El Extraño (10 page)

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Authors: Col Buchanan

Nico tomó aire, a punto de romper a llorar.


Boon
... —pudo decir a duras penas—,
Boon
ha muerto.

Su madre apretó los dedos alrededor del cuello de Nico y se le saltaron las lágrimas. El muchacho la acompañó en su llanto, los miedos desparecieron y sus sentimientos afloraron en la intimidad del dolor compartido.

La puerta del pasillo que conducía a la sala de visitas chirrió al abrirse y apareció una figura. Nico levantó la mirada, se enjugó sus lágrimas y se quedó boquiabierto.

Era el extranjero de tierras remotas, el anciano al que había robado el dinero la tarde anterior.

El recién llegado se detuvo en el vano de la puerta, con la cabeza inclinada a un lado y una taza humeante de chee en una mano. Era más bajo de lo que había juzgado Nico al verlo acostado en la cama. Llevaba la cabeza rasurada y una túnica negra, parecía un monje, aunque un monje peculiar, ya que en la otra mano empuñaba una espada envainada. La madre de Nico se separó de su hijo para volverse hacia él.

El hombre avanzó con soltura por el suelo de piedra y se detuvo delante del reo y sus visitas. Sus movimientos eran similares al vaivén del chee contenido en la taza, que de repente cesa; e igual que el líquido, también él recuperó su inmovilidad.

De cerca se apreciaba el apagado color ceniciento de sus ojos, aunque escrutaban con determinación. Nico sintió el impulso de dar un paso atrás. En aquel hombre no había ni rastro del anciano confuso cuyo sueño había interrumpido y que había bizqueado como un ciego.

—¿Es éste el ladrón? —interrogó a la madre de Nico.

La mujer se secó las lágrimas de los ojos y se enderezó.

—Es mi hijo —respondió—, Y más que un ladrón es un idiota.

El extranjero se tomó unos segundos para examinar a Nico con frialdad, como si fuera un perro que tuviera en mente comprar. Al cabo hizo un gesto de asentimiento con la cabeza.

—En ese caso usted y yo tendremos una charla.

Se acercó uno de los taburetes situados en el centro del sótano y se sentó con la espalda recta y la espada apoyada en el regazo. Depositó la taza en el suelo.

—Mi nombre es Ash —declaró—. Y, ya sea un idiota o no, su hijo me ha robado el dinero.

Oliéndose que el extranjero iba a hacer algún tipo de proposición, la madre de Nico recuperó su templanza habitual y tomó asiento en otro taburete enfrente del recién llegado.

—Reese Calvone —se presentó.

Los se acercó a ella y posó una mano sobre su hombro, aunque era evidente la desconfianza que le inspiraba aquella situación. Ella apartó la mano a Los y él fue hasta la pared opuesta tan cerca de la puerta como le fue posible, y desde allí continuó observándolos en silencio por el rabillo del ojo.

—Sin duda su hijo será azotado y marcado —prosiguió el anciano—, como es costumbre de su pueblo en estas latitudes, según me han informado, la pena habitual para robos a la luz día son cincuenta azotes.

Reese asintió como si el extranjero le hubiera formulado pregunta que necesitara una respuesta.

—Es un castigo muy duro.

La mujer entornó los ojos, se volvió fugazmente a Nico volvió a depositar su atención en el desconocido sentado frente a ella.

—Veo que está llevándolo bastante bien —observó el extranjero.

—¿Acaso ha venido para regodearse, señor?

—En absoluto. Para conocer a un hijo primero hay que conocer a la madre. Esto podría ayudar a mejorar la situación de su hijo.

Reese bajó la mirada y la clavó en sus manos. Nico siguió su mirada. Aquéllas eran las manos bastas de quien había trabajado duro toda su vida, marcadas por las cicatrices de tajos y escaldaduras de años de sacrificio; parecían las manos de una persona mucho mayor de lo que aparentaba su rostro, todavía hermoso a pesar de las lágrimas y los desvelos actuales. Antes de hablar, Reese respiró hondo.

—Es mi hijo y conozco lo que hay en el fondo de su corazón. Sé que podrá soportarlo.

La mirada de Nico saltó de su madre al anciano, cuyo rostro afilado se mantenía inexpresivo.

—¿Qué pensaría si le dijera que las cosas pueden ser de otra manera?

Reese parpadeó sorprendida.

—¿Qué quiere decir?

—¿Qué pensaría si le dijera que no tiene que someterse a los azotes ni a la marca en la mano?

Reese se volvió de nuevo a su hijo, pero Nico todavía tenía la mirada clavada en la figura con la túnica negra. Había algo en aquel anciano... algo que le decía que podía confiar en él. Quizá era la naturalidad con la que se imponía su autoridad; no era el tipo de autoridad concedida desde fuera y ejercida de acuerdo a los rasgos de una personalidad, sino algo infinitamente más profundo, fruto de un espíritu franco y justo.

—Lo que voy a decirles no debe salir de esta sala. Su... ¿marido? debe marcharse antes de que empiece a explicárselo.

Los soltó un resoplido. No tenía ninguna intención de irse.

—Por favor —le solicitó Reese, volviéndose a él. Los la miró ungiéndose herido en su orgullo—. Sal —insistió la madre de Nico.

Los seguía sin decidirse. Su mirada pasó del anciano a Nico y finalmente se posó en Reese.

—Esperaré fuera —aseveró.

—Gracias.

Los se deslizó fuera de la sala y lanzó una última mirada al anciano extranjero antes de cerrar la puerta tras de sí. El anciano retomó la palabra cuando el portazo todavía retumbaba en las paredes del sótano.

—Señora Calvone, apenas dispongo de tiempo, de modo que iré directo al grano. —Sin embargo, hizo una pausa y Nico reparó en que acariciaba la cubierta de piel de la funda de la espada con el dedo pulgar—. Me hago viejo —prosiguió—, como puede ver. —Pareció sonreír con la mirada—. En otro tiempo, un muchacho como su hijo nunca hubiera conseguido colarse por mi ventana sin despertarme. Le habría cortado la mano antes de que pudiera alcanzar mi monedero. Ahora, sin embargo, mi sueño es profundo y el bochorno de las primeras horas de la tarde me deja exhausto, como suele ocurrirles a los ancianos como yo. —Bajó la mirada al suelo—. Mi salud... ya no es lo que era. No sé el tiempo que podré seguir dedicado a mi trabajo... En pocas palabras, y siguiendo la tradición de mi orden, ha llegado el momento de que tome un aprendiz a mi cargo.

—Más bien parece que se siente solo y anda buscando a un jovencito guapo —repuso con acritud la madre de Nico.

El anciano hizo un simple gesto de negación con la cabeza.

No.

—Entonces, ¿a qué tipo de trabajo se dedica usted? Va vestido como un monje y, sin embargo, me he fijado en que empuña una espada.

—Señora Calvone —dijo, abriendo los brazos como dando a entender que lo que iba a decir era obvio—. Soy un roshun.

Nico rompió a reír, muy a su pesar. Su risa tenía un matiz de histeria y cuando le llegó rebotada del techo abovedado del sótano, la cortó con la misma brusquedad con la que se había originado

Los rostros de su madre y del anciano se volvieron hacia él.

—¿Quiere entrenarme para que me convierta en un roshun?—consiguió decir Nico—, ¿Está usted loco?

—Escúchame —le respondió el anciano—. Si das tu consentimiento, hoy mismo hablaré con el juez; le pediré que retire los cargos y le pagaré una suma de dinero como compensación por las molestias ocasionadas a él y a los carceleros. De ese modo evitarás la terrible experiencia del castigo.

—Pero lo que pide... —protestó la madre—. Puede que nunca vuelva a ver a mi hijo. Es un trabajo que pone en peligro su vida.

—Estamos en Bar-Khos. Si se queda aquí, antes o después le pedirán que arriesgue su vida en las murallas. Sí, mi trabajo es peligroso, pero lo prepararé bien, y cuando me acompañe en una misión, se limitará a observar. Una vez que su período de aprendizaje finalice se le ofrecerá la posibilidad de elegir entre comprometerse con la profesión o seguir el camino que desee en la vida. Cuando ese momento llegue, tendrá dinero en los bolsillos y habrá aprendido muchas cosas. Podrá incluso regresar a Bar-Khos, si es que la ciudad sigue en pie.

Hizo una pausa y observó a la madre de Nico, mientras ésta meditaba lo que acababa de decirle.

—Ahora mismo hay una nave esperándome en el puerto aéreo. Dentro de un par de días estará reparada y viajaremos a la tierra de mi orden. Allí será iniciado en nuestros preceptos y le aseguro, señora Calvone, que siempre antepondré la vida de su hijo a la mía propia. Se lo juro solemnemente.

—Pero ¿por qué? ¿Por qué mi hijo?

La pregunta pareció coger por sorpresa al viejo extranjero. Se pasó la mano por los pelos milimétricos de su cabeza afeitada, produciendo un sonido similar al de una piedra frotada con un fino papel de lija.

—Demostró ser hábil, y valiente, en su acción. Esas son las cualidades que busco.

—Pero seguro que hay algo más.

El anciano se quedó mirando a la madre de Nico durante un tiempo que empezó a ser prolongado.

—En efecto —admitió—. Hay algo más. —Se revolvió en el taburete y clavó de nuevo la mirada en el suelo, en el tramo que mediaba entre él y Reese—, Últimamente he tenido una serie de sueños, aunque eso no significará demasiado para usted. Aun así, los sueños, por decirlo de algún modo, me guiaban, y creo que en el camino correcto.

Reese bizqueó, todavía escéptica.

—Acepto —declaró de repente Nico desde el otro extremo del sótano.

Su madre y el extranjero se volvieron hacia él y el muchacho les sonrió, sintiéndose un poco estúpido. Su madre torció el gesto.

—Acepto —repitió, esta vez en un tono más firme.

—No —aseveró su madre.

Nico agachó con la cabeza, con el gesto ligeramente triste.

Sabía quiénes eran los roshuns, todo el mundo lo sabía. Mataban gente, asesinaban a sangre fría a cambio del dinero que recibían por llevar a cabo las
vendettas
. No se veía a sí mismo haciendo eso, ni por todo el oro del mundo. Sin embargo, podría renunciar a esa vida cuando terminara su período de aprendizaje, una buena cantidad de habilidades y experiencias. Quizá, a su manera, ésta era su oportunidad de ser algo en la vida. Quizá el Gran Necio había estado en lo cierto y en los peores momentos se hallaba el germen de tiempos mejores.

Aunque tal vez, por otro lado, en vez de eludir un castigo terrible estaba iniciando los trámites para una experiencia aún más atroz. No podía saberlo; y nunca lo averiguaría a menos que la viviera.

—Sí, madre —afirmó, esta vez en un tono tajante—. Acepto.

Capítulo 4

Banderas de conquista

Tengo hambre —refunfuñó el joven sacerdote Kirkus.

La mujer tendida en el diván frente a él le dedicó una sonrisa que casi escindía en dos sus facciones marchitas y que mostraba una dentadura perfecta que en realidad no era suya.

—De acuerdo —repuso en un arrullo la vieja sacerdotisa, trazándose espirales en su barriga reluciente con una uña pintada, siguiendo los surcos de las estrías y alrededor del anillo de oro prendido del ombligo—. El poder de la carne es fuerte, Kirkus, pero sólo adquiere su auténtica divinidad cuando actúa en concordancia con la voluntad. Rechaza tu hambre. La próxima vez que comas hazlo porque tu voluntad tiene tanto peso en la decisión como tu estómago. Así es como potenciamos al máximo nuestros apetitos para que exijan el poder. Así es como llegamos a Mann.

Kirkus gruñó irritado.

—Empiezas a aburrirme. Lo único que me das son sermones que ya he oído miles de veces.

La risa entre dientes de la sacerdotisa le recordó el rechinamiento de un papel de lija frotado a propósito contra el suelo. Eso sólo consiguió crisparle aún más. Sin dejar de reír, la sacerdotisa incorporó su cuerpo esquelético en el diván y se dio la vuelta para poner al sol la espalda surcada de arrugas. Sus carcajadas se precipitaron por la borda de la gabarra imperial y se zambulleron entre las salpicaduras y los movimientos parsimoniosos de los remos en las aguas marrones del Toin. En la lejana ribera embarrada, un cocodrilo se agitó y, en un abrir y cerrar de ojos, se sumergió en las mansas aguas de la corriente.

De repente, los dientes superiores de la sacerdotisa chocaron con los inferiores y ya no se separaron.

—Me parece que estás perdiendo el control, jovencito, ¿mmm? Todavía estás a medio hacer y ya te crees el nuevo Santo Patriarca. Muy bien, pero entretanto estamos inmersos en tu viaje por el Imperio, y soy yo quien te instruirá hasta que demuestres que eres digno de la fe. Son cosas que debes saber... más que saber, que necesitas interiorizar, sentirlas en las tripas.

—Ya las siento en las tripas —espetó el muchacho—. Ese es el problema, vieja bruja.

La sacerdotisa lo contemplaba con una admiración comedida. Kirkus sabía que era su discípulo predilecto y, a veces, cuando lo miraba de esa manera, le parecía estar frente a una escultura obsesiva que se ha pasado años encerrada en su ático y que observa embobada y con una devoción desmedida su más reciente y estimada creación. Kirkus apartó la mirada de aquellos ojos ávidos, en parte asqueado, y se volvió hacia la esclava apostada detrás de su diván, que lo ventilaba con un abanico de plumas de avestruz. Estaban en la zona reservada, aislada del resto de la cubierta. La esclava era una muchacha nathalesa, delgada, con una cabellera pelirroja que se precipitaba sobre sus pechos pequeños y firmes, con las cuencas oculares vacías escondidas tras un pañuelo de seda color melocotón y las manos enfundadas en unos guantes blancos: una medida de prevención por si de manera fortuita tocaba las pieles divinas de Mann. «Apetitos», pensó perezosamente Kirkus al reparar en la tersura de la piel de la esclava, que se alisaba al ritmo regular de sus movimientos. Por un momento, su imaginación echó a volar y se vio poseyéndola allí mismo, en la cubierta: esa muchacha ciega y sorda sin otros sentidos que el tacto, la experiencia del dolor fusionado con el placer. De pronto, se dio cuenta de la reacción física que la fantasía había provocado en su cuerpo.

—Paciencia —dijo jocosamente la sacerdotisa, posando con descaro la vista en la prueba que delataba el repentino entusiasmo del muchacho—. Desembarcaremos en la próxima ciudad al mediodía. Estoy segura de que has oído hablar de ella. Se llama Skara-Brae.

Kirkus asintió. Aparte de que había leído sobre la ciudad mientras estudiaba la obra titulada
Descripción del Imperio
, escrita por Valores, quería ahorrarse otra conferencia de la sacerdotisa.

—Podemos buscar más juguetitos para tu ceremonia de iniciación. Y después visitaremos al sumo sacerdote de la ciudad, y ya con él comeremos y beberemos hasta reventar.

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