El eterno olvido (23 page)

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Authors: Enrique Osuna

Tags: #Intriga / Suspense / Romántica

—Te veo bien organizada y, sobre todo, animadísima —celebró Samuel—. Yo, por el contrario, dispongo de un maremágnum de datos inconexos que no sé ni cómo ordenar: tengo la lista de todos los reyes y reinas de Francia, pero como combates sólo encontré la batalla de París de 1814. Comencé, sin mucho éxito, un laborioso proceso de búsqueda de guerreros o caballeros parisinos, pero he abandonado esta tentativa, ya que el enunciado dice “París te dará la clave del que venció en la matanza”; en ningún momento se afirma que el vencedor del marcial enfrentamiento naciera allí. ¿Y si la clave se encuentra en algún museo? En este caso, ¿en cuál de ellos? ¡Dios! Sólo en el Louvre seguramente podríamos encontrar obras pictóricas de todas las principales batallas acontecidas en cualquier lugar del mundo.

Cuando Samuel volvió a tomar asiento frente a su ordenador, el perverso hijo de Chronos le anunciaba un nuevo triple: 41:41:41. Por un instante creyó vislumbrar una expresión más severa en su rostro, como si el virtual personaje hubiera incrementado su enojo, y sintió un intenso escalofrío al recordar la impenetrable mirada de Lucía en el restaurante. A medida que transcurría la noche, un inexplicable sopor se fue apoderando de la atmósfera. Entre cafés y teclas, la menguante Selena supervisaba impertérrita sus movimientos y respondía en silencio a sus súplicas de inspiración. Samuel permanecía en duermevela, ora embelesado contemplando en la luna la imagen bella de Lucía, ora observando la impasible cuenta atrás del grotesco dispositivo temporal. La luna, representada ahora por la imagen de Nefertiti que se custodia en Berlín, se burlaba de él, mientras que el hosco hombrecillo marcaba un ritmo funesto, aciago: 00:00:24, 00:00:23... El zar Alejandro I recibía de Talleyrand las llaves de la ciudad de París mientras Napoleón reía recostado sobre la luna y Lucía, maniatada a su lado, le suplicaba ayuda: «¡Socorro! Por favor, Samuel, ayúdame...» y él quería correr en su auxilio y no era capaz: sus piernas pesaban como el plomo. Estaba empapado en sudor, el corazón quería estallarle en el pecho, el zar también le enviaba una mirada amenazadora y todos reían, cien mil soldados reían, sofocando la voz de Lucía, que en una agonizante letanía seguía implorando su redentora intervención: «Por favor, Samuel, ayúdame...». Sobresaltado, derramó la taza de café sobre su escritorio; la cuenta atrás marcaba 33:58:15 y no quedaba rastro de la mutante luna.

La citación para la conciliación previa obligatoria a la demanda laboral contra su antigua empresa indicaba que debía presentarse en el Centro de Mediación, Arbitraje y Conciliación el día 4 de junio a las doce de la mañana, justo dieciocho horas después del inicio de la octava prueba. De acuerdo con su abogado, el asunto debería ocuparle unas dos horas, a lo sumo tres, incluyendo el trayecto de ida y vuelta. Así que, en principio, podría cumplir el compromiso sin robarle mucho tiempo a
Kamduki
. Ya de regreso, tenía previsto almorzar con Lucía. Pero la jornada le deparó una desagradable sorpresa...

Su turno de conciliación —con avenencia, como era de esperar, ya que el abogado de don Francisco era mucho más sensato que su cliente y sabía lo caro que le podría resultar continuar con el proceso— se retrasó hasta la una y media. Ese contratiempo fue insignificante comparado con el que se presentó más tarde: un camión había volcado en la autovía, provocando un colapso terrible en la circulación. El accidente ocasionó retenciones de varios kilómetros. Hasta tres horas después no se consiguió habilitar un carril para que comenzaran a circular los vehículos. Eran más de las siete de la tarde cuando tomaba la desviación de acceso a su localidad. Estaba hambriento y enfurecido por tan precioso tiempo malgastado, mas como las desgracias nunca llegan solas, poco antes de llegar a casa pinchó una de las ruedas. A cien metros escasos se encontraba un taller de reparaciones, así que decidió arreglar el pinchazo, en previsión de males mayores. El día había sido desperdiciado por completo y se sentía cansado para afrontar la noche, pero esperaba recobrar fuerzas con una reconfortante ducha y el posterior aporte de energía de la cena. Además, confiaba en que Lucía hubiera averiguado algo...

De nuevo apareció su enemigo, enmascarado en un furibundo personaje que socarronamente le mostraba un inquietante 20:00:00. Toda su vida lo mismo: siempre a su lado el funesto tiempo..., ese inseparable compañero de viaje que condiciona nuestra existencia, que no surgió de la naturaleza sino de nuestra obstinación por el progreso. Implacable, insumiso, ineludible...; incomprensible tirano que sólo existe en nuestra imaginación y que esclaviza sin piedad nuestras vidas. El tiempo..., el escaso tiempo que tenemos todos, el que nos impide disfrutar de nuestros hijos, el que nos distrae de recrearnos con la belleza que nos rodea engatusándonos con utópicas promesas, el que fiscaliza nuestra pecuniaria gula, el que nos indispone y obstruye nuestras arterias, el farsante que nos maltrata en nuestros mejores años y nos ofrece su sincera amistad cuando las manecillas del reloj de nuestras vidas ven próximo el fin de su dilatado periplo, el mismo que se apodera de nuestros deseos y los encierra para siempre...; el poco tiempo que siempre había tenido Samuel, el que pronto, cuando volviera a trabajar, le presionaría día a día y le impediría pasear en libertad, contemplar el mar y dejarse fascinar por su infinita paz, despreocuparse de todo lo prescindible, respirar, sentir cómo el aire atraviesa cada uno de sus alvéolos, leer, crear, construir, dejar volar su imaginación, congratularse de ver que lo que hace es positivo para los demás, pleno para él... Detenerse y mirar, y escuchar, y sentir... ¡Vivir! El maldito poco tiempo que constantemente lo acechaba para robarle la libertad. Y ahí estaba también en la prueba, martirizándolo, relamiéndose en su poder, desafiándolo... Pero en esta ocasión Samuel le estaba planteando una feroz batalla. Contemplaba con firmeza la figura que lo representaba en su pantalla, pretendiendo hacerle ver que estaba dispuesto a salir victorioso, que necesitaba resolver la prueba, que había recorrido un largo camino y no pensaba claudicar ahora. Quería ese premio a toda costa. Lo necesitaba, lo había trabajado, se había entregado a ello, y merecía la recompensa. Samuel sabía que si lograba vencer ahora al tiempo sería para siempre. Quería cambiar, ser libre para el resto de su vida, y el triunfo que tenía tan cerca podía darle lo que con tantas ganas ansiaba: disponer a su antojo de todo el tiempo del mundo.

Los emoticones de Lucía irradiaban felicidad en todos sus mensajes, aunque las perspectivas no eran muy prometedoras a esas horas de la noche. Estarían conectados por pantalla hasta que Morfeo decidiera visitarles y, al día siguiente, sábado, se verían a las doce de la mañana para agotar juntos las últimas cinco horas del plazo.

La noche del jueves Lucía investigó hasta la extenuación la vida y milagros de las principales deidades egipcias: los faraones, las reinas y todo lo que pudiera relacionar Egipto con el Astro Rey, encontrando finalmente algo realmente interesante. Invirtió mucho tiempo en la ínclita reina faraona Hatshepsut, hija de Tutmosis I, que gobernó Egipto durante la XVIII dinastía. Sobre la terraza intermedia de su famoso templo de Deir el-Bahari, situado frente a la antigua ciudad egipcia de Tebas (actual Luxor) se encuentra el pórtico de la representación de su nacimiento, en presencia de Amón y otras nueve divinidades. Por otro lado, en el pórtico consagrado a las escenas de caza, situado en el patio inferior, se muestra a Hatshepsut como una fiera con cabeza humana aplastando a nueve enemigos. Nueve era el número de enemigos ancestrales de Egipto, y así aparece en muchísimos grabados, pero lo que más llamó la atención de Lucía fue la tragedia ocurrida en 1997, cuando 58 turistas y 4 egipcios fueron masacrados en el mismo templo de Hatshepsut por un comando radical islamista, en lo que se conoce como la «matanza de Luxor». Sin embargo, no había conseguido relacionar a esta reina como
la Madre del Sol
, en todo caso sería la hija del Sol, la hija de Amón. Tampoco le cuadraba la alusión a París ni la expresión «el que venció en la matanza»; ¿cómo alguien podría salir victorioso de tan execrable suceso?

Con respecto a las culturas precolombinas, su búsqueda había resultado aún más infructuosa. Mucha adoración al sol, pero nada significativo relacionado con el número nueve. Descubrió que en la mitología maya el inframundo estaba compuesto por nueve niveles, pero no consiguió hallar nada que vinculara esa circunstancia con
la Madre del Sol
. A las cinco de la mañana se acostó rendida.

El día siguiente lo dedicó a escudriñar en la biblioteca todos los volúmenes dedicados a la mitología, intentando encontrar alguna ilustración que le evocara algo especial. Y la única inspiración le llegó a la una de la tarde en forma de apetito, al contemplar una pintura de la tumba de Nakht, astrónomo de la dinastía XVIII (no podía evitar volver a los tiempos de Hatshepsut), donde unas jóvenes egipcias disfrutaban de un suculento banquete. Al dictado de las órdenes de su estómago abandonó la biblioteca, consciente de que no podía resolver el enigma sin analizarlo en la totalidad de su enunciado, por lo que ansiaba hablar con Samuel, a ver si él había averiguado algo que, de una u otra manera, pudiera estar relacionado con su querida faraona, única pista fiable en la que confiaba. Pero lo más atrás que había llegado Samuel era al 250 a.C., fecha aproximada de la fundación de París.

Intercambiaron toda la información y convinieron trabajar esa noche a propia discreción. Lucía localizó una interminable relación de todas las mitologías habidas y por haber, conteniendo cada una un sinfín de nombres de dioses con sus correspondientes significados y las leyendas que los envolvían y Samuel comenzó a leer todas las entradas, de cierto interés, que el buscador le ofrecía con “la matanza”. A las doce de la noche mandó un mensaje a Lucía diciéndole que anulaba su cita para el día siguiente, pues iba a reservar un vuelo que salía a las 10:05 desde Madrid con destino Luxor. Pensaba trabajar un rato más y luego dormiría un par de horas, para salir a las cuatro de la mañana hacia el aeropuerto de Málaga para tomar el enlace.

—Es una opción arriesgada; no estoy segura de que la resolución del enigma se encuentre en el templo de Hatshepsut.

—Es lo único que tenemos. Hemos llegado tan lejos que me resisto a quedarme aquí esperando a que el tiempo se agote. Si todo sale bien llegaré a Deir el-Bahari con unas tres horas de margen. ¡Espero que los dioses me iluminen y vea algo que nos dé la clave para resolver esta endemoniada prueba!

—No estoy convencida, Samuel —protestó Lucía.

—Está decidido. Te dejaré mis claves de acceso, por si llegado el momento no dispusiera de conexión a Internet, para que introduzcas tú la respuesta.

—¡Ojalá sea así! No me moveré de mi ordenador, a la espera de tu llamada.

—Gracias, Lucía. Si encuentro algo nuevo en este rato te lo comunico.

Pero Samuel no pudo encontrar nada más porque a los veinte minutos el cansancio acumulado logró vencer su resistencia y cayó rendido en el sofá. A las tres y cuarto de la madrugada recibió el siguiente mensaje de Lucía: «¡Lo tengo!», pero cuando sonó su despertador no pudo ver nada, pues el cable de alimentación de su portátil se había soltado y la energía de la batería estaba agotada. Se duchó y se vistió con ropa ligera, tomó el pasaporte, dinero, las llaves del coche y su teléfono móvil. Antes de salir se volvió para buscar su mochila, introdujo unos bóxer, una camiseta, el bote de desodorante, su cepillo de dientes y el cargador del móvil.

Como es habitual en los aeropuertos, había una considerable cola de turistas en los mostradores de la compañía aérea, a la espera de obtener sus correspondientes tarjetas de embarque. Samuel se lamentó de no haber utilizado el servicio de tarjeta de embarque móvil al contratar su vuelo por Internet, con lo que se habría ahorrado la espera, habría recibido un código en su teléfono —se percató de que estaba desconectado y lo sacó de su bolsillo para encenderlo— y ahora sólo tendría que utilizar el lector que, sumido en un profundo aburrimiento, esperaba alguna visita justo a su izquierda. No le auguraba un futuro muy halagüeño a la dichosa maquinita, pues pensaba que, más pronto que tarde, todas las compañías decidirían ofrecer el servicio de facturación directa por Internet. Nada más conectar su teléfono comprobó que el aparato tenía información que proporcionarle. Samuel quedó perplejo al descubrir que, tras las seis llamadas perdidas de Lucía, tenía un mensaje en su bandeja de entrada que decía: «No tomes ese vuelo. La clave no está en Egipto».

Más por continuar la rutina autoimpuesta que por propia convicción, Lucía repasaba la lista de dioses de la mitología guanche (pueblo de origen bereber que habitaba Tenerife antes de la conquista de los castellanos): Achamán, dios del cielo; Magec, dios del sol; Chaxiraxi, diosa madre, Guayota, dios del mal... Pasaba de largo cuando sintió un pálpito: «Diosa madre; ¿no será madre del dios que le precede en la lista, casualmente el dios del Sol?» Introdujo el término «Chaxiraxi» en el buscador y el corazón le dio un brinco: entre otras acepciones, Chaxiraxi significaba
Madre del Sol
. El resto de información llegó como una cascada de agua fresca y clara.

—¿Seguro que descartamos a la reina Hatshepsut? —preguntó Samuel incrédulo.

—Y tanto —aseguró Lucía, que no cabía en sí de gozo al comprobar que Samuel no había tomado aún el vuelo con destino Madrid.

—Me tienes en ascuas, socia: ¿cuál es el misterio?

—No tan deprisa, Samuel, no tengo la solución; sólo sé el lugar donde puede estar...

—No me digas que tengo que tomar otro vuelo —interrumpió Samuel.

—Probablemente —asintió Lucía.

—¿Destino?

—Las Islas Afortunadas.

—Cuéntame, por favor, no me tengas así —suplicó Samuel.

—Según la leyenda, en el año 1392 dos pastores guanches de la isla de Tenerife divisaron, en el barranco de Chimisay de la actual playa del Socorro del municipio de Güimar, la figura de una mujer de piel oscura con un niño en brazos. Como el temeroso ganado no se atrevía a continuar, los pastores pretendieron ahuyentar a la desconocida, pero se hirieron en el intento, en circunstancias extrañas. La noticia llegó a oídos del mencey de aquel territorio.

—¿Mencey? —preguntó Samuel.

—Es el nombre dado al monarca guanche de un territorio o menceyato de la isla de Tenerife —respondió al instante Lucía, que seguía entusiasmada con su narración—. Pues este mencey acudió al lugar y descubrió que se trataba de una estatua. Ordenó a los pastores que la recogieran para llevársela, pero en el instante en que estos la tocaron, todas sus magulladuras desaparecieron sin dejar rastro. Entonces la imagen fue depositada en una cueva cercana, propiedad del propio mencey, y le pusieron el nombre de Chaxiraxi, que significa
Madre del Sol
. Años más tarde, un guanche llamado Antón, convertido al cristianismo tras haber sido esclavo, reconoció en la imagen a la Virgen María y le relató al mencey la fe cristiana que sostenía, convenciéndolo para trasladarla a la cueva de Achbinico, en el municipio tinerfeño de Candelaria, para que fuera objeto de admiración y veneración por todos.

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