se habría revalorizado nada más ingresar en el grupo, lo habrían felicitado y... ¡quién sabe si no hubieran acelerado su promoción! Por eso, cuando escuchó la inesperada voz de Noelia el martes por la mañana, la flecha de la codicia atravesó sin contemplaciones su corazón. Lo único que pensó fue que en RH los estarían buscando y que, gracias a su delación, lograrían localizarlos...; ya se reuniría con ellos y les haría ver los beneficios de pertenecer a ese grupo de elegidos. Su incontrolable ambición no le permitió considerar el incierto alcance de su traición, no sopesó que sus amigos podrían estar verdaderamente en peligro de muerte. Sólo después de dar la voz de alarma reparó en ello, pero su preocupación fue fugaz; duró justo el tiempo que necesitó para encontrar una justificación a su desleal acción: él no había hecho más que cumplir con su deber como guardián de la ley.

Noelia se mantuvo inmóvil junto al teléfono durante un par de minutos. Luego se adentró en el mercado como un autómata, con la mirada perdida, mordiéndose de rabia el labio inferior. Apenas había tenido tiempo de digerir el asesinato de Bermúdez y se horrorizaba de pensar que Samuel pudiera correr la misma suerte. Estaba segura de que Flenden estaba decidido a matarlo si lo atrapaba. Flenden, Flenden... Él desafió con arrogancia y ella respondió concediendo clemencia, en contra de la voluntad de Samuel, y ahora el amor de su vida podía morir por su culpa. ¿Su culpa? No, no, no...; ella había hecho lo que debía: no transigir con el perverso empuje del odio... y, sin embargo..., ¿acaso en lo más profundo de su ser no odiaba a Flenden? No tenía respuestas; más bien eludía responder lo que no quería escuchar. Se hallaba luchando a muerte en su interior con el odio, ese insaciable animal que aniquila en vida la esencia espiritual de las personas, ese tenaz enemigo al que siempre había logrado vencer y que ahora aparecía más poderoso que nunca, intentando aprovechar su manifiesta debilidad para asaltar la otrora infranqueable muralla de su indulgencia, deseoso de hacerla ver que, como cualquier mortal, no estaba exenta de sucumbir a la seductora melodía de su llamada.

Daba vueltas alrededor de los puestos contando los minutos, calculando el tiempo que podría tardar Samuel en llegar hasta allí, el lugar donde debía suponer que la encontraría. Las frutas, el pescado, los souvenirs...; todo danzaba a su alrededor en un fantasmagórico vals. Samuel no aparecía y los minutos iban cayendo aplastando su inquietante espera: siete, nueve, doce... Oía hablar en español a su alrededor, no sólo a turistas; para su sorpresa muchos comerciantes eran compatriotas. «Prueben este salmón y luego me cuentan», «Exquisito», «Es salmón salvaje, mucho más sabroso que el que se cría en las piscifactorías; llévese un buen trozo a casa», «¡Huy, imposible, nos queda más de una semana de crucero!», «¡Qué maravilla! ¿Hacia dónde van?», «A la una de la tarde salimos para Oslo y luego el buque hace un recorrido por el Báltico», «¿Y van a dejar este manjar aquí?, «Nada de eso: pónganos un buen pedazo que nos lo comemos ahora mismo», «¿Quieres probar un poco, guapa?». Noelia declinó la oferta. De ése y de otros vendedores que la invitaban a degustar carne de ballena y embutido de reno. La zozobra la atormentaba con virulencia. Quince minutos, dieciséis, diecisiete... Continuaba sorteando puestos y personas, buscando en cada rostro... Tropezó con alguien y estuvo a punto de caer sobre un mostrador con bocadillos de salmón y gambas. Veinte minutos, veintidós... Su corazón palpitaba ante la socarrona mirada de un diminuto trol atrapado en un llavero. Veinticinco, veintiocho... Había perdido la paciencia, quería gritar, correr hacia el hotel...; ¡se habría abofeteado si con ello hubiera podido evadir su insufrible angustia! Y entonces sintió su inconfundible presencia a su espalda. Se giró aferrándose a sus brazos sin siquiera mirarlo y estuvo así hasta que su pulso volvió a serenarse y la sombra de cualquier resquicio de odio hubo desaparecido. Noelia suspiró aliviada de volver a sentirse ella.

Samuel se hallaba con el torso desnudo cuando atendió la llamada. La desgarradora voz de Noelia lo dejó conmocionado por unos segundos, incapaz de tomar una decisión inmediata. Como animal asustado que descubre un peligro, su primer impulso fue huir en la única dirección que se abría ante sus ojos, sin sopesar que el enemigo pudiera estar justo ahí esperándolo. Tomó su camiseta y se dispuso a salir a toda prisa por la puerta de la habitación. Se detuvo justo antes de abrir al oír voces en el pasillo. ¿Serían ellos? Noelia le acababa de decir que estaban en el hotel... ¡La terraza: ésa era su única posibilidad!

Saltar desde una primera planta entrañaba su riesgo. A la considerable altura se unía el hecho de que tanto su musculatura como sus articulaciones estaban frías. Una mala postura y podría producirse una lesión de envergadura suficiente como para imposibilitarle la huida. Pero no quedaba otra opción.

El impacto sacudió su cuerpo desde los pies a la cabeza como una onda expansiva. Por un instante le pareció creer que su cerebro presionara el cráneo en un intento de fuga. Luego se incorporó y echó a andar sin reparar en la anciana que había contemplado el salto y que, sobresaltada, había dejado caer el bolso, tapándose la boca con una mano para contener un grito de espanto. Al principio cojeaba pero enseguida fue armonizando los pasos. Cruzó la calle Olav Kyrres y, escabulléndose entre la zona ajardinada, tomó la calle Christies en dirección contraria al puerto. Quiso llegar al Fisketorget dando un rodeo, y así anduvo durante unos quince minutos, hasta que se cruzó con un taxi libre y se convenció de que aquella opción era bastante mejor.

Debían tomar una determinación, pues confundirse entre la multitud era sólo una medida provisional adoptada en una situación de emergencia. Puede que consiguieran pasar desapercibidos durante toda la jornada, pero ¿qué harían cuando cayera la noche?, ¿dónde podrían refugiarse? Cada minuto allí hacía incrementar las posibilidades de ser descubiertos. Urgía, pues, abandonar la ciudad, y eso no era una tarea fácil. Bergen se sitúa en un valle rodeado por siete colinas y el mar. A esas horas ya estarían establecidos férreos controles en las carreteras de salida y en los puntos de embarque de los ferris. Intentar escapar por las vías naturales era una locura. No tardaron en convencerse de que estaban atrapados... y sin más ayuda que ellos mismos.

Samuel se maldecía por no haber matado a Flenden. Noelia habría acabado comprendiéndolo y perdonándolo, al igual que hizo con su abuelo. Y ya no dispondría de otra oportunidad tan clara: en su precipitada huida había olvidado la pistola en el hotel. Ahora todo estaba en manos del destino, ese ente invisible y caprichoso, de existencia cierta una vez que acontecen los sucesos e imaginario y producto de la fe mientras tanto. Difícil de entender, demasiado confuso como para haberle encomendado su salvación...; un destino que no parecía tener planes para sacarlos de aquel atolladero en un momento tan delicado.

Noelia evitó comentar el asesinato de Bermúdez, no por eludir hablar del don que inexplicablemente le hacía percibir la presencia de personas queridas fallecidas recientemente, sino por centrar sus esfuerzos en intentar aplacar la furia que invadía a Samuel por la traición del que hasta ese momento consideraba su mejor amigo, algo muy duro de aceptar. Toda su atención debía centrarse en el presente inmediato. Las próximas horas iban a resultar cruciales, pues Noelia intuía —estaba casi segura— que no volverían a pasar otra noche en Bergen, aunque no se atrevía a especular sobre cuál podría ser el desenlace. Las alternativas disponibles eran escasas: escapar o morir, porque tenía más que decidido —con todo el dolor de su corazón— que se quitaría la vida antes que permitir que Flenden pusiera un solo dedo sobre su cuerpo. Si había tenido alguna vocación de mártir ésta había desaparecido por completo. Había demostrado que era capaz de afrontar la desgracia y padecer en silencio sus consecuencias, de emprender nuevos caminos y configurar un futuro entregada a la felicidad de los demás, aunque la vida le quisiera negar su propio derecho a ser feliz, pero la sola idea de imaginar a Flenden manoseando su cuerpo, arrastrando con lascivia su asquerosa lengua sobre sus labios le hacía temblar. Aquello era superior a sus fuerzas; un sufrimiento que no podría soportar.

Acordaron aparentar naturalidad. Compraron un puñado de apetitosas frutas del bosque y se diluyeron entre un grupo de turistas alemanes que abandonaban el Fisketorget para proseguir con la visita de la ciudad. Intentaron integrarse y Noelia comenzó a entablar conversación con otra chica, de más o menos su misma edad. Ésta le preguntó por su procedencia, quizá en parte porque notara el peculiar acento de Noelia. Para salir del paso le respondió que era austriaca, de un pueblo próximo a Salzburgo, pero que su chico era argentino y no hablaba una sola palabra en alemán.

El grupo se encaminó hacia el cercano funicular de Floibanen. Decidieron montarse, en vista de que no observaron ningún dispositivo especial de control; les pareció que quizá podría ser interesante subir a la cima del monte Floyen, a ver si desde las alturas les surgía alguna brillante idea en forma de inspiración divina...

Noelia solicitó en ventanilla dos billetes de ida y vuelta. El precio fue de 140 coronas que pagó en efectivo. El dinero, de momento, no era un problema: por suerte —y porque intuyó que podría serle de utilidad— había cambiado tres mil euros antes de salir de Oslo. Se acomodaron en una cabina de color rojo. La inquietud les impidió disfrutar del recorrido en el peculiar ferrocarril por cable: seis minutos de ascenso hasta cubrir los 320 metros de altura sobre el nivel del mar.

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