La madre se echó las manos a la cabeza como si su hija se hubiera vuelto loca. ¡Mil bahts!
—Estoy en apuros, madre, y mi matrimonio corre graves riesgos.
La señora Phakamon se serenó y le vino a decir que no sería una desgracia si Cheonchai la abandonaba, y a continuación le propuso:
—¿Necesitas dinero? El señor Anuman te lo prestará con gusto.
—Bien sabes, madre, que lo que me pida a cambio no se lo puede dar una mujer honorable. Además, en este negocio para nada necesitamos al señor Anuman. Es un asunto entre tú y yo.
Y esa fue la razón poderosa que la convenció. Yui conocía suficientemente a su madre para saber que por nada de este mundo se avendría a desprenderse de una suma que mermase la cuenta corriente en la que tenía depositadas todas sus esperanzas, salvo que le propusiera un negocio basado en una conjunción astral, en las que creía firmemente. Ella, Yui, había conseguido acceder a The House, gracias a una amiga muy poderosa en dinero e influencias, que le había explicado lo que debía hacer para ganar en un juego misterioso, si lo hacía en un día en que los astros le fueran favorables, y ese día era, precisamente, el próximo miércoles, a ser posible a medianoche.
La señora Phakamon se hizo explicar varias veces en qué consistía el juego y de qué recursos se valdría para ganar, y Yui se atrevió a decirle que, aparte de la conjunción astral, su poderosa amiga estaba concertada con la banca para que tuviera una atención con la persona que ella le indicase.
—¿Y por qué va a tenerla contigo? ¿Es que, acaso, te debe algo? —se extrañó, suspicaz, la señora Phakamon.
Yui fingió ruborizarse, balbuceó que su amiga la adoraba por razones ¿sentimentales? y a la señora Phakamon no le extrañó que otra mujer pudiera quedarse prendada de la indiscutible belleza de su hija.
—Y si tanto te quiere ¿por qué no te presta ella el dinero?
—Porque entonces tendría que compartir el negocio con ella y yo quiero compartirlo contigo.
La señora Phakamon le hizo unas cuantas preguntas más sobre su signo del zodiaco y la situación de la luna el miércoles elegido y, por fin, accedió al préstamo; se lo dio en billetes pequeños e, incluso, algunas monedas fraccionarias, por lo que Yui protestó:
—¿Adónde voy yo con esto, madre? Parecen más bien los ahorros de un pordiosero.
—¿Qué te crees que es tu madre, sino una pordiosera? Esos son todos mis ahorros, tú verás lo que haces —mintió la que tenía en una cuenta secreta, a buen recaudo, cientos de miles de bahts.
Yui fue al banco y lo cambió por diez billetes de cien bahts, de un rojo brillante, nuevos, que palpó y luego besó para que le dieran suerte.
El día señalado fueron a The House en el coche de la señora Plai Fon, quien lo conducía con gran soltura, fumando un cigarrillo detrás de otro. Yui se había vestido a lo occidental, con una ligera chaqueta entallada que resaltaba su busto, muy generoso, una falda por encima de las rodillas y zapatos con tacones muy pronunciados. El pelo lo llevaba recogido en un moño, que dejaba al descubierto su cuello alargado, que era otro de sus encantos. La señora, antes de que entrase en el coche, le hizo dar varias vueltas sobre sí misma, como para comprobar que había seguido sus instrucciones, y Yui se movió graciosamente, como había visto hacer a las modelos en la televisión.
—Estás preciosa —le dijo la señora Plai Fon.
Y cuando Yui se sentó en el coche le acarició una rodilla y luego le dio un beso en el cuello. Y se justificó:
—Podrías ser mi hija.
Pero Yui se ruborizó pensando que a ver si iba a ser verdad lo que le dijera a su madre sobre la adoración sentimental de su amiga.
The House por fuera ofrecía el aspecto de una casa de campo no demasiado bien iluminada, rodeada por una alta verja rematada con adornos dorados puntiagudos; sus puertas no se abrían hasta que un par de guardianes comprobaban la identidad de los ocupantes de los vehículos, a los que primero miraban inquisitivamente y a continuación saludaban rodilla en tierra, con las manos juntas a la altura del pecho y una humilde sonrisa de oreja a oreja.
En la puerta de la casa les recibió un caballero muy bien vestido, que dedicó unas zalemas muy medidas a la señora Plai Fon, para a continuación darle las gracias por hacerse acompañar por una orquídea más valiosa que las que lucían en el palacio real. Yui, de primeras, no se dio cuenta de que la orquídea a la que se refería era ella. Correspondió con una sonrisa muy discreta, siguiendo el consejo de la señora Plai Fon de no mostrar su dentadura mellada.
En el local predominaban los varones, fumando puros y cigarrillos, y algo que no debía de ser tabaco a juzgar por el aroma dulzón que flotaba en el ambiente. También había mujeres que no jugaban sino que, con vestidos
thai
muy escotados y faldas muy ajustadas, hacían la función de camareras y de algo más a juzgar por las libertades que se tomaban con ellas los clientes. Algunos se las sentaban en las rodillas para que les dieran suerte, pero si no se la proporcionaban las apartaban airados. Sin embargo, eso era algo excepcional ya que la mayoría de los jugadores estaban muy concentrados en lo que les había llevado allí: el juego.
A Yui le pareció que la sala estaba bien decorada, con gran riqueza de adornos, y así se lo dijo a la señora Plai Fon, quien le replicó:
—Todo demasiado recargado. Nyau tiende a lo ostentoso; a mí no me gusta.
—¿Nyau es el dueño? —se interesó Yui.
La señora Plai Fon se echó a reír y le aclaró:
—Quién es el dueño de este tugurio no se sabe, pero Nyau lo representa... mientras las cosas vayan bien. Si se tuercen lo despiden y ponen a otro. Nyau lleva ya tres años, o sea, que no lo debe de hacer mal. Quiero decir que lo hace bien para ellos, pero mal para nosotros, los jugadores. Por cierto, si te hace alguna caricia no te preocupes, es marica.
Nyau propuso a la señora Plai Fon probar suerte con la ruleta, que esa noche se estaba mostrando muy favorable con los jugadores audaces, a lo que la señora le replicó que ellas no eran audaces y que aquella flor de orquídea que la acompañaba era una buena esposa y madre de familia, que venía solo por curiosidad de conocer una casa de juego y para jugarse unos pocos bahts. ¿No sería mejor jugárselos en la mesa del Pok Daeng? Excelente elección, le dijo Nyau, augurándole razonables ganancias dada la maestría de la señora Plai Fon en ese juego. Se rio la señora y le dijo que no llevaba bien las cuentas, pero que mucho temía que esa maestría no fuera suficiente para evitar más pérdidas que ganancias. Esperemos que esta noche no sea así, la animó Nyau.
Y no lo fue aunque estuvo a punto de serlo. Se sentaron en la mesa de minibacará en la que las apuestas eran más bajas, pero aun así a la media hora Yui había perdido los mil bahts. Y la señora Plai Fon una cantidad parecida, aunque ella había tomado fichas por valor de cinco mil. Las fichas representaban cincuenta bahts cada una, y Yui le suplicó a su amiga:
—Préstame cien bahts porque se ha acabado mi mala racha.
—Las malas rachas no se acaban nunca.
—Ese dinero era de mi madre y, si no se lo devuelvo, me matará.
—¿Y quieres que te mate yo también? Está bien, toma dos fichas y nos vamos.
Con aquellas dos fichas, después de dos horas se había alzado con mil ochocientos bahts, y era tal su dicha que no se recataba de reírse a mandíbula batiente, importándole poco que se le vieran las mellas.
—Has tenido la suerte del principiante, que espero que te ayude a solucionar el apuro económico del que me hablaste. Pero no vuelvas más —le aconsejó la señora Plai Fon.
Sin embargo, Yui volvió. Era imposible que no lo hiciera porque al otro día también ganó.
A su madre le devolvió los mil bahts, y doscientos más, y le dijo que se quedaba con otros mil, que les sirviera de fondo para seguir jugando.
—¿Cómo seguir jugando? —se escandalizó la señora Phakamon—. ¿No has salido ya del apuro que tenías? ¿Para qué seguir jugando?
—Para seguir ganando —le respondió su hija, que le explicó en qué consistía el juego del Pok Daeng, que en The House era un poco distinto y lo llamaban bacará. Se disputaba entre el banquero y el jugador y se trataba de acertar cuál de los dos, recibiendo dos cartas del crupier, y con posibilidad de recibir una tercera, se acercaba más al número 9. ¿Cuestión de suerte? Sí, pero también de intuición de los apostadores, intuición que ella no dudaba que poseía, como se lo había reconocido el propio señor Nyau, regente del local, un caballero muy simpático que le hizo muchos elogios de su belleza y hasta se permitió acariciarle las manos, pero ya le había advertido la señora Plai Fon que no se preocupara porque era marica. Por cierto, ella no sabía que los maricas pudieran ser tan encantadores. A lo que la señora Phakamon le replicó que le traía sin cuidado cuál pudiera ser la identidad sexual de ese señor, que ella tenía bien claro que nunca se debía tentar dos veces a la suerte, y lo que valía en una conjunción astral no servía en la siguiente, y que por tanto le diera todo lo que le correspondía—. Toma, madre —le dijo Yui, ofendida—, tú te lo pierdes.
Como necesitaba hacer conocedores a los demás de su fortuna, que ella más bien interpretaba como destreza personal, se lo contó a la sirvienta, quien después de alegrarse con su señora, aunque no demasiado, meneó la cabeza y pronunció un «¡Ay, Dios mío, Dios mío!», y Yui le pidió que siguiera invocando a su Dios para que no le fallara la fortuna. Luego le gratificó con veinte bahts.
A continuación se rebajó a llamar a su marido por el móvil a Chiang Mai, para contarle entre triunfante y despectiva que no se preocupara por los mil quinientos bahts, que ya los tenía a su disposición. Y quizá algo más porque, como queda dicho, volvió a ganar la siguiente vez.
Cheonchai todavía seguía enamorado de su mujer y cuando regresó al pueblo ese fin de semana no pensó mal de ella; supuso que el dinero se lo habría sacado a su madre.
¿Se merecía un marido que se había marchado tirándole de los pelos que ella le diera explicaciones? No se lo merecía, pero se las daba porque necesitaba que supiera el don que poseía para los juegos de azar, que no eran tan azarosos si se jugaba con cabeza. Cierto que le había sacado a su madre 1000 bahts, pero fue para convertirlos en 3800, y después en 5100.
Comenzó a contar los billetes uno a uno, con delectación, delante de su marido, y este se limitó a decir: «Eso es más de lo que yo gano en varios meses».
La dicha de su fortuna le produjo a Yui una excitación que transmitió a su marido, y se entregaron a delirios amorosos, con gran contento de Wichi, que veía risueños y felices a sus padres y se atribuía en buena medida aquella reconciliación como consecuencia de las buenas acciones que hiciera, siguiendo el consejo del anciano monje.
Desde los doce hasta que cumplió los catorce años Wichi visitó en más de una ocasión al anciano monje. Fueron los años en los que se desbarató el matrimonio de sus padres, de lo que ella se sentía culpable por no hacer suficientes buenas acciones. Hasta que el monje en una de sus visitas le conminó a dejar de discurrir así.
—Tu karma es distinto del de tus padres y, a su vez, el de tu padre es distinto del de tu madre. Por muchas acciones buenas que tú hagas no puedes modificar el karma de ninguno de ellos. Si te echas la culpa de algo de lo que no la tienes, estás haciendo una acción torpe, equivocada, que para nada mejora tu ser natural. Y, si sigues pensando así, te agradeceré que no vuelvas, porque es prueba de que mis enseñanzas no te sirven de nada.
Pero como Wichi encontraba consuelo en las palabras del monje siguió yendo, contándole lo que sucedía en su casa, que había dejado de ser propiamente un hogar, y el anciano se limitaba a escucharla en silencio y, al final, colocaba las manos sobre su cabeza siempre sin tocarla, musitando una plegaria.
El fin de semana siguiente al de los delirios amorosos ya fue bastante tormentoso, porque Yui perdió todas sus reservas y se atrevió a pedir dinero a su marido. «¿Tú estás loca?», le dijo este, «¿quieres que nos arruinemos?». Y, efectivamente, a la mujer le había entrado la locura del juego y le explicaba a su marido que si en aquella ocasión había perdido había sido por no tener en cuenta la conjunción astral y otras necedades tales como que se había calzado el pie izquierdo antes que el derecho, lo cual era sabido que traía mala suerte. En aquella ocasión no le pegó, pero a la siguiente sí porque echó en falta en la casa algunos de los pocos objetos de valor que tenían y, sobre todo, un collar que Cheonchai había heredado de su madre y, a su vez, había regalado a Yui cuando sus desposorios, en prueba de su amor. «Era el símbolo de nuestro amor», le dijo, «y tú te has desprendido de él sin reparar en lo que significaba». Y le dio dos bofetadas, más bien simbólicas. La mujer, aterrada, ya que nunca su marido la había tratado así, se puso de rodillas, le pidió perdón y le dijo que no se preocupara, que de su cuenta quedaba recuperar el collar.
Lo recuperó pagando un precio que cambió su vida para siempre. El señor Nyau le presentó a un caballero entrado en años, asiduo de The House, asegurándole que se conformaría con cenar con ella y recibir alguna de sus atenciones, no demasiadas, dada su avanzada edad. Pero el caballero le dijo un proverbio chino, según el cual antes pierde el viejo el diente que la simiente, y después de cenar y beber copiosamente consumó sus caricias en una habitación del local, en la que ardía un pebetero con aromas embriagadores. Esa es la explicación con la que intentó Yui justificarse; punto menos que había sido narcotizada.
El caballero cumplió y, por medio del señor Nyau, recuperó el collar, dándole un consejo a su amante ocasional:
—Toma tu joya y no vuelvas más por aquí. Pero volvió y se arrimó de nuevo al anciano señor, quien se portó muy bien con ella ya que le buscó un dentista que, con una prótesis provisional, le arregló la dentadura. Sin embargo, nunca quiso darle dinero para jugar, por lo que se vio precisada a seguir desvalijando la casa, y si un día ganaba recuperaba algunos de los objetos más visibles, que no eran suficientes para disimular el despojo al que estaba sometiendo el hogar, con la consiguiente cólera de su marido, quien había dejado de ser vegetariano para darse a la bebida. Al principio, prudencialmente, solo bebía cerveza, pero acabó con líquidos más espiritosos, que le encendían el ánimo. Entonces era cuando la golpeaba sin recatarse de que Wichi estuviera presente, y lo hacía aun cuando la madre pretendía protegerse abrazándose a la niña.