El eterno olvido (25 page)

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Authors: Enrique Osuna

Tags: #Intriga / Suspense / Romántica

No había tiempo que perder y ante la perplejidad de una pareja de turistas, Samuel se encaramó sobre la piedra que servía de pedestal a Bencomo. No veía nada en el talón derecho, pero Lucía insistía. Quedaban cincuenta segundos, y entonces, mientras palpaba el pie del gigante, observó que había una pequeña muesca entre la planta del talón y el suelo. Justo por ahí sobresalía algo. Rascando con la uña de su dedo meñique consiguió hacer salir una diminuta chapa metálica. Parecía estar enganchada, pero se asomaba lo suficiente como para dejar ver la palabra que figuraba grabada en ella.

—¡Lo tengo, Lucía! —exclamó a viva voz Samuel.

—Estoy en pantalla dispuesta a teclear, deletrea —repuso Lucía.

—E de España, C de Cáceres, H de Huelva... ¿Lucía?

La comunicación se había cortado: la batería del móvil de Samuel lo abandonó sólo unos instantes antes de acabar la prueba. Sintió ganas de llorar de rabia, de impotencia; no podía tener tan mala fortuna, cuando había llegado tan lejos. Se merecía ese premio, Lucía se lo merecía... y sin embargo, la tecnología le había traicionado. ¡Tanto esfuerzo para nada!

Apesadumbrado, exhausto, se hospedó en el primer lugar que encontró. Extrajo el cargador de su mochila y lo conectó a su teléfono, se descalzó y cayó rendido sobre la cama.

No podía determinar cuánto tiempo había transcurrido: dos horas, puede que tres... Necesitaba respirar aire fresco, pasear y cumplir con las pretensiones que le demandaba su estómago; apenas había comido nada en todo el día. Estaba sumido en un profundo abatimiento, pero esa circunstancia no era suficiente como para ahuyentar el apetito. Comenzó a caminar despacio rumbo de nuevo a la Plaza de la Patrona de Canarias. Suspiró emocionado al contemplar la claridad crepuscular que inundaba el templo y se extendía por el mar, salpicando de brillo los rostros de los menceyes. Se apoyó sobre Pelicar y encendió su teléfono. Había un mensaje de Lucía. El corazón le dio un vuelco cuando leyó su contenido: «¡Enhorabuena!: lo has conseguido».

—Estoy dormida, Samuel, no puedo hablar —murmuró Lucía ante la excitación de Samuel.

—¿Cómo lo lograste? —interrogó Samuel.

—Escuché las tres primeras letras y luego se cortó. Arriesgué un poquito —explicaba Lucía acompañándose de un gran bostezo.

—¿Qué significa Echeyde?

—Es el nombre que los aborígenes daban al Teide. Buenas noches —intentó despedirse Lucía.

—Pero si aún no es de noche.

—Aquí sí: tenemos una hora más. ¡Hasta mañana!

—Lucía, tienes que ver esto; es precioso —profirió Samuel completamente fascinado.

—Sí, ya lo veré otro día —susurró Lucía.

—Lucía.

—¿Mmm...?

—Lucía... ¿Lucía?... Te quiero.

Capítulo 18

El Pecado Capital, el que nadie menciona aun siendo el más importante, el que engendra a todos los demás: el todopoderoso Olvido.

Ignoramos los principios básicos de la naturaleza humana y rebasamos las fronteras de nuestra propia moralidad, incluso de nuestra dignidad. Despreciamos lo que somos, la esencia de nuestro ser, nuestros sentimientos más profundos, nuestro yo verdadero, lo que realmente poseemos en nuestra infranqueable intimidad, el amor que se aloja en el fondo de nuestra alma...; lo olvidamos todo en el vertedero del nunca jamás y caemos en la lujuria, en la gula, en la avaricia, en la pereza, en la ira, en la envidia y en la soberbia, los siete pecados capitales que preconizara el Papa San Gregorio Magno en el siglo VI, en la acidia, el octavo pecado definido por Santo Tomás de Aquino como la tristeza del bien espiritual, y en todos los demás vicios que deberían formar parte de la excluyente celebérrima lista: la apatía, la cobardía, la vanagloria...

El temible olvido que vamos forjando día a día y que se nutre de nuestra abúlica dejadez, que se fortalece tentando nuestra parte oscura, incitándonos a la búsqueda y captura de la mundanal riqueza. Y olvidamos primero nuestro sustento espiritual y luego el tesoro más preciado que guarda todo ser humano, nuestro verdadero patrimonio: los recuerdos.

Casi sin querer, ocupados en las pretensiones terrenales, archivamos los maravillosos momentos que nos acompañan en la vida, los ocultamos por tanto tiempo que luego somos incapaces de encontrarlos. Si los fuésemos evocando de vez en cuando los tendríamos a mano..., pero no, sólo volvemos a los malos; ¡estos sí sabemos dónde se encuentran! Los buenos recuerdos se quedan ahí, donde un día descuidadamente los colocamos, y se olvidan, a veces para siempre... ¡Cómo nos llena de satisfacción la alusión de un amigo a una anécdota que nos rememora un hecho, una frase, un detalle... que teníamos completamente olvidado! ¡Cuánto daríamos ahora por recordarlo todo: las andanzas con nuestros amigos de la infancia, lo que ocurrió el día en que conocimos a la persona que tanto amamos, el primer beso, el segundo, el tercero..., los gestos de nuestros bebés, las navidades, las vacaciones, la sensación de aquel abrazo...! ¡Cuántos detalles están ahí, bajo la tutela del eclipse total del despiadado olvido, con la única esperanza de que la muerte, como dicen, nos ofrezca la oportunidad de repasar nuestra vida, de recuperar todos y cada uno de nuestros recuerdos...!

Marta, como todos los mortales, descuidaba el olvido espiritual, pero había luchado con todas sus fuerzas contra el olvido patológico. Desde que a su padre le diagnosticaran Alzheimer a una edad muy temprana, su único objetivo, su obsesión había sido estudiar medicina, especializarse en enfermedades neurológicas e investigar hasta la extenuación todas las vías, cualquier indicio que ayudara a descubrir las causas que originan esa cruel enfermedad, los mecanismos de prevención y los tratamientos más adecuados. Pero todo su esfuerzo no había sido suficiente para evitar que su padre falleciera entre sus brazos sin que siquiera pudiera saber quién lo sujetaba...

Sí, Marta se había esforzado, había sacrificado buena parte de su vida, lo había dado todo, pero... había actuado por necesidad, no por convicción moral. Ella, al fin y al cabo, era un producto más de la indolente sociedad, aquella que, parafraseando al oncólogo brasileño Drauzio Varella, «invierte cinco veces más en medicamentos para la virilidad masculina y silicona para mujeres que en la cura del Alzheimer, lo que provocará que dentro de algunos años tengamos viejas de tetas grandes y viejos con penes duros, pero ninguno de ellos se acordará para qué sirven...»

Y ahora, en un ataque de egoísmo, sin detenerse a pensar en cuántas miles de personas sacarían provecho de su trabajo, pensaba que sería incongruente y absurdo continuar. Nada parecía tener ya sentido: el monstruo había vencido y cualquier día, en el futuro, seguramente vendría a por ella, si no éste, otro de tantos que merodean nuestras vidas ávidos de sufrimiento.

De nuevo se echó a la calle con la única intención de beber, bailar y acabar haciendo el amor con cualquiera que conociese esa misma noche... Vivir; su única solución desde siempre. Vivir... y luego, ¿qué? ¿Qué pasaría a la mañana siguiente? ¿Qué ilusión la haría continuar? ¿Qué objetivos? ¿Qué meta? ¿Toda la felicidad que ansiaba conseguir en la vida era ésa: divertirse desenfrenadamente por las noches? ¿Qué sentido tenía vivir si no tenía sentido su vida? ¿Qué podría hacer para encontrar una razón para seguir...? ¿Por qué seguir? ¿Por qué Lucía se levantaba con una sonrisa, ilusionada, fascinada por descubrir lo que el nuevo día le podía ofrecer mientras ella era incapaz de encontrar la dicha sin maltratar su cuerpo? ¿Quién estaba en lo cierto: ella o Lucía? ¿Era la vida maravillosa o terrible?

Marta se levantó con un insoportable martilleo en la cabeza. A su lado, en el mismo lecho, un hombre dormía profundamente. No recordaba su nombre y no era por culpa de la resaca. Se vistió y salió de aquella desconocida habitación sin considerar que se marchaba con más peso del que había llevado, sin imaginar que cada día el equipaje de su vida pesaba más y más... De regreso a casa, algo hizo que se detuviera frente al escaparate de una tienda solidaria: la imagen de un niño desnutrido le regalaba una infinita sonrisa. Por más que pudiera ser pobre, que le azotaran las desgracias, que no poseyera ni un mísero techo donde cobijarse, sus ojos irradiaban mil veces más felicidad que los suyos. Y entonces creyó vislumbrar algo, una tenue luz en lo más profundo de un insondable abismo. Tanto le pesaba su equipaje que se había detenido a Ver. Y después de Ver, sin saberlo aún, había dejado por fin de ser una espectadora. Por un instante pasó por su mente la idea de acompañar a Lucía en su próximo viaje a África... La semilla había sido plantada. Pasaría algún tiempo hasta que germinara y creciera con fuerza, pero el fruto del sentido de la vida acabaría llegando... también para ella.

Capítulo 19

Estaba empapada en sudor, con el corazón latiéndole desbocado. Había vuelto a suceder: el mismo camino, los aullidos de los perros, el largo túnel, ora negro, ora rodeado de luces de colores... y ese personaje misterioso que espera su llegada y que nunca logra ver. Pero esta vez había sido distinto: el hombre que la libera del camino y la toma en sus brazos no era el de siempre; su cara era otra, un rostro familiar que jamás llegaría a olvidar... y comenzó a temblar de miedo y a llorar, hasta que despertó sobresaltada.

Sabía que lo había guardado en aquel armario y estaba dispuesta a encontrarlo, aunque tuviera que vaciarlo por completo.

—¿Qué es, Marta?

—Ábrelo y lo sabrás.

Ese día cumplía dieciséis años. No esperaba recibir un regalo, así que le hizo mucha ilusión.

—¿Te gusta?

—Muchísimo —respondió Lucía entusiasmada.

—Es para que escribas todas las cosas bonitas que se te ocurran —aclaró Marta.

Se trataba de una especie de combinación entre una agenda, una libreta para tomar notas y un diario; algo parecido a un cuaderno de bitácora del acontecer cotidiano. En las páginas interiores figuraban impresos apartados diversos para completar, como la fecha, el clima, los hechos importantes acaecidos cada día, la planificación... y una sección de considerable tamaño denominada: «Dentro de mí». Ese lugar era, sin duda, el destinado a acoger la inspiración literaria de su propietaria, a tenor de lo que se podía leer en la portada del cuaderno: «Mis rimas y leyendas».

Ahora lo tenía de nuevo en sus manos y no dejaba de recordar las palabras que Marta le dijo: «Para que escribas todas las cosas bonitas que se te ocurran».

Al abrirlo encontró lo que buscaba: la primera página, el primer texto, sus primeros versos... y el reloj de su vida retrocedió catorce años...

Tantas noches he sufrido

que una más no importará,

dulce sueño interrumpido,

largas horas sin piedad...

Una mano que se acerca,

una luz que me deslumbra;

no he nacido, no he vivido,

¡yo he cantado en las penumbras!

Sus manos predadoras apretaban con firmeza, dispuestas a no soltar, convencida de que, ahora sí y para siempre, desterraría el último reducto de su tormentoso pasado. Se acabaría, por fin, su martirio; podría descansar, iniciar de una vez por todas una nueva vida, olvidarlo todo...

Sudaba y temblaba, y en su determinación, la expresión de su cara reflejaba la satisfacción mientras que sus pupilas dilatadas evocaban el miedo. De repente lo vio de nuevo, mirándola con dulzura, acercándose para contarle un cuento... y juró que sería por última vez. En un grito desgarrado rompió con fuerza la hoja para quedarse a continuación por un instante petrificada, jadeando, no dando crédito a lo que acababa de hacer. Y el miedo desapareció e hizo acto de presencia la furia contenida durante tantos años. Riendo, llorando, arrancó de cuajo los trozos de la hoja herida y la partió mil veces, arrojando los fragmentos al suelo, pisoteándolos primero y golpeándolos luego con los puños hasta no poder soportar el dolor. Pero lejos de liberarla, este acto de rebeldía la hundió aún más en su dolor.

Una hora después seguía tumbada sobre el frío terrazo, si bien sus gemidos eran ya imperceptibles. Se sentía vacía, atrapada para la eternidad, consciente de que su esfuerzo había sido en vano. Exhausta, sus ojos imploraban descanso y finalmente decidió claudicar a sus exigencias, sabiendo que el suelo no era el mejor lugar para pasar la noche, pero sin fuerzas para levantarse. Con la poca fuerza que le quedaba, justo antes de dejarse dormir, un hilo de voz escapó de su boca: «Ayúdame, abuelo».

El frío la despertó al alba. Se incorporó castañeteando, sin que supiera discernir si eran sus dientes o los huesos de su cuerpo los que protestaban. Sentía náuseas y un fuerte dolor de cabeza, que se vio incrementado con las sucesivas arcadas que se le presentaron junto al vómito. Se palpó la frente y pensó que debía tener fiebre. Decidió tomar una ducha de agua tibia para, a continuación, prepararse una manzanilla, ingerir un comprimido de paracetamol y acostarse.

Un par de horas después se incorporó. La fiebre había remitido, aunque no por ello se sentía mejor. En esta ocasión la crisis había sido más fuerte que nunca. Hacía casi dos años que no le ocurría, y tenía que ser precisamente ahora, cuando más a gusto se sentía, sin problemas económicos, rodeada de libros, con la expectativa de regresar a su paraíso anhelado y... con la presencia en su vida de alguien que le hacía sentir algo que jamás había experimentado.

Sus «Rimas y leyendas» seguían en el suelo, junto a los restos de la hoja que destrozó. Abrió el cuaderno y comenzó a leer sus versos...

Se acabarán los grandes montes.

El sol, apagado, oculto en su contento.

Azul y verde hervirá negro el mar:

sin barcos, sin peces, sin viento.

El alegre pajarillo... en trinos, en ruidos, en nada.

La luz, tiniebla en su reino, oscura.

El mundo triste, y en pasos lentos,

Alguien más allá del Universo llorará.

¿No oyes un grito lejano que

proviene de la oscuridad del tiempo?

¿No se te estremece el alma al sentir

el temblor de una destrucción condenada?

Callas, pero miras fijo, con el pesar

de tus labios que caen sobre el Universo,

con ríos de lágrimas que ahogan tu Creación,

que destruyen tu Infierno.

Noelia sintió una profunda tristeza: sus composiciones eran un canto a la desesperación, un reproche a Dios por la barbarie contenida en su Creación. Y ella no pensaba así; había aprendido a ver el lado positivo de la vida, a valorar lo que se tiene, a escudriñar cada átomo de materia que nos rodea hasta encontrar una pizca del maravilloso don que la existencia encierra. Pero a veces, sin previo aviso, el fantasma del dolor regresaba a su mente. Ella, que con su sonrisa aliviaba las penas ajenas, que contagiaba fuerza, ánimo y felicidad con su sola presencia, no era capaz de apartar de su mente y de su vida la desgracia de su infancia. Quería con toda su alma ser Lucía, pero no dejaba de ser Noelia. En sus versos estaba Noelia, en los artículos de Lucía Tinieblas estaba Noelia... y en el fondo de todo su ser, lo quisiera o no, seguía residiendo Noelia. Y ya era hora de acabar con ella...

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