La niña del arrozal (7 page)

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Authors: Jose Luis Olaizola

Tags: #Drama

—¿Y eso dónde está? —preguntó Siri, y el taquillero se puso a buscar un mapa para señalárselo. Entonces Siri cayó en la cuenta y le preguntó si Chiang Dao no era famoso por sus cuevas, a lo que el hombre contestó afirmativamente; mientras tanto se había formado una cola y los de atrás protestaban por lo que estaba tardando aquella mujer, y Wichi comenzó a pasar vergüenza y a tirar del vestido de Siri para que terminara. El taquillero, muy tranquilo, no hacía caso de las protestas y les expidió dos billetes para Chiang Dao, pidiéndoles disculpas porque en lugar de a doscientos cincuenta bahts, ascendía a trescientos.

Cuando se retiraron de la taquilla y se encaminaron hacia la puerta de entrada a los andenes, Wichi, angustiada, le preguntó:

—Pero ¿adónde vamos?

—Eso solo Dios lo sabe —fue lo único que se le ocurrió contestar.

Pero que el Dios de Siri lo supiera no tranquilizó demasiado a la niña. No tenía mucha confianza en un dios que no parecía portarse muy bien con aquella mujer a la que había hecho tan fea.

Los autobuses a Chiang Dao salían con frecuencia, dada su proximidad a Chiang Mai, y cuando tomaron uno de ellos Wichi se quedó dormida; al despertarse se encontró con una Siri con los ojos hinchados, como de haber llorado, que comenzó a preguntarle por los años que tenía.

—¿Por qué me lo preguntas? —se extrañó la niña—. Bien sabes que dentro de cuatro meses cumpliré los quince.

—¿Y no crees que ya tienes edad de ser una mujer, y no una niña?

—Ya sé que soy una mujer —le contestó Wichi, que hacía tiempo que había sentido en su cuerpo las transformaciones por las que se entraba en la pubertad—. ¿Y eso qué tiene que ver?

—Pues que debes saber los peligros que corre una mujer en este país, y quizá en todos los del mundo.

—¿Lo dices por el caballero que vino ayer a visitar a la abuela?

—Era todo menos un caballero.

—Pues a mí me pareció muy amable, y hasta se interesó sobre si sabía bailar. Ya sabes que a mí me gusta mucho bailar.

—¿Y te gustaría bailar desnuda? Eso para empezar.

Esta respuesta provocó un aluvión de preguntas por parte de Wichi, y la que había dejado de ser su sirvienta para convertirse en su protectora se las fue contestando, explicándole con detalle el mundo oscuro de la prostitución, en lo que ella alcanzaba a conocer, pero que se temía que era aún peor. ¿Sabía que en Bangkok había miles de prostitutas menores que ella? Pues allí la quería llevar el que ella consideraba un caballero. Pero su abuela no lo consentiría, le replicó con escaso convencimiento Wichi. Su abuela, por sacarse unos bahts, vendería su alma al diablo, y cuánto más a una nieta, creyendo, encima, que le hacía un favor, ya que la primera que era una prostituta, y lo había sido toda su vida, era ella, que a saber la culpa que tuvo en el triste final de su madre. La niña rompió a llorar, y Siri la animaba:

—¡Llora, llora! Mejor es que llores ahora a que te pases llorando el resto de tu vida.

Todo esto sucedía en el autobús, cuando faltaba poco para llegar a Chiang Dao, y una pasajera que ocupaba un asiento colindante, viendo llorar a Wichi, se interesó, dirigiéndose con cortesía a Siri:

—¿Le pasa algo a su hija? ¿Le puedo ayudar en algo? —No, muchas gracias —mintió con gran serenidad Siri—. Es que se acuerda de su padre, que se ha ido de viaje.

Pero se quedó encantada de que la tomaran por la madre de aquella criatura.

En Chiang Dao fue donde Siri fue consciente del disparate que había cometido. Había secuestrado a una adolescente, sujeta a la tutela de su abuela, y eso le podía costar la cárcel. No tomó conciencia de una vez, sino poco a poco, según iba dándose cuenta de la aventura en la que se había metido. Ella siempre había contado con llegar a las montañas del norte, para sentirse arropada por los suyos, pero no en quedarse a mitad de camino, en una ciudad que desde el primer momento le resultó hostil ya que la gente andaba muy deprisa, cada uno a sus ocupaciones, a los que era muy difícil preguntar dónde podían alojarse, aunque solo fuera por una noche. Y para colmo con una Wichi que cada poco se echaba a llorar, recordando lo que le había contado en el autobús, y que cuando no lloraba era para preguntar adónde iban.

Cansadas de dar vueltas, se sentaron en un banco público, a la sombra de un árbol copudo, y al poco lo hicieron dos ancianos, un hombre y una mujer que las saludaron cortésmente y comenzaron a contarles su vida. Venían del hospital, de hacerse unos análisis porque los dos estaban enfermos, aunque no se podía esperar otra cosa a su edad, ya que ambos habían rebasado los ochenta años. Se habían tenido que sentar en ese banco para descansar un rato, ya que su casa todavía les quedaba lejos. Después de dar esas explicaciones la mujer se interesó por ellas: a juzgar por las bolsas con las que cargaban no debían de ser de Chiang Dao, ¿estaban acaso de paso?

—Sí —le contestó Siri—, voy con mi hija, camino de Mae Rang. Y estamos buscando alojamiento para esta noche.

Fue la primera vez que Siri se dio cuenta de que hacerse pasar por madre e hija no resultaba creíble, porque la anciana las miró detenidamente de arriba abajo, y aunque no dijo nada se notó que le parecía muy extraño que aquella atractiva joven tuviera una madre tan fea. Es más, cuchicheó algo con su marido y se levantaron para irse. Antes de hacerlo les dieron la dirección de un albergue económico que no se encontraba lejos de allí.

Camino del albergue Siri recibió la única buena noticia de aquella jornada que había comenzado muy de madrugada y que parecía que no iba a acabar nunca. Wichi guardaba cuatro billetes de cien bahts en un pequeño bolso que llevaba sujeto debajo de la blusa. La mujer le preguntó de dónde los había sacado, y la niña se limitó a decirle que eran sus ahorros y que los guardaba para un caso de apuro, y ¿no estaban ellas en un apuro en aquellos momentos? Siri pensó que más grande del que ella creía, pero no le dijo nada y se guardó los billetes en su faltriquera. Luego le reprochó a Wichi:

—¿Por qué no me lo has dicho antes? De haber sabido que tenías ese dinero quizá hubiéramos podido sacar el billete hasta Mae Rang.

La niña se encogió de hombros, en un gesto suyo muy característico, y se justificó:

—No te he dicho nada porque tú no me has dicho adónde íbamos. Además, ¿por qué dices que soy tu hija?

Siri, un poco cortada, le respondió:

—Lo dije por explicar por qué vamos juntas, pero no lo volveré a hacer.

—Si a mí no me importa que seas mi madre —la tranquilizó Wichi.

A Siri se le puso un nudo en la garganta; que más querría que tener una hija así. Pero era muy difícil que ella se casara y, por tanto, que tuviera hijos. A menos que lograra solucionar el problema de su mirada torcida, que no le parecía nada fácil ni creía que se pudiera arreglar con unas gafas.

—A ti no te importa, querida niña, pero la gente no se lo cree.

—¿Por qué no se lo van a creer? —se extrañó Wichi—. ¿Es que no tienes años para ser mi madre?

—Para eso y para más —le replicó Siri—. Pero mejor pensaremos en otra cosa.

En el albergue le dijo a la recepcionista que era su tía, aclarándole que era tía segunda, prima por parte del padre, o sea, que había motivos suficientes para que no se parecieran nada la tía y la sobrina. Tuvieron que dar tantas explicaciones porque la recepcionista las recibió recelosa, dado que Siri no tenía su documentación en regla y Wichi no llevaba ninguna clase de papeles que acreditaran su identidad. Les hizo rellenar una ficha, advirtiéndolas de que era bajo su responsabilidad, y también mostró bastante extrañeza de que Siri le diera las explicaciones mirando para otro lado; les hizo pagar el precio de la cama, cuarenta bahts, por anticipado.

Tomaron una cama para las dos en una habitación grande, en la que había varias camas más. Por la noche se llenó de gente que, por regla general, olía mal y hacía bastante ruido al dormir, algunos roncando y otros emitiendo sonidos más desagradables. Wichi se pegaba mucho a Siri y esta la tranquilizaba diciéndole que sería solo aquella noche, y que al día siguiente buscarían un sitio mejor. ¿Cómo mejor?, se extrañaba Wichi, ¡si apenas tenían dinero! Pero podían trabajar para conseguirlo, ¿o es que acaso no tenían manos para ganarlo?

Al otro día durmieron en una cueva, lo cual Siri no consideraba un desdoro porque su Dios también había nacido en una cueva. Wichi siguió pensando que era muy extraño el Dios de aquella mujer.

Cuando se habían despertado en el albergue, muy de mañana, Siri se había topado de frente con un vigilante nocturno que la miraba muy fijo. Temiendo que la fueran a denunciar a la policía había terminado de despertar a Wichi, y con las primeras luces del día se encontraban, de nuevo, en la calle. Desayunaron sentadas en un banco, un poco de arroz con carne de cerdo que llevaban consigo, y luego bebieron un té caliente en un puesto callejero.

Chiang Dao era famoso por contar con kilómetros de cuevas subterráneas, algunas de ellas abiertas al público y que podían ser visitadas, las cuales disponían incluso de luz eléctrica o lámparas de gas en las partes más profundas, pero otras seguían en su estado natural. Por la ciudad había bastantes carteles invitando a los turistas a visitar las cuevas por módicos precios y Wichi, que animada por el desayuno se había olvidado de su complicada situación, le suplicó a Siri que la llevara a una de esas visitas, ya que nunca había estado en una cueva. La mujer protestó, arguyendo que lo primero de todo era buscar un trabajo, quizá como limpiadoras de portales, o algún otro que nadie quisiera hacer, pero acabó accediendo.

Las cuevas se encontraban a las afueras de la ciudad y tuvieron que recorrer varios kilómetros, parándose de vez en cuando ya que el peso del equipaje las agobiaba. Por fin llegaron a una de las cuevas, a la que llamaban Tham Man, y pudieron incorporarse por unos pocos bahts a una visita guiada. El guía les explicó que no podían entrar con tantas bolsas, y fue un alivio dejarlas en un habitáculo anejo a la entrada.

Disfrutaron mucho con la visita, extasiándose con las formaciones rocosas, de alguna de las cuales el guía daba una explicación, a veces también en inglés porque había componentes del grupo que no eran tailandeses. Debajo de una gran bóveda, majestuosa, les explicó que aquel conjunto de cuevas había sido el hogar de un ermitaño durante muchos años, y que había tenido relaciones con un
tbewádaa
, que era para los budistas lo que los ángeles de la guarda para los cristianos. Esto se lo explicó en inglés a los turistas, que no tenían por qué conocer a los personajes de la filosofía budista. Les aclaró que por eso aquellas cuevas eran un lugar sagrado y que cualquiera que pretendiera llevarse un trozo de roca como recuerdo perdería el sentido de la orientación y quedaría encerrado para siempre en ellas.

—A menos —bromeó el guía— que vayan conmigo, pues entonces no hay cuidado de que se pierdan.

A Wichi el guía le resultó muy simpático y pensó que, cuando fuera algo mayor, no le importaría hacer esa clase de trabajo, para el que sin duda había que tener buen humor y ganas de pasárselo bien, como le ocurría a ese señor. Algunos de los del grupo le hacían preguntas a las que contestaba amablemente y luego le daban una propina que el guía recibía con sentidas muestras de agradecimiento. Y con no poco asombro de Wichi una de las que le dio propina fue Siri, para a continuación preguntarle por dónde caían las cuevas que no estaban abiertas al público. El guía le contestó que no lejos de allí, ya que la que estaban visitando formaba parte de una serie de túneles de más de diez kilómetros de extensión, intercomunicados, pero no le recomendaba que las visitaran. Estaban muy oscuras y ahí sí que se podían perder. Sobre todo si se les ocurría robar algún trozo de roca. Y de nuevo se echó a reír.

Al mediodía terminaron la visita a las cuevas iluminadas y aprovecharon que no lejos de allí había un mercadillo para comprar guindilla picante a fin de sazonar una ensalada compuesta por carne de vaca asada, hojas de lechuga, pepinos, tomate y cebolla. Era uno de los platos favoritos de Wichi, que en pleno crecimiento tenía un apetito voraz, por lo que Siri la tuvo que parar y advertirla que debían dejar un poco para la cena. La niña lo comprendió, pero se quedó muy preocupada: ¿qué iban a comer cuando se les terminaran las provisiones que habían traído? A lo que Siri siempre le contestaba lo mismo: ¿acaso no tenían manos para trabajar?

Y comenzaron a buscar trabajo en aquel mercadillo sin ningún éxito. Siri se acercaba a los puestos y se ofrecía para lo que fuera, bien para ayudar a vender, o cargar bultos, o limpiar aceras, e incluso acarrear grandes cargas porque era una mujer muy fuerte. Muy fuerte, pero tan fea que nadie se la imaginaba despachando de cara al público, y todos acababan diciéndole que lo sentían mucho, pero que no tenían nada para ella. En uno de los puestos de verdura una mujer compasiva la despachó, pero regalándole media docena de plátanos, pequeños pero muy sabrosos, más un par de guayabas y un racimo de uvas. Siri se deshizo en muestras de gratitud, pero Wichi se sintió muy avergonzada pensando que las trataban como mendigos.

Cuando la tarde iba cayendo Siri se sintió desanimada y concluyó:

—Yo para lo que sirvo es para trabajar en un arrozal, como he hecho toda mi vida hasta que me empleé con tu madre.

—Pero yo por aquí no veo ningún arrozal —le hizo observar Wichi.

—¿Es que acaso hay alguna parte de Tailandia donde no se cultive el arroz?

—Quizá aquí.

Y la niña le dijo que, cuando iba al colegio, les habían explicado que el arroz se daba muy bien en la parte central del país, compuesta por una llanura atravesada por el río Chao Phraya, que la fecundaba, pero que la parte noroeste, que es donde ellas se encontraban, era la más seca y menos fértil del país, famosa por sus yacimientos arqueológicos, como habían tenido ocasión de comprobar con la visita a aquellas cuevas tan magníficas. A lo que Siri le contestó que más seca era la región de donde ella procedía y que, sin embargo, había arrozales.

Sin más discusiones se dirigieron hacia las cuevas hasta dar con una muy apartada, en la que hicieron noche, alumbrándose con unas candelas que habían comprado en el mercadillo. Wichi, al principio temblorosa, se abrazaba a Siri, que le hacía ver cuánto mejor estaban allí que no en el maloliente albergue de la noche anterior. Wichi decía que sí, pero tenía mucho miedo, hasta que, vencida por el cansancio después de una jornada agotadora, se quedó dormida.

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