—Es la parte más fácil de todo el proceso, por eso cobrarás menos —le dijo su amiga—. Pero, cuando aprendas más, pasarás al varillaje y quién sabe si a darles el color, que son las que más ganan.
Siri comenzó cobrando sesenta bahts al día, de los que la señora Phakamon, codiciosamente, se llevaba veinte, sin perdonar un baht, y al poco le dijo que se tenía que llevar la mitad, ya que Siri apenas colaboraba en los trabajos de la casa, pues se pasaba todo el día y, a veces, parte de la noche en el taller, lo cual era cierto, ya que el encargado general vigilaba continuamente el trabajo de las operarías y, si les salía algo mal, se lo hacía repetir varias veces. La tomó con Siri porque le disgustaba que, cuando se dirigía a ella, la mujer le mirase de costadillo, y si no llega a ser por su amiga la hubiera despedido. La amiga le explicaba lo del estrabismo, pero el hombre no lo quería entender y lo tomaba como un desprecio. Por eso la exigía más que a las otras, y días hubo en que Siri se pasó catorce horas sin salir del taller y noches sin dormir, ya que cuando llegaba a la casa la estaba esperando la señora Phakamon para regañarla y exigirle que hiciera los trabajos del hogar, que quería tenerlo todo bien arreglado porque todavía, de vez en cuando, recibía a alguno de sus «compromisos».
Wichi, viendo los apuros de Siri para atender a tantas obligaciones, le suplicó a la abuela que le permitiese ir también a trabajar a la paragüería, y así serían dos los jornales que ayudarían a mantener la casa de una pobre anciana. Porque Wichi veía a su abuela como una anciana, aunque todavía no había cumplido los sesenta años, y no dudaba que fuera cierto que vivía en la miseria.
A la abuela le tentó la proposición de su nieta, pero fue Siri la que replicó que en el taller no admitían niños para trabajar —lo cual no era cierto— y, además, que sobraban muchos empleados a los que estaban despidiendo. ¿Cómo iban a admitir a una niña? Hablaba así porque no quería, por nada de este mundo, que su querida florecilla padeciera el mismo maltrato que ella.
En vista de lo cual, como los días se le hacían muy largos y Wichi tenía demasiado tiempo para pensar en la pérdida de sus padres y entregarse a fantasías sobre la posibilidad de que el padre regresara, le propuso a la abuela volver a la escuela, a la que no asistía desde que se agudizó la enfermedad de su madre, y de eso hacía meses.
—¿Volver a la escuela, cuando casi eres una mujer? —se escandalizó la abuela—. ¿No sabes ya leer y escribir? ¿Para qué quieres más? Tú lo que tienes que hacer es ocuparte de la casa y cuidar de tu pobre abuela. Y, en todo caso, aprender cosas más útiles que leer y escribir.
Entonces Wichi se enteró de uno de los aspectos de la vida de la abuela que desconocía: los masajes. Cuando recibía a uno de sus «compromisos», le decía a su nieta: «Tiene molestias en la espalda y viene a que yo le dé un masaje». Ponía la sala, la única habitación decente de la casa, a media luz, encendía diversos pebeteros, hacía que sonara una música relajante y le prohibía a Wichi que durante la sesión entrara en la habitación. Luego le explicaba que eso sí que era mucho más útil para una mujer que leer o escribir: aprender a dar masajes. Ella los daba solo regular porque aprendió tarde ese quehacer, de la mano del profesor Sil. ¿Se acordaba ella del profesor Sil? ¿El que intentó arreglar los dientes de su madre? Por culpa de ella, de la madre, acabó reñida con el profesor Sil, que era un maestro en el arte del masaje, aunque no fuera tan diestro como dentista. También es cierto que en aquella infortunada extracción parte de la culpa fue de su hija, que no acertó a relajarse adecuadamente. La señora Phakamon ya solo hablaba bien de su hija para recordar su belleza tan desaprovechada; en lo demás había sido un desastre, haciendo un mal matrimonio, y portándose como una mala hija que en más de una ocasión le había negado la comida, siendo por fin ella, la señora Phakamon, quien tuvo que cuidarla, en lugar de ser la hija la que cuidara de ella, como preveía la sabia naturaleza. Estas críticas las hacía, en ocasiones, delante de Wichi, que se quedaba sin habla y no acertaba a defender a su madre. Si era Siri la que estaba presente, con el debido respeto defendía a su antigua señora, hasta que la abuela le ordenaba callar y Siri obedecía, aunque rezongando.
Uno de los días apareció en la casa una maestra del
nuad bo-rarn
, nombre del masaje tradicional tailandés, que venía requerida por la abuela para instruir a Wichi en aquel arte, del que se tenía noticia hacía más de tres mil años. Era una mujer no mal parecida, de grandes silencios, que decía haber aprendido esa ciencia en un monasterio budista de los más renombrados de Bangkok. Como es lógico, no pensaba transmitir su ciencia sin cobrar los correspondientes honorarios, y a la abuela le pareció de justicia. De justicia que los pagara Siri, sacándolos de la menguada parte del jornal que le restaba.
Siri se inclinó sumisa, como si considerara un gran acierto aquella decisión, pero luego le dijo a Wichi:
—Así no podemos seguir. El
nuad bo-rarn
merece todos mis respetos, como medicina que cura muchos males, pero esa mujer es una puta y solo te enseñará lo que no te conviene aprender.
Siri era muy comedida hablando y Wichi nunca le había oído una expresión semejante, por lo que ante su extrañeza la mujer rectificó:
—Yo no digo que ella lo sea, pero sí que frecuenta un local en el que abundan las mujeres que han perdido su honor, por culpa de hombres que las codician para hacer con ellas
yum-yum.
—¿Y qué es hacer
yum-yum
?
—Algo que es mejor que no conozcas, y nunca sepas lo que es.
Ese local era un karaoke que se encontraba en la misma calle que el taller de paraguas, y las jornaleras de este, en los pocos descansos de que disfrutaban, fisgaban con curiosidad quién entraba y salía de allí, haciendo comentarios salaces al respecto. Con frecuencia se aproximaba a ellas un señor muy amable, que debía de ser el encargado, quien se dirigía a las más jóvenes para proponerles asomarse al local. Les decía con una sonrisa de oreja a oreja que no les iba a pasar nada y que ganarían mucho más dinero que en el miserable oficio de montar paraguas. Y alguna de ellas accedió y ya no volvieron a verla más. Porque una vez que las captaban las llevaban a otros locales que poseían en distritos distantes de su lugar de trabajo, no fueran a arrepentirse. Algunas de las mayores trataban de disuadir a las jóvenes, previniéndolas de lo que les aguardaba si accedían al reclamo. Pero otras decían que no era tan malo ese oficio, y que peor que el que tenían no iba a ser. Y que, si ellas fueran jóvenes, no se lo pensarían dos veces. Uno de los casos que más les impresionó fue el de una obrera que con diecisiete años ya tenía un hijo; pasaba grandes apuros para mantenerlo y se fue al karaoke, pero al poco debió de arrepentirse y quiso escapar. Vieron cómo la montaban en una furgoneta y se la llevaban a la fuerza. Sus compañeras, aterradas, se lo comunicaron al encargado general para que avisara a la policía, pero este les dijo que eso les pasaba por ser unas chismosas y meterse donde nadie las llamaba. Habló así porque ese encargado era de los que frecuentaban el karaoke.
—Pues esa mujer entra y sale de ese karaoke, en el que no creo que se practique el
nuad bo-rarn
que se enseña en los monasterios —le explicó Siri a Wichi.
—¿Y qué puedo hacer? —le preguntó angustiada la niña.
Pero Siri no supo qué contestarle y se limitó a decirle:
—Cuando no te convenga escuchar lo que te dice, cierra tus oídos como hace el puerco cuando lo llevan al matadero.
Pero Wichi ignoraba lo que hacía el puerco camino del matadero y no sabía cómo debía defenderse de la maestra de
nuad bo-rarn
, que el primer día comenzó con un
puja
, que era un silencio interior meditativo que le ayudaría a controlar su respiración a fin de crear un canal de comunicación con su cuerpo que le permitiese desarrollar lo mejor de él, aclarándole, en medio de grandes silencios, que lo mejor del cuerpo era el amor. ¿Qué clase de amor? El que hacía disfrutar a los demás.
Al segundo día comenzó a presionarle las palmas de la mano, luego las pantorrillas y, por fin, los pies, y notó que la presión se desplazaba lentamente a lo largo de todo su cuerpo, hasta alcanzar una especie de hipnosis, mientras en susurros le explicaba que le estaba estimulando sus distintos canales de energía para permitir que estallasen en el misterio del amor.
Cuando por la noche Wichi le contó a Siri lo que estaba sucediendo, la sirvienta se echó a temblar y le dijo:
—En el amor que busca esa mala mujer no hay ningún misterio. Está bien claro en qué clase de amor está pensando.
Y cuando Wichi le dijo que no le disgustaba lo que la mujer hacía con ella, se quedó aún más preocupada y le suplicó a la niña que cerrase los oídos a sus insidias, pero no supo explicarle cómo tenía que hacerlo.
En la tercera ocasión apareció la maestra acompañada por el que sin duda era el encargado del karaoke, que vestía de una manera más elegante que cuando estaba al frente del establecimiento, quien manifestó que había oído hablar de una perla y tenía curiosidad por conocer si era tan nacarada como se contaba. Venía con presentes para la abuela, y uno de ellos era un libro de dragones entre cuyas páginas había colocado un billete de color violeta, de los de quinientos bahts.
Por fortuna eso sucedía a la caída de la tarde, cuando Siri se encontraba en el hogar, y al ser requerida por la señora para que les sirviera un refresco, adivinó a qué obedecía esa visita. La casa tenía un altillo, con una claraboya que daba sobre la sala, y en él se escondió la sirvienta para reafirmarse en lo que se temía. El hombre hablaba de una manera untuosa, usando frases muy rebuscadas, para explicar a la abuela que los dragones siempre traían suerte y la prueba era aquel libro que contenía una menudencia en su interior, un modesto billete de color violeta, pero que tras él podían venir muchos más con gran provecho, tanto para la abuela como para la nieta. En un momento de esa extraña conversación hicieron venir a Wichi, y Siri se quedó conmovida ante la belleza e ingenuidad de la que ya no era una niña, por lo que decidió que aquella misma noche debían escapar de lo que llevaba camino de convertirse en una trampa mortal. Mortal para la honra de la criatura.
Wichi vestía una blusa a rayas blancas y rosas, de mangas muy cortas, con un osito en la parte izquierda, marca de la prenda, que le daba un aspecto infantil. La blusa se solapaba con una falda corta, que dejaba ver unas rodillas no demasiado limpias, porque la niña tenía la costumbre de dibujar —a lo que era muy aficionada— de rodillas. Siri se las restregaba con un estropajo y jabón, pero siempre le quedaba una pequeña sombra. A continuación de las rodillas venían las pantorrillas largas y muy bien torneadas que terminaban en unos pies descalzos, más bien pequeños para su estatura, pues era bastante alta. El pelo, no demasiado largo, lo llevaba a la altura de la nuca, y dejaba ver un cuello muy estilizado, que terminaba en unas clavículas huesudas y sobresalientes, debajo de las cuales se insinuaba un busto muy prometedor. El óvalo de la cara tenía forma de almendra, con los ojos rasgados y negros, los labios rojos y los dientes muy bien alineados, ya que no había heredado los incisivos solapados de su madre.
Saludó al hombre con gran respeto, las manos juntas sobre el pecho y la cabeza bien inclinada. Estuvo en esta postura hasta que el hombre la tomó por la barbilla y le hizo levantar la cabeza, para prorrumpir en una serie de elogios sobre su belleza, que a Siri se le iban clavando en el corazón como dardos envenenados. Le preguntó si sabía bailar, a lo que la niña contestó afirmativamente, con movimientos de la cabeza, y el hombre insistió en que si mucho o poco, y a esto contestó con un encogimiento de hombros. Fue cuando Siri tomó la determinación de huir. El hombre le regaló una caja de chocolates a la niña y la abuela le dijo que ya se podía retirar.
La abuela y el caballero se quedaron charlando, pero en un tono muy confidencial, de manera que Siri no podía alcanzar a oír todo lo que decían, pero sí dedujo que hablaban de Bangkok como lugar de mayor provecho para lo que proyectaban. La abuela preguntaba si ella también se tendría que marchar a Bangkok, y el hombre le decía que al principio convenía, pero que cuando la niña se hiciera a su nuevo quehacer, ya no era preciso que se quedara.
Cuando faltaban dos horas para amanecer, Siri, sin advertencia previa, despertó a Wichi —dormían en el mismo cuarto— y le dijo que tenían que irse sin hacer ruido, no fuera a despertarse la abuela.
—Pero irnos ¿adónde? —se extrañó medio dormida la niña.
—A mi pueblo y solo por unos días —le mintió Siri, que no creía que fuera conveniente decirle la verdad hasta que no estuvieran lejos de la influencia de la abuela. A pesar de pertenecer a una familia tan desastrosa Wichi tenía muy arraigados los lazos familiares y, conforme a la filosofía del viejo monje, entendía que cuidar de su anciana abuela era una buena acción que le facilitaría una mejor reencarnación en su próxima vida.
—Pero ¿cómo vamos a irnos sin despedirnos de la abuela? —insistía la niña, desazonada y asombrada viendo que la sirvienta ya le había preparado el equipaje que debían llevarse. Con las pocas cosas que tenía la niña, había llenado dos bolsas, y en una de ellas iba una muñeca de peluche con la que acostumbraba a dormirse—. Si nos vamos solo por unos pocos días, ¿por qué nos llevamos la muñeca? —le preguntó Wichi, pero Siri no le contestó; la ayudó a vestirse un poco a la fuerza y, para cuando quiso darse cuenta, se encontraron en la calle, todavía a oscuras a esas horas, con muy poca gente transitando por ella. Wichi seguía haciendo muchas preguntas a las que Siri respondía con lo primero que se le ocurría. La mujer iba muy cargada, con dos bolsas colgadas de los hombros y otra en una mano, para que le quedara libre la mano izquierda, con la que tiraba de la niña a fin de que anduviera más deprisa.
Cuando llegaron a la terminal de autobuses Siri se puso en una de las ventanillas, para informarse de hasta dónde podían ir con cuatrocientos bahts, que era todo el dinero del que disponía. Luego se lo pensó mejor y lo redujo a doscientos cincuenta porque le convenía quedarse con algo de dinero para comer, aunque había tomado la precaución de llevarse algunas provisiones de la casa. El taquillera, muy amable, le preguntaba que hacia dónde quería ir, y Siri le decía que hacia el norte, lo más cerca posible de las montañas que se alzaban en Hua Mae Rang. El hombre comprobó precios en un cuadro y, por fin, le dijo que como mucho podía llegar hasta Chiang Dao.