—Yo no soy así —prosiguió Noelia—. Llevo el sufrimiento en mi mochila, pero lo quiero transformar en felicidad. Lucía Tinieblas ha muerto. Me gustaría escribir sobre el amor, pero no puedo... Lo siento, Eugenio: no puedo; no consigo escribir nada que contagie felicidad.
—Pero..., cariño, transmites mucho amor en tus narraciones —objetó Bermúdez.
—Cierto: el amor oculto en la desesperación de los que padecen —Noelia se levantó de su asiento, triste pero satisfecha—. Lo siento; debo irme.
—Di algo, Margarita —suplicó Bermúdez—; no te quedes ahí llorando como una mojigata.
Bermúdez y Margarita la acompañaron compungidos hasta la salida. Ambos sabían que no volvería a trabajar con ellos, que sus relatos se habían acabado para siempre. Uno de los empleados no pudo reprimir la curiosidad.
—Jefe, ¿no será esa chica Lucía Tinieblas?
—¡Me cago en mi padre! ¡Y a ti qué coño te importa! —rugió Bermúdez—. ¡A trabajar, gandules!
Luego se dirigió a Margarita:
—Vieja chocha: ¿almorzamos hoy juntos? Creo que necesitamos compartir las penas.
—Supongo que no escatimará usted en gastos. La ocasión merece una botella del mejor reserva.
—Me gusta lo de
Conejito Cachondo
. ¿Estás en forma hoy?
—¡Pero será soez y chabacano...! —respondió Margarita golpeándole con el bolso en la cabeza.
No disponían de mucho tiempo en el aeropuerto: el justo para tomar un café. Noelia confesó sentirse más liviana, después de haberse despedido para siempre de Lucía Tinieblas.
—Tienes mucho talento literario. Conseguirás escribir lo que deseas; date tiempo —la animó Samuel.
—Ya veremos... ¿Qué agenda te espera? —se interesó ella, queriendo desviar la conversación, pues no entraba en sus planes volver a escribir.
—Esta noche dormiré en Oslo y mañana saldré para Bergen. Allí me aguardan los peces gordos de
Kamduki
. ¿Por qué no me habrán citado en la capital?
—Porque reservan Oslo para cuando te entreguen el Nobel de la Paz —bromeó ella.
—Debo irme; te mantendré informada.
Samuel se acercó para proceder con los protocolarios besos en la mejilla, pero, sin saber cómo, se encontró con la boca de Noelia. Notó que una mano exploraba minuciosamente su cabeza y que la otra apretaba con firmeza su espalda. Sus labios carnosos querían comerse los suyos; las lenguas se buscaban en una irrefrenable explosión de pasión. Fueron unos segundos mágicos en los que toda la fuerza viva del Universo se concentró en un único punto.
Cuando se separaron, los dos jadeaban devorándose con la mirada, ansiosos por tenerse, por fundirse en uno... Samuel caminaba para atrás, deseándola como nunca.
—Lucía... Noelia... Te quiero, te amo más que a nada en el mundo...
—Yo también te quiero; ¡cuídate!
—Te llamo... Eres lo mejor que me ha pasado. Volveré cuanto antes.
Pero las declaraciones de intenciones se sustentan siempre en el futuro, y ése es un terreno pantanoso por el que nadie sabe moverse...
«¿Cómo puedo pretender tener los pies en el suelo si me encuentro a diez mil metros de altura?». El juego de palabras hizo sonreír a Samuel. Sabía de sobra que su mérito, lo quisiera o no, se debía exclusivamente al aleatorio dictamen de la caprichosa fortuna, y que cualquier otra persona, de entre los cientos de miles que también creyeron en sus posibilidades y apostaron por la ilusión, la confianza y el deseo, podría estar ocupando en ese instante su privilegiado asiento. No obstante, y a pesar de su modestia, Samuel se encontraba pletórico. Cuanto más larga es la distancia a recorrer y mayor es el esfuerzo que debemos realizar para superar los innumerables obstáculos del camino, más valor damos a los logros. Y él, después de mucho sufrir, había conseguido ser el primero, el único, el ganador...; aunque no por ello se sentía, ni de lejos, más inteligente que el resto de los participantes.
La humildad era, sin duda, su principal virtud. No conseguía entender cómo podían existir tantos individuos henchidos de vanidad y soberbia, autoproclamados superiores, superdotados pero de estupideces, que no aciertan jamás a ver la bolita que gira y gira y que reparte, al antojo del siniestro y recóndito mecanismo de la giratoria rueda, la felicidad y la desgracia. Estaba convencido de que muchos otros habían trabajado tanto o más que él, y que por supuesto tenían más talento, pero la suerte —y la inestimable ayuda de su adorada Noelia— quiso que la bola se detuviera en su casillero. Y ahora se encontraba ahí, sobrevolando Europa, orgulloso pero sereno, deseoso de tomar tierra en el aeropuerto de Oslo-Gardermoen, expectante por conocer qué sorpresas le tenía preparado su inesperado e inimaginable nuevo destino.
Pero la dicha del premio no era nada en comparación con lo afortunado que se sentía por haber conocido a Noelia. Su vida había cambiado por completo: tenía ilusión, alegría... Era otra persona: ¡lo había impregnado de tanta vitalidad...!
Samuel recordaba cuando una tarde confesó a Noelia que la abulia y la indiferencia se apoderaban de su voluntad en numerosas ocasiones:
—A veces, debido a la negatividad con que la cargamos, el alma desfallece, se fatiga y se amodorra. Entonces debemos colaborar un poquito —explicó ella con su peculiar pragmatismo ascético.
—¿Le ponemos música pachanguera, para que se anime? —bromeó Samuel.
—Más o menos..., música inductiva en forma de chispa de lucidez. Debemos hacernos ver que, por muy rutinario, anodino o apático que se pueda presentar el día, siempre nos dispensará un momento único y maravilloso, que elevará nuestro espíritu y nos hará ver cuánta grandeza alberga nuestro alrededor. Nuestra misión es captar ese instante fugaz pero sublime, beber de él y entrar en sintonía con el Universo. Si buscamos entre las largas horas del día ese segundo mágico, seguro que lo encontramos.
—Pero a veces yo me siento alicaído, como un viejo reloj sin cuerda, inmóvil, olvidado, inútil... —replicó Samuel sincerándose.
—Incluso ese inservible reloj detenido a una determinada hora tiene dos momentos gloriosos cada día, cuando sus inertes manecillas indican a la perfección la hora exacta. Entonces, en ese suspiro de tiempo, el fallecido artefacto cobra vida y se siente fuerte, capaz, útil, dichoso... Cuando estés mal, busca ese instante, Samuel.
—Es una alegoría preciosa, Lucía; ¿cómo se te ocurrió tan magnífico ejemplo?
Noelia sonrió con ternura, negando con la cabeza:
—La idea está sacada de un cuento:
El reloj parado a las siete
. ¿Has leído algo de Giovanni Papini?
—¿De quién?
—Veo que no —dedujo Noelia—. Fue un controvertido escritor, con un prodigioso talento. De su obra, te recomiendo que leas...
—Lucía —interrumpió Samuel—. ¿Cuántos libros has leído hasta la fecha?
—No muchos —respondió ella con sincera modestia—. Estimo que... unos mil volúmenes, puede que mil doscientos.
El avión comenzaba a realizar las maniobras de aproximación al aeropuerto. En unos minutos aterrizaría en Noruega, el día siguiente recibiría su opulento premio y seguía sin dar crédito a lo que estaba sucediendo: ¡Él era el auténtico vencedor!
En el aeropuerto lo esperaba Kristoffer, un tipo amable y servicial. Nada más presentarse, en un correctísimo castellano, se ofreció para todo aquello que necesitara y le explicó los motivos por los que le habían hecho aterrizar a 500 kilómetros de su destino. Al parecer, querían que disfrutara de una de las rutas más impresionantes del mundo: un recorrido de ocho horas en coche a través de los más fantásticos parajes nórdicos. Kristoffer sería su chofer particular, su guía y acompañante hasta que llegara a la
Puerta de los Fiordos
, nombre con que se conoce la bella ciudad de Bergen. Hacia allí tenían previsto partir el día siguiente a las siete de la mañana, con idea de llegar con tiempo suficiente para asistir a la cena de gala programada para las siete de la tarde. Entonces sería presentado a la prensa como el vencedor de
Kamduki
y conocería el premio que le aguardaba.
Kristoffer acompañó a Samuel hasta el hotel, le dejó su tarjeta y se despidió hasta la mañana siguiente, no sin antes aconsejarle encarecidamente que diera un paseo por el parque Vigeland, que se encontraba a escasos metros del hotel.
—No se arrepentirá, Sr. Velasco, se lo garantizo —aseguró el noruego esgrimiendo la mejor de sus sonrisas.
Y, efectivamente, Samuel no se arrepintió.
—Esto es impresionante, Noelia, deberías verlo.
—De acuerdo; me lo apunto junto con la Plaza de la Basílica de Candelaria, que también me sugeriste —recordó Noelia—. Mis recomendaciones son más baratitas: yo te aconsejo libros y tú me propones viajes...
—Es que este lugar es maravilloso... Seguro que te encantaría. Se respira un aire de..., no sé, libertad, paz, sosiego...
Samuel no supo encontrar palabras para describir a Noelia las sensaciones que le suscitaba la contemplación del impresionante Monolito, un bloque de granito de 17 metros de altura compuesto por 121 figuras de personas desnudas y entrelazadas, representativas de las diversas etapas de la vida y que, ayudándose unas a otras, parecían querer trepar hacia al cielo para alcanzar la espiritualidad divina.
Todo cuanto veía en el parque le resultaba digno de admiración: una fuente sostenida por seis enormes esculturas que, rodeada de personas fusionadas con árboles, simbolizaba la carga que supone la existencia, la Rueda de la Vida, con siete figuras humanas unidas en un círculo escenificando el tránsito entre la vida y la muerte, el largo puente repleto de estatuas individuales y en grupo en multitud de posturas...; en definitiva, una amalgama de formas inspiradas en acontecimientos cotidianos como luchar, bailar, correr, abrazarse... en todas las fases de la vida, desde el nacimiento hasta la muerte, pasando por la infancia, la adolescencia, el primer amor, la madurez, los hijos, la familia y la senectud. Todos desnudos, libres, tan humanos...
Sin embargo, hubo una escultura que no le gustó a Samuel: sobre el puente, camino del Monolito, un niño completamente enojado berreaba apretando con fuerza los puños en señal de rabia extrema. Le dio pena, parecía como si el chico no se sintiera a gusto allí, como si hubiera descubierto algo maligno en aquel paraíso místico y tratara infructuosamente de escapar. Su pie izquierdo clavado al pedestal se lo impedía y se desesperaba porque ni él podía huir, ni nadie se percataba de ello. Y entonces Samuel, en una extraña y repentina alucinación creyó ver sus ojos entreabrirse y le pareció escucharlo gritar: «Hay que salir de aquí; huye Samuel, huye...». Sintió un espeluznante repelús y se quedó completamente petrificado. Sólo su ropa lo diferenciaba en ese instante del resto de las esculturas. Cuando pudo reaccionar, se alejó con premura de aquella estatua, achacando aquella absurda visión al cansancio acumulado por el viaje y a tantas y tan intensas emociones vividas en los últimos días.
A la mañana siguiente, salieron camino de Bergen a la hora estipulada. Abandonaron la capital en dirección norte, hasta conectar con la carretera E16, que habría de llevarles directamente a su destino. Esa ruta se caracterizaba por atravesar parajes de hermosos bosques, puertos nevados, cascadas, glaciares y pueblos fantásticos. Samuel disfrutaba cada metro del camino, pues jamás había contemplado un paisaje tan espectacular. Kristoffer se mostró especialmente locuaz durante el trayecto; no cesó de hablar sobre su país: la historia, el clima, el territorio, las costumbres...
A mediodía pararon en Laerdal para tomar un almuerzo ligero. La actitud animada de su acompañante se vio interrumpida por una llamada de teléfono. Su faz tomó un aire circunspecto. Con el nerviosismo que denotaban sus trémulos dedos, comenzó a buscar en la agenda de su móvil. Samuel presenciaba la escena con preocupación, seguro de que algo grave había ocurrido. Nada más acabar de hablar, Kristoffer se levantó cariacontecido.
—Debo irme —indicó.
—¿Algún problema? ¿Puedo ayudarle en algo? —Se ofreció Samuel.
—No, por favor... Es mi padre: lleva tiempo enfermo. Usted debe continuar hasta Bergen. Tome las llaves del coche.
—Pero... ¿y usted?
—No se preocupe por mí, Sr. Velasco, vivo cerca de aquí; vienen a recogerme —aseguró Kristoffer mientras extraía de su cartera una tarjeta—. Quédese usted con el vehículo. Debe continuar la misma ruta que llevamos. Enseguida se encontrará con un largo túnel de más de veinticuatro kilómetros de longitud. Se trata del túnel de comunicación por carretera más largo del mundo. Podrá atravesarlo en unos veinte o veinticinco minutos, aunque, si la uniformidad del recorrido le provoca sopor, le aconsejo que se detenga un rato en una de las tres áreas de descanso iluminadas de las que dispone. Cuando llegue a Aurland marque el número de esta tarjeta. Allí le espera Joar; será su nuevo guía hasta Bergen. Siento no poder continuar con usted...
—Por favor... Váyase sin cuidado. Espero que todo salga bien —le deseó Samuel estrechando su mano.
Un cartel azul anunciaba la entrada al túnel:
Laerdalstunnelen 24,5 Km
. Al momento se percató de que no estaba atravesando un simple agujero en la montaña. Los diseñadores habían querido evitar el efecto hipnótico que, debido a su longitud, podría hacer adormecer a algunos conductores. Para ello, se habían creado tres grandes áreas, en forma de cavernas, iluminadas con colores intensos, donde los conductores podían detenerse y romper un poco con la monotonía. Samuel pasó de largo por la primera de estas zonas, bañada de un precioso azul cobalto con refulgentes pinceladas amarillas brotando del suelo; sin embargo, decidió parar en la segunda, no tanto para descansar como para disfrutar de la verde atmósfera que envolvía aquel lugar.
Una pequeña confusión de vehículos se agolpaba a la llegada a la tercera zona de descanso. Al parecer, se había producido un accidente y unos operarios controlaban el tráfico. Samuel fue reconducido a la vía contraria, para seguidamente ser desviado hacia un carril de emergencia excavado en la montaña. Este rodeo duró sólo unos metros hasta que se abrió de nuevo la entrada a la carretera del túnel. Samuel pensó que, de una forma u otra, no debía ser muy seguro circular por el corazón de las montañas. Aceleró un poco el ritmo y conectó el reproductor musical que incorporaba el vehículo para oír música tradicional noruega, como había hecho Kristoffer durante parte del trayecto. Se preguntó si estaría bien su padre, aunque se temía lo peor, por el gesto de preocupación que vio en su cara. Luego pensó en Noelia, en las ganas que tenía de abrazarla y en cuánto le hubiera gustado que ella lo acompañara en la ceremonia de presentación del ganador de
Kamduki
. Acto seguido pasó revista a los distintos escollos que había tenido que sortear para resolver las pruebas y comenzó a desfilar por su mente distintas imágenes: la cara de sorpresa que pondría su hermano, el rostro despechado de Macarena, los sensuales labios de Noelia...