©2011, José Luis Olaizola
©2011, Martínez Roca
Colección: Emociónate
ISBN: 9788427037380
José Luis Olaizola
La niña del arrozal
ePUB v1.0
Zalmi9021.03.13
A Alfonso de Juan, S. J., misionero tailandés, que desde siempre me animó a escribir este libro
A Rasami Krisanamis, budista tailandesa, que desde siempre me animó a conocer Tailandia
Y a todos los buenos tailandeses que luchan para prevenir el abuso sexual de menores y que han conseguido que sea un acto criminal penado por la ley en Tailandia
Cuando Wichi cumplió los doce años era una niña bastante feliz porque sus padres aún vivían juntos. El padre ocasionalmente pegaba a la madre, unas veces porque llegaba bebido y otras, con razón, porque la madre se jugaba el poco dinero que tenían. Cuando la madre preveía que iba a suceder lo segundo, se abrazaba a Wichi para protegerse de los golpes, ya que no había cuidado de que el padre fuera a poner la mano encima de su hija, lo cual no solía ser habitual en el pueblo, donde era costumbre que los padres educasen a sus hijos azotándolos cuando se portaban mal. Llamó mucho la atención de las gentes cuando el padre, que sentía adoración por su hija, y también por la madre, aunque por otros motivos, un día las abandonó para no volver más.
La adoración por la madre estaba justificada porque con diecisiete años ganó un concurso de belleza en Chiang Mai y durante unos años más siguió teniendo una figura espléndida, y lo sorprendente era que una mujer tan hermosa se hubiera desposado con un albañil, si bien se conocían desde niños y Cheonchai, el padre, prometía tener un buen futuro ya que sabía leer y escribir y números suficientes como para ser algo más que un simple albañil. Los primeros años de matrimonio fueron de bastante prosperidad ya que, efectivamente, el padre ganaba bien porque dirigía una cuadrilla de albañiles que estaban levantando un edificio destinado a hotel, de nueve plantas, en Chiang Mai. Todavía no había empezado a beber porque su mujer no le había dado motivos para hacerlo. Tampoco frecuentaba el prostíbulo los sábados, como hacían algunos de sus compañeros de trabajo, y estos comentaban a sus espaldas que si estuvieran casados con una mujer como Yui Kanchanaporn tampoco perderían el tiempo con otras mujeres.
De vez en cuando discutían porque después de concebir a Wichi, Yui se negó a tener más hijos y si su marido se ponía muy pesado le decía que lo dejasen para un poco más adelante, poniendo como pretexto su deseo de mantener la figura con la esperanza de que le vinieran más trabajos. A poco de ganar el concurso de belleza tomó parte en un anuncio de productos de belleza, bastante bien pagado, y siempre vivía con la esperanza de que volvieran a seleccionarla. A veces la llamaban y le hacían pruebas sin resultado positivo porque no sabía sonreír, o si sonreía lucía una dentadura que no era la adecuada para un anuncio. Uno de los productores se lo advirtió: «Deberías arreglarte un poco los dientes», y le aconsejó cómo debía hacerlo, arrancándose algunos que le sobraban y que hacían que los incisivos no estuvieran bien alineados en su lugar. Y, de paso, blanqueárselos. Para lo cual debería ir a Bangkok, que era donde había especialistas en esta clase de tratamientos. Cuando se lo propuso a su marido le dio la risa. ¿Arreglarse los dientes, cuando precisamente esos colmillos salientes eran los que le daban gracia al rostro? De las risas pasaron al llanto de Yui, y a la cólera en el caso de Cheonchai, que no estaba dispuesto a transigir con que se alterase la naturaleza del orden creado por un ser superior. Cheonchai practicaba una rama del budismo que exigía un respeto estricto hacia la naturaleza, a tal extremo que no consentía que en su casa se matase ni tan siquiera una hormiga. Y en cuanto a los mosquitos, tan agresivos después del monzón, sobre todo en la zona de los arrozales, se defendían de sus picaduras untándose con un aceite pestilente para ellos, aunque algo también para los humanos.
Esta primera desavenencia seria entre sus padres, a causa de los dientes de Yui, ya la padeció Wichi, que no podía soportar que riñeran, haciendo el padre ademanes de golpear a la madre, aunque todavía no llegó a ello. Tendría unos ocho años y muy respetuosamente suplicó a Cheonchai que consintiera en lo que quería la madre. El padre se quedó asombrado.
—¿Cómo te atreves a decir a tu padre lo que debe hacer? ¿No sabes, acaso, que es a mí a quien corresponde determinar lo que es mejor para la familia? ¿Quieres que tu madre se vaya a Bangkok con los peligros que eso supone? ¡Y todo por un capricho que altera el orden querido por la naturaleza!
Wichi le pidió perdón por su atrevimiento, pero al otro día se fue al monasterio que frecuentaba su padre y pidió hablar con un anciano monje del que Cheonchai era muy devoto. Como era un monasterio solo de varones, se tuvo que quedar en la puerta un largo rato hasta que salió el monje, a quien contó lo que sucedía entre sus padres. Lo hizo de rodillas, con la cabeza gacha, sin atreverse a mirar al monje a los ojos. El anciano se sumió en un silencio que parecía interminable, hasta que por fin habló.
—¿Cuántos años tienes? —preguntó.
—Ocho.
—¿Y con tan corta edad te atreves a inmiscuirte en la vida de tus padres?
—Sí, maestro, porque amo la vida de mis padres más que la mía. Son todo para mí.
—Por tu boca habla la desvergüenza mezclada con la sabiduría, y, en tales casos, debe prevalecer esta última. A tu padre no le falta razón en no querer que se altere el orden de las cosas, pero por las noticias que tengo de tu madre sé que no ha de cejar en su empeño, y la paz en la familia debe prevalecer sobre todo. Hablaré con tu padre.
A continuación le hizo levantarse del suelo, la invitó a sentarse en un poyete que servía para atar a los caballos y le hizo reflexiones sobre su karma que Wichi no entendió del todo bien. Sacó la impresión de que le estaba alabando su comportamiento y que por ese camino de buenas acciones acabaría accediendo a una reencarnación de muy superior categoría.
—¿En una oropéndola? —preguntó la niña. Y razonó—: Es un pájaro muy bonito, con sus plumas amarillas, y con las alas y la cola negra.
El anciano monje tenía fama de no reírse nunca, al menos de una manera ostensible, pero cuando algo le hacía gracia fruncía los ojos y procuraba que las comisuras de los labios se mantuvieran inmóviles. En esta ocasión se tuvo que tapar los ojos para disimular la gracia que le había hecho ese comentario, y luego se limitó a decir:
—Conque una oropéndola, ¿eh?
Pero lo dijo tan serio que Wichi temió haber soltado alguna inconveniencia, y aclaró a modo de excusa:
—El color amarillo es el que representa a su majestad, el rey Bhumibol, que tan felizmente nos gobierna.
El monje asintió con la cabeza, como si le pareciera un argumento convincente, pero a continuación le explicó que cualquier animal, por noble y bello que fuera, y cuya vida siempre había que respetar, era una categoría inferior a los humanos, y que ella tenía que aspirar a reencarnarse en un ser humano que pudiera hacer mucho bien a los demás.
—¿En un monje, entonces?
—Los monjes no siempre hacemos el bien. Pero creo que no tienes edad para comprenderlo. Conviene que sepas que siempre debes aspirar a lo mejor, y que ahora lo mejor es que seas una buena hija y luches por conseguir la concordia entre tus padres.
Esta frase se le quedó muy grabada a Wichi y, cuando sus padres se separaron, mejor dicho, cuando su padre las abandonó, pensó que no había conseguido ser una buena hija, y que de seguir así acabaría reencarnándose en una hormiga, que le parecía el más ínfimo de los animales.
El monje se levantó dando por terminada la entrevista, pero animó a la niña a volver cuando tuviera otros problemas.
Después de que el padre visitara al anciano monje, accedió a lo del arreglo de los dientes de su mujer, con la condición de que no tuviera que desplazarse a Bangkok, sino que buscaran un dentista de la región. Y en este punto tuvo una malhadada intervención la señora Phakamon, madre de Yui y suegra, por tanto, de Cheonchai, y abuela de Wichi.
Como madre sentía verdadera admiración por su hija y fue ella la que la animó a presentarse al concurso de belleza de Chiang Mai, y la que lo organizó todo hasta conseguirlo. Pero la desilusión le vino cuando después de lograrlo su hija, contra su voluntad, se desposó con un pobre albañil, y cuando Yui le confesó que no le quedaba otro remedio, pues esperaba un hijo de él, la madre le replicó que eso tenía solución. Pero en aquellos años Yui era una buena budista y se negó a deshacerse del niño.
Hasta que Cheonchai alcanzó la condición de maestro de albañiles el matrimonio pasó muchos apuros económicos, y la madre le recordaba a su hija, cada poco, que, si hubieran seguido la tradición de contraer matrimonio al dictado de los padres, eso no ocurriría, ya que ella la hubiera desposado con uno de los hombres más ricos de Chiang Mai, y quién sabe si de Bangkok. A lo que Yui, que estaba muy alterada por el embarazo y los continuos problemas de vómitos y mareos, le replicaba con aparente sumisión:
—¿Como a ti, madre querida, que te vendieron a un anciano?
La madre también había sido muy guapa, y lo seguía siendo a los cuarenta y cinco años, pero su matrimonio resultó un fracaso, pues el marido que le habían buscado los padres resultó un fraude, ya que su prometedora riqueza se desvaneció, entre otras razones porque con su primera esposa había tenido una numerosa descendencia que, con diversas artimañas, consiguieron dejarlo en la ruina.
Cuando la señora Phakamon enviudó tomó clara conciencia de que no estaba dispuesta a que le volviera a ocurrir semejante desastre y, presa de una codicia insaciable, se dedicó a una vida de cortesana, eligiendo amantes que le permitieran mantener una cuenta corriente muy sustanciosa, de la que, sin embargo, no disponía ya que su única satisfacción era verla engrosar. De la existencia de esa cuenta ni tan siquiera tenía conocimiento su hija, a la que le decía que la obligación de una buena hija era mantener a su madre anciana, y cuando esta le contestaba que no le parecía tan anciana, le replicaba:
—¿Y a mi edad qué crees que puedo hacer, ya, en la vida? La hija callaba, pero Cheonchai le decía que bien claro estaba lo que hacía y, aunque no se atrevía en presencia de su mujer a llamarla ramera, poco le faltaba. Yui la justificaba:
—¿No es lógico que a su edad busque compañía y consuelo? ¿Qué mal hay en ello?
Cheonchai al principio callaba porque estaba muy enamorado de su mujer, pero cuando comenzaron los problemas con el juego, y luego con la bebida, no se recataba de tacharla de arpía y de maldecir el día en que se le ocurrió presentar a su hija a un concurso de belleza.
La señora Phakamon vivía en el mismo pueblo, en una casa apartada, con apariencia humilde en su exterior, pero muy bien adornada por dentro para poder atender a sus compromisos. Sin embargo, a las horas de las comidas se presentaba en casa de su hija y, si el almuerzo no le gustaba, protestaba. A su yerno lo trataba con un cierto distanciamiento y, con frecuencia, le decía que tenía que considerarse el más feliz de los mortales por haber conseguido desposar, con malas mañas —dejándola preñada—, a la mujer más hermosa de la región. En ocasiones se llevaba comida para atender a sus «compromisos», y esto lo llevaba bien Cheonchai, porque comentaba con su mujer: «Así nos dejará tranquilos unos días». A veces se atrevía a presentarles a alguno de esos compromisos, siempre como si fuera un amigo de su juventud. Solía tratarse de varones que habían perdido hacía tiempo su juventud, y no estaba claro de dónde procedía esa amistad.