El eterno olvido (24 page)

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Authors: Enrique Osuna

Tags: #Intriga / Suspense / Romántica

—Así que buscábamos una Virgen —murmuró Samuel.

—También se le cambia el nombre —continuó Lucía—, pasando a conocerse como la Virgen de Candelaria. En esta cueva permanece hasta el año 1526, cuando se traslada a su nueva ermita, a unos escasos metros de su anterior morada. En 1826 la imagen desapareció víctima de una inundación, pero los dominicos encargaron una réplica, que es la que actualmente se venera. En el lugar donde se ubicaba la ermita, se encuentra ahora una basílica.

—Entonces
los nueve que vigilan
serán nueve santos o algo así —declaró Samuel convencido—. ¿Pudiste estudiar el templo?

—Nada de santos.
Los nueve que vigilan
son nueve imponentes estatuas situadas allí mismo, en la Plaza de la Patrona de Canarias, conocida también como Plaza de la Basílica. Representan a nueve menceyes; atento a sus nombres: Acaymo, Adjona, Añaterve, Bencomo, Beneharo, Pelicar, Pelinor, Romen y Tegueste. En estos momentos, cabezada va y cabezada viene, estoy investigando sobre sus vidas, a ver qué batallitas encuentro —respondió Lucía, sin que en sus palabras se pudiera apreciar la más mínima sensación de cansancio.

—Gran trabajo, socia, no voy a tener más remedio que compartir el premio contigo —dijo Samuel mientras se paraba a contemplar un panel con la información de los vuelos.

Lucía no había pasado por alto el hecho de que Samuel la hubiera llamado «socia» por segunda vez en apenas unos minutos; de hecho, una sonrisa había escapado de sus labios cuando lo oyó. «¡Vaya par de socios!» —pensó.

—Te dejo, Samuel, si encuentro alguna matanza llevada a cabo por estos personajes, te llamo.

—Un momento, Lucía... Recuerdo haber visto en Internet un pueblo en Canarias llamado «La Matanza», que debía su nombre a una batalla que allí se libró. ¡Mira que soy tonto...! Lo descarté al no encontrar nada que lo relacionara con París, con la madre de ningún sol ni con el número nueve.

—Echaré un vistacito.

—De acuerdo, yo voy a informarme sobre los próximos vuelos a Tenerife —respondió Samuel algo abatido, por no haber prestado más atención a la pista que había tenido delante de sus narices.

Apenas había transcurrido media hora cuando volvió a sonar el teléfono de Samuel.

—Si estás de pie, siéntate —dispuso Lucía.

—Estoy sentado y camino de Sevilla. De allí sale el único vuelo que podría llevarme a tiempo, si bien in extremis, a Tenerife. ¿Qué notición me vas a dar? Dime que tienes la solución y regreso a casa y te doy un beso y... —Samuel calló al momento, percatándose de lo que la emoción le había hecho expresar. Estaba completamente ruborizado.

—No tan deprisa —respondió Lucía con toda la intención de hacer dudar a Samuel sobre el destino de sus palabras: ¿querría decir que no diera aún por hecho el éxito de la prueba o que debería frenar sus impulsos de acercarse a ella?

—Estoy impaciente, socia.

—Pues escucha esta historia: el primero de mayo de 1494 desembarca en Tenerife Alonso Fernández de Lugo, conquistador a las órdenes de los Reyes Católicos, dispuesto a completar la conquista de las islas Canarias. Tinerfe fue el último mencey gobernador de la isla; ahora el territorio estaba repartido entre sus nueve hijos en menceyatos independientes, lo que, a priori, hacía más fácil la conquista.

—Los nueve menceyes representados en la Plaza de la Basílica —puntualizó Samuel.

—Exacto. Bencomo, mencey de Tahoro, estaba dispuesto a plantar batalla a los invasores y convocó al resto de menceyes para acordar un pacto en defensa de sus respectivos territorios. Logró el respaldo de Acaymo, Beneharo y Tegueste; sin embargo, los menceyatos del sur de Tenerife no se unieron, alegando que se defenderían solos, aunque la realidad fue que se rindieron sin ofrecer resistencia.

—¡Vaya! Fíate de la familia. ¡Qué diría su padre!

—Fernández de Lugo, al no poder convencer a Bencomo, decidió ir a su encuentro para desencadenar la guerra en sus mismos dominios, confiado de tener la retaguardia garantizada y cubierta por la sumisión del mencey Añaterve.

—Una joya de hermano; ¡pobre Bencomo!

—Sí, pero Bencomo conocía los proyectos del conquistador castellano, por lo que ordenó a sus aliados que permitieran el paso de los enemigos por sus territorios; de esta forma, los castellanos llegaron sin dificultad alguna a su reino, apoderándose allí de gran cantidad de ganado que pastaba en fértiles terrenos. De regreso al campamento con el preciado botín, conseguido sin el derramamiento de la más mínima gota de sangre, los menceyes aliados aguardaban en el obligado paso del barranco de Acentejo. Los guanches, sin coraza y con armas primitivas, se lanzaron al ataque, aprovechando la dificultad que tenían los jinetes castellanos para desenvolverse en tan fragoso paraje, repleto de maleza arbórea. La emboscada fue tan terrible que a los castellanos no les quedó otro remedio que batirse en retirada, resultando herido el propio Fernández de Lugo, que logró escapar con vida milagrosamente. En el campo de batalla quedaron más de mil muertos: una auténtica matanza.

—Una verdadera masacre —coincidió Samuel.

—Esa batalla fue conocida como
la matanza de Acentejo
, justo como se llama el municipio del norte de Tenerife —finalizó Lucía, dejando entrever cierto aire de melancolía.

Tras la narración del relato surgió un prolongado silencio, introspectivo, reflexivo, como cuando acaba una película y sabemos que falta una pieza en el engranaje, ese viaje paradójico e imposible al pasado, ese descuidado error en el asesinato... ¿Dónde encajaba la ciudad de París con Tenerife, la Virgen de Candelaria y los guerreros guanches?

—Tengo a Bencomo en mi pantalla —exclamó Lucía, rompiendo el inquietante mutismo instaurado entre ambos—. Vamos, bonito: ¿cuándo has pisado tú los Campos Elíseos?

El vuelo con destino al aeropuerto tinerfeño de los Rodeos tenía previsto salir de Sevilla a las 13:55 horas. Samuel había quedado en volver a llamarla una vez se encontrara junto a la puerta de embarque.

Lucía insistía aferrada a su ordenador; sólo se había levantado una vez para acudir al baño y otra para tomar una manzana del frigorífico durante las tres infructuosas últimas horas. Y Bencomo continuaba observándola, altivo, majestuoso, inmenso, sobre un enorme bloque de piedra, la mitad del cráneo absorbiendo el poder de su dios, el resto engalanado con cabellera trenzada, ojos rapaces profundos, prominente mentón de rizo aderezado, ingente pecho guarecido por una única prenda, interminables piernas, desmedidas manos, la derecha sosteniendo un pedrusco, la izquierda sujetando con firmeza su primitiva arma; mirada solemne y grave expresión en su semblante, advirtiendo, esperando...

—Si despegamos sin retraso llegaremos a Tenerife alrededor de las cuatro y cuarto, hora peninsular; con suerte puedo estar saliendo del terminal a las cuatro y media. Me dijiste que Candelaria está cerca, ¿verdad?

—Son poco más de veinte kilómetros; deberías llegar en unos quince minutitos —respondió Lucía.

—Genial; tendré sólo una hora para inspirarme.

Samuel denotaba cierta desesperanza.

—Pero yo tengo casi cinco —le animó Lucía, sin pararse a pensar en la cantidad de fatiga acumulada, pues sólo había dormido cuatro horas en las últimas cincuenta.

—Socia, tengo poca batería: te llamo cuando me encuentre en la Plaza de la Basílica. Mucha suerte.

Poco antes de las cinco de la tarde Lucía decidió entrar en la aplicación
Kamduki
con las claves de Samuel. Se encontraba exhausta, hastiada de cafés, coca colas y demás bebidas estimulantes. Necesitaba descansar, que acabara de una vez por todas la prueba. Deseaba ver las seis en su reloj para desconectar, dormir durante tres días seguidos, pero temía la llegada de ese momento. Sabía que había algo que se le escapaba: ¿qué escondía París y dónde? Había recorrido virtualmente decenas de museos parisinos sin resultado alguno y ya no le quedaban fuerzas para seguir ni lucidez para pensar. Confiaba en que Samuel descubriera algo, cualquier indicio, una palabra, una imagen, un detalle que activara su agonizante ingenio.

Eran las cinco y se preguntaba por qué no la había llamado aún. En un acto reflejo volvió a recorrer los enlaces abiertos en su escritorio: la imagen de Bencomo, la historia de la Virgen de Candelaria, el museo Carnavalet, el Louvre, Orsay y, por último, la página de
Kamduki
, donde un siniestro personaje, con forma de reloj, la miraba inquisitivo, arrogante; en su tripa una agónica cuenta atrás: 00:54:28, 00:54:27. Samuel seguía sin llamar.

A las cinco y cuarto sonó el teléfono de Lucía.

—El avión salió con retraso. Ahora estoy en un taxi. ¿No puede ir más deprisa? —vociferó Samuel mientras hablaba con Lucía.

—Hay que respetar las señales, mi niño —protestó el taxista.

—Necesito llegar urgentemente a la Plaza de la Basílica, y a este ritmo no llegamos. ¿Tienes algo, Lucía?

—¿Va usted a misa? —curioseó socarronamente el taxista.

—Lo siento, Samuel —murmuró Lucía.

—Voy a jugar al mus con los menceyes —replicó Samuel en el mismo tono—. No te preocupes, Lucía, la batería se acaba; te llamo luego.

—Chico, si no le gusta el servicio la próxima vez tome la guagua —sentenció el taxista un tanto molesto.

La Plaza de la Basílica se mostró a Samuel diáfana en su amplitud, inmensamente gris, vacía, pero a su vez augusta, mostrando su verdadera razón de ser: incitar al visitante a que se adentre en ella, se sitúe en su corazón y levante la vista para contemplar la magnificencia del inmaculado templo donde descansa la Patrona de todas las Islas Canarias. Embelesado, no se percató de que estaba siendo observado por nueve gigantes hasta que una suave brisa le trajo la inconfundible fragancia del mar y le hizo girar a su izquierda. Allí estaban los titanes de bronce.

00:24:08, 00:24:07, 00:24:06... Un fugaz escalofrío atravesó el cuerpo de Lucía, similar a los instantes de inquietud que se experimenta cuando se siente la presencia ajena y se está completamente seguro de que no hay nadie. En un salto, más por instinto que por convicción, oteó la habitación en todo su perímetro, 360 grados de reconocimiento espontáneo, sin sentido: allí no había nadie y resultaba materialmente imposible que alguien la espiara desde la ventana, pues vivía en el piso octavo, el último de su edificio. Sonrió nerviosa al percatarse de que su mano izquierda se encontraba apoyada sobre la hendidura de sus pechos, conteniendo la caprichosa blusa que podría permitir entrever la seductora puerta de acceso. Se asomó a la ventana: nada, hormigas en el suelo, pisos a los lados y enfrente sólo el mar. Lo de siempre, lo normal. Salió de la habitación y echó un fugaz vistazo al resto de la vivienda. Luego tomó asiento de nuevo, olvidando la extraña sensación que la había sobresaltado. Bajó la mirada: 00:21:17, 00:21:16 y entonces lo vio: ¡el perverso artilugio la estaba observando! Había cambiado de aspecto: ahora era humano y quería aparentar benevolencia; sin embargo, Lucía veía la maldad grabada en su cara. Estaba sonriendo lascivamente. Al no poder mantener su mirada obscena, Lucía cambió a otra página abierta. Su corazón latía desbocado; debía estar delirando: ¡era sólo una animación de la página web!... Sin embargo, se encontraba presa del pánico.

Samuel no sabía qué buscar. Había observado minuciosamente al mencey Bencomo durante casi diez minutos, había entrado en la Basílica y había vuelto a salir. Recorrió la hilera de estatuas y continuó, a la carrera, hasta la cueva de Achbinico, justo detrás de la Basílica, lugar exacto donde los aborígenes adoraron a la
Madre del Sol...
Y seguía sin encontrar nada. Restaban ocho minutos y quería pasarlos en la capilla, junto a la Señora, esperanzado en ver allí la pista definitiva que le condujera a la resolución de tan intrincado enigma.

¡No, no y no! No estaba dispuesta a darse por vencida, no sin luchar hasta el último instante. Volvió a la página de
Kamduki
y miró al hombrecillo. Su panza señalaba los últimos cinco minutos. Desafiando el pavor que le infundía le lanzó una penetrante mirada y, acto seguido, sólo tenía ojos para el enunciado:
Paris te dará la clave del que venció en la matanza
.

Clavó los codos sobre la mesa, las palmas de las manos sosteniendo la cabeza por las sienes y la mirada fija, concentrada,
Paris te dará la clave del que venció en la matanza
, como cuando ganó a Kurnosov con tan sublime sacrificio. Su rey estaba en apuros, pero el monarca contrario también se sentía incómodo por la presión que ejercía su reina desde la distancia, la misma que quería acercarse para cortarle la retirada y que no podía por el mortífero jaque que recibiría en e6,
Paris te dará la clave del que venció en la matanza
, y de pronto apareció transparente toda la combinación: su caballo se entregaría en d5 y no importaba ya lo que hiciera el ruso; su dama se trasladaría a f2, sacrificaría su alfil para blindar a su rey y su torre asestaría el golpe definitivo en la columna h,
Paris te dará la clave del que venció en la matanza
, el gesto preocupado de Kurnosov, sus muecas de auténtico dolor, la vergüenza de perder con una niña...
, Paris te dará la clave del que venció en la matanza, Paris te dará la clave del que venció en la matanza, Paris te dará la clave...
Y entonces, como si de una revelación divina se tratara, lo vio todo con absoluta transparencia. «¡Dios mío: es Paris, no París! ¡No hay acento en la “i”!» —gritó Lucía, liberando toda la energía acumulada en tan breve pero intensa meditación—. Sus manos temblorosas no alcanzaban a marcar el número de Samuel mientras su virtual voyeur señalaba 00:01:52 y bajando.

La paz reinante en el templo se vio súbitamente interrumpida por la guitarra de Mark Knopfler. Samuel, mediante extraños gestos con las manos, intentaba disculparse ante los fieles, aunque estos dejaron ver su reprobación por tan poca delicadeza. La voz de Lucía sonaba agónica, desgarradora:

—Los pies, busca en los talones de Bencomo. ¡Corre!

—¿Cómo? Lo he mirado palmo a palmo, no hay nada —protestó Samuel.

—El talón derecho, ahí está lo que buscamos.

Lucía conocía lo suficiente de la mitología griega como para saber que Aquiles murió en la guerra que enfrentaba a griegos y troyanos a consecuencia de una flecha disparada por Paris y clavada en el talón, su única debilidad. De hecho, el talón de Aquiles era más famoso que el propio Aquiles, Paris, la Ilíada o el mismísimo Homero. En pocos segundos tecleó «talón de Aquiles» en
Google
y encontró en
Wikipedia
el mito sobre la vulnerabilidad de su pie derecho.

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