Authors: Col Buchanan
La madre rellenita de la muchacha por fin rompió su silencio y rió tontamente, ocultando la boca tras un puño, como si de pronto se diera cuenta de que estaba rodeada de un puñado de enfermos mentales. El resto de los presentes, sin embargo, tenía una expresión opuesta a la jocosidad; todos continuaban hechizados por sus palabras, boquiabiertos, como si el tiempo se hubiera detenido.
—¿Hablas en serio? —preguntó su abuela, en un tono que invitaba a que reflexionara concienzudamente su respuesta antes de hablar.
Kirkus sabía el alcance de la petición que hacía a su abuela. En Q'os no habría tenido problema en negárselo: lo había hecho con Lara cuando le había pedido a la muchacha tras el baile, temerosa de alterar el delicado equilibrio de poderes que su madre había tejido, como siempre, para conservar su posición. ¿Pero aquí? ¿Con ese sumo sacerdote provinciano e idiota? La información que habían recibido aquel día era correcta; era evidente que Belias estaba representando el papel de siervo de Mann, no viviéndolo.
—Sabes tan bien como yo qué es esta gente en realidad. Sí, abuela. La quiero... para mi Hecatombe Selectiva.
La joven pelirroja se llevó una mano a la garganta y se volvió hacia su padre en busca de un gesto tranquilizador. El prometido posó una mano en el brazo de su amada y se puso en pie como expresión de protesta, si bien no dijo nada. La esposa del sumo sacerdote seguía riendo estúpidamente.
La vieja Kira suspiró. Ninguno de los comensales, ni siquiera Kirkus, podía adivinar lo que pasaba por su mente mientras miraba con dureza a su nieto —quien le sostenía la mirada desde la otra punta de la mesa—, hasta que el silencio se transmutó en un ente con vida propia suspendido en el aire.
Kira se volvió a Belias y lo escudriñó detenidamente. El rostro del sumo sacerdote de repente se puso rígido y palideció del espanto; parecía instigarla a que tomara una decisión. La sonrisa de la sacerdotisa, cuando por fin se dibujó en sus labios, parecía un mero gesto de cortesía.
—Sumo sacerdote Belias —dijo pausadamente, depositando los cubiertos en la mesa, a ambos lados del plato—. Voy a haceros una pregunta.
Belias se aclaró la garganta:
—¿Señora?
—¿Cuál diríais que es la mayor amenaza para nuestra orden?
El sumo sacerdote abrió y cerró la boca varias veces antes de que su voz pronunciara las palabras:
—Yo... no sé. Somos los amos de parte del mundo conocido. Nuestro poder llega a todas partes. Yo... no veo ninguna amenaza para nuestra orden.
Kira mantuvo los ojos cerrados unos segundos, como si le pesaran los párpados.
—La mayor amenaza —repuso— siempre procederá de dentro. Debemos mantener vigiladas nuestras propias debilidades, no podemos volvernos blandos ni permitir que nuestra orden dé cobijo a aquellos que no son auténticos fieles. Ésa es la causa de que las religiones acaben siendo instituciones vacuas y carentes de sentido. Estoy segura de que convendréis en esto conmigo.
—Señora, yo...
Kira abrió los ojos y el sumo sacerdote enmudeció, le temblaban las manos apoyadas en el mantel.
—Os agradezco la hospitalidad que nos habéis dispensado esta noche —añadió la sacerdotisa, limpiándose delicadamente la boca con la servilleta antes de dejarla sobre la mesa.
Levantó la mano esquelética en el aire, chasqueó los dedos una vez, produciendo un ruido similar al de un hueso que se parte, y los cuatro miembros del cuerpo de acólitos posicionados en los flancos de la sala se pusieron en movimiento al unísono.
La muchacha chilló cuando los soldados se abalanzaron sobre ella.
Su prometido levantó un puño y su desesperación y su nerviosismo le bastaron para atreverse a descargarlo en la mandíbula de un acólito.
Un instante después, otro acólito desenfundó la espada y la alzó para arremeter contra el prometido, quien instintivamente levantó el brazo para repeler el golpe. El acólito, con la naturalidad mecánica de un carnicero, le seccionó la mano de un tajo, levantó de nuevo la espada y le atravesó la clavícula. La mano del prometido ya se hallaba en el suelo cuando el brazo aterrizó pesado y sin elegancia alguna junto a ella, rodó unos centímetros y se detuvo encajado en la palma abierta de la mano. El prometido cayó desplomado y gritando mientras la sangre le salía a borbotones.
La madre de la joven se levantó y vomitó sobre el mantel bordado las gambas que aún no había tenido tiempo de digerir.
El sumo sacerdote pronunciaba entre dientes palabras incoherentes mientras rodeaba la mesa en dirección a su hija, alzando cada vez más la voz. Pero resbaló en el charco de sangre que se expandía por el suelo y, mientras trataba de levantarse, se agarró el pecho y se le desencajó el rostro.
Las puertas del lado opuesto de la sala se abrieron violentamente y los miembros de la guardia de la mansión entraron en tropel empuñando las hojas que habían desenfundado previamente, presintiendo que algo marchaba mal. Estudiaron la escena: su señor tambaleándose como si estuviera borracho al otro lado de la sala, un hombre embadurnado con sangre y gritando tirado en el suelo, la hija forcejeando apresada en los brazos de los acólitos y, sentados tranquilamente a las cabeceras de la mesa, dando pequeños sorbos a sus copas de vino, los dos invitados de túnicas blancas llegados de Q'os.
Los guardias retrocedieron lentamente, abandonaron la sala y cerraron con suavidad las puertas tras ellos.
El sumo sacerdote soltó un gruñido y se derrumbó sobre las rodillas. La figura erguida de Kira se cernió sobre él.
—Por favor —masculló con dificultad, agarrándose el pecho. Una pequeña hoja de acero apareció en la mano de la sacerdotisa y con un levísimo movimiento rebanó la garganta de Belias.
—Coged también a la madre —ordenó Kira, de pie junto al cuerpo agonizante del sumo sacerdote.
Los acólitos apresaron a la mujer rellenita y la sacaron a rastras de la sala junto a su hija. Kira contempló largamente a Belias, con la mirada fija en los ojos en blanco de su víctima.
—No nos guardéis rencor —le dijo, aunque era poco probable que la oyera—. Nos hicisteis un buen servicio... mientras duró.
Kira pasó por encima del sumo sacerdote en vez de rodearlo y se alejó dejando un rastro de tenues huellas de sangre.
Kirkus apuró de un trago su copa de vino y se puso en pie.
En el gran salón de la vivienda aguardaban los guardias de la mansión con una expresión mal disimulada de pavor en los rostros. A la cabeza, Egan, el canciller del sumo sacerdote, con las manos ocultas en las bocamangas de su túnica blanca. Su cabellera cana contrastaba marcadamente con su tez roja como la grana. Kirkus supuso que estaba colérico, hasta que reparó en el brillo interesado de sus ojos, cuya mirada seguía a la esposa y a la hija del sumo sacerdote mientras las sacaban a la fuerza a la noche lluviosa, y se preguntó si no habría sido él quien había enviado la misteriosa nota.
—Necesitamos un nuevo sumo sacerdote, canciller Egan —declaró Kira.
—Por supuesto —repuso en un arrullo el canciller.
—Espero que demostréis una dedicación más sincera a la fe que vuestro predecesor.
Egan inclinó respetuosamente la cabeza.
—Él era débil, señora. Yo no lo soy.
Kira se demoró en el escrutinio de su interlocutor. Profirió un sonido de afirmación con los labios pegados, dio media vuelta y cruzó la puerta principal.
Kirkus siguió diligentemente a su abuela al exterior.
El vuelo
El camarote apestaba a moho, humedad y vómito. En la estancia todo permanecía inmóvil; sin embargo, podía advertirse el leve vaivén del dirigible en el crujido esporádico de la madera, en el tintineo de la lámpara colgada del techo o en la fugaz sensación de que el estómago subía y bajaba. Nico estaba tumbado en su litera, destrozado y lívido.
Casi desde el mismo momento que la nave despegaba de Bar-Khos y se elevaba por el cielo nublado, Nico había contemplado con los ojos desorbitados la tierra que iba menguando de un modo totalmente antinatural debajo de él y se había agarrado a la barandilla, ligeramente mareado y con las tripas revueltas. Llevaba tres días confinado en su litera, vencido por el pánico y las náuseas, y sólo se incorporaba de vez en cuando para hacer arcadas sobre un balde de madera que mantenía a mano en el suelo. Hablar le producía un dolor horrendo, pues tenía la garganta irritada por la bilis. Comía poco, y sólo ingería agua y sopa, que era lo único que era capaz de mantener en el estómago el tiempo suficiente para digerirlo. En ningún momento, ya estuviera despierto o sumido en un duermevela agitado, podía sacarse de la cabeza los cientos de metros de vacío que se extendían bajo él ni la tensión permanente de las cuerdas y las riostras que sujetaban el casco oscilante a la frágil envoltura llena de gas sobre su cabeza. Cualquier bramido repentino de los miembros de la tripulación en la cubierta, cualquier estrépito de pisadas o cambio brusco de dirección de la nave eran interpretados por Nico como el anuncio de un desastre inminente. Nunca había experimentado una angustia igual.
La mayor parte del tiempo lo pasaba solo. Compartía el minúsculo camarote con Ash, pero al viejo extranjero no debían de parecerle agradables sus arcadas y al final se había hartado, había abandonado el libro de poesía que estaba leyendo y se había marchado a la cubierta hecho una furia y farfullando entre dientes. Era Berl, el grumete de la nave, quien cuidaba de Nico y quien le llevaba comida y agua.
—Tienes que comer —le insistió el muchacho, con un cuenco con caldo en la mano—. Eres todo huesos y pellejo.
Nico torció el gesto y apartó el cuenco.
Berl chasqueó la lengua reprochándole su terquedad.
—Agua, entonces. Tienes que beber un poco de agua, da igual si la vomitas de inmediato.
Nico meneó la cabeza.
—Si no bebes, me veré obligado a ir a buscar a tu maestro. Nico accedió por fin a tomar un poco de agua, aunque sólo fuera por contentar al chico. Le preguntó la hora.
—Ya casi es de noche. Aunque con los postigos siempre cerrados aquí dentro no notarás la diferencia. Necesitas tomar un poco de aire fresco, este lugar apesta. No me sorprende que tu maestro pase tanto tiempo arriba en la cubierta.
—No me gustan las vistas —repuso Nico, y recordó de nuevo la primera mañana a bordo del dirigible, cuando había abierto los postigos y la cabeza le había empezado a dar vueltas ante el panorama que lo recibía. Gruñó y se agarró la barriga maltrecha—, Creo que tengo algo serio.
Berl sonrió.
—La primera vez que me embarqué estuve enfermo toda una semana. Es normal. Unos se ganan las alas antes que otros.
—¿Las alas?
—Sí. No te preocupes, dentro de un par de días ya te habrás recuperado.
—Me siento como si estuviera muñéndome. El chico acercó de nuevo el odre con agua a los labios de Nico. Berl no debía de tener más de catorce años, si bien rezumaba una confianza en sí mismo propia de una persona mucho mayor. Nico escudriñó al muchacho mientras se secaba los restos de agua de la boca. En su rostro enjuto se apreciaban pequeñas cicatrices, concentradas sobre todo alrededor de las cejas y especialmente sobre los ojos, que parecían antiquísimas heridas cicatrizadas.
—Antes trabajaba debajo del Escudo —explicó Berl al percatarse del interés de Nico.
«Ah», exclamó Nico para sus adentros. Su padre le había contado una vez que se utilizaba a niños en los túneles bajo las murallas de Bar-Khos cuando los espacios eran demasiado estrechos para los hombres. Nico le contó esto a Berl, añadiendo que su padre había pertenecido al Cuerpo Especial, tratando de estrechar quizá los vínculos con el muchacho, pero éste se limitó a asentir con la cabeza y depositó el odre con agua en el suelo junto al cubo.
—Por ahora es suficiente —dijo Berl—. Pero necesitas beber de vez en cuando, ¿me has oído?
—Lo haré —respondió Nico—, Dime, ¿dónde estamos?
—Sobrevolando Salina. Entramos esta mañana por la costa oriental.
—Creía que ya habríamos puesto rumbo a Cheem.
—En cuanto encontremos viento favorable. Al capitán le gusta ahorrar pólvora blanca siempre que sea posible. Cuando el viento sople a favor, nos dirigiremos al norte y atravesaremos la línea de bloqueo. No te preocupes, los mannianos disponen de tan pocos dirigibles como nosotros, y el
Halcón
es veloz. La cruzaremos en un santiamén. —Se puso de pie, añadiendo—: Ven luego a la cubierta, si te apetece. El aire fresco te hará bien.
Y se alejó caminando con paso firme por el suelo visiblemente inclinado del dirigible, que remontaba el vuelo en ese momento. Nico oyó cómo se ponían en marcha los sistemas de propulsión del casco quemando su preciado combustible. Antes de salir, Berl se detuvo y se volvió a Nico agarrándose al marco de la puerta.
—¿De verdad te estás entrenando para ser un roshun? —preguntó.
—Se supone que eso es un secreto —respondió Nico.
El chico asintió y escondió el labio superior bajo el inferior mientras reflexionaba por unos instantes. Luego cerró la enclenque puerta a su espalda.
Nico volvió a tumbarse y cerró los ojos. No ver las paredes inclinadas del camarote le ayudaba a aplacar la sensación de mareo. Ya tenía la impresión de que entre él y su anterior vida en Bar-Khos mediaba un terrible e interminable viaje.
A la mañana siguiente se encontraba mejor. Era como si su cuerpo ya se hubiera hartado de sus propios traumas y hubiera decidido relajarse a pesar de sus múltiples aprensiones. Nico suspiró aliviado y se levantó de la litera empapada en sudor.
Su camarote se encontraba en la cola de la nave. Al fondo del habitáculo, bajo la ventana cerrada, había una repisa con un lavabo, y junto a ella, en el rincón, el retrete oculto bajo una tapa. Nico respiró hondo y forcejeó con los postigos hasta que consiguió abrirlos. Bizqueó deslumbrado por el cielo radiante, surcado a la altura de sus ojos por un puñado de nubes. Una suave brisa le acarició el rostro y lo despabiló. Muy a su pesar, se sintió impelido a asomarse por el alféizar. Debajo se extendía un paisaje de tonos verdes y marrones —una isla a decir del contorno curvilíneo de la costa—, con carreteras que conectaban unas cuantas poblaciones envueltas por la bruma antes de converger en una ciudad portuaria amurallada que se había expandido extramuros sin orden ni concierto. Nico se sintió mareado por el cabrilleo fulgurante de los rayos de sol en los ríos; éstos descendían desde las colinas arboladas y confluían en toda clase de lagos antes de continuar hasta su desembocadura en el mar. El muchacho se agarró al marco de la ventana y se obligó a mantener la calma.