El Extraño (17 page)

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Authors: Col Buchanan

—Estamos demasiado lejos como para que no sea una nave imperial. Si no es un mercante, será un piquete. —En un principio dio la impresión de que Trench hablaba consigo mismo, pero entonces se rascó su tez pálida y se volvió brevemente a Dalas.

El grandullón cruzó sus brazos tatuados y se encogió de hombros.

Se habían congregado sobre el alcázar de popa, junto al timón, la parte más elevada del casco del dirigible. Nico tiritaba, con los ojos llorosos por culpa del viento constante. El capitán Trench dio un sorbo a su copa y se relamió. Con la otra mano, en la que todavía sostenía el pañuelo, acarició la madera pulida del barandal, como si estuviera limpiándole el polvo. Ash había comentado en otro momento que el capitán había construido aquella nave con los restos de un naufragio que le habían entregado como derecho de salvamento. Había invertido toda la fortuna de su familia y más aún en restaurarla.

Trench avanzó cuatro zancadas hacia la barandilla de popa y luego volvió sobre sus pasos, dejando las huellas de sus botas en la cubierta.

—¿La bandera?—bramó, haciendo bocina con las manos hacia el vigía apostado junto a la barandilla de proa—. ¿Puedes ver la bandera ya?

—¡Todavía estamos demasiado lejos, capitán! —respondió el vigía.

Trench se daba toquecitos en la barbilla. Levantó la mirada hacia la envoltura, que resplandecía con intensidad bañada por la luz mortecina. A esas últimas horas del día alguien con buena vista que estuviera mirando en su dirección lo divisaría desde varios laqs de distancia.

—La cuestión que deberíamos plantearnos es si ellos nos han visto a nosotros —musitó Trench con los ojos clavados en la misteriosa vela.

Por un momento fue como si el sol saliera de nuevo por el lejano barco. Un cegador fulgor amarillo se elevó en la creciente penumbra del cielo y se mantuvo suspendido unos segundos; debajo, la luz de ese renacido sol reverberaba en el agua como si fuera un disco encendido. La sombra oscura y alargada del buque manniano se extendió por el agua.

Trench se vació en la boca el vino que le quedaba en la copa y la lanzó hacia Berl.

—Bueno, esto lo aclara todo —aseveró.

El resplandor descendió lentamente y según caía el círculo de mar rodeado de penumbra fue menguando. Finalmente aterrizó en el agua y siguió brillando mientras se sumergía en un inquietante y fantasmagórico descenso hacia las profundidades. Nico se frotó los ojos para disipar las imágenes que se habían instalado en sus retinas y los abrió justo a tiempo para ver cómo se elevaba por el cielo otro resplandor desde el horizonte oriental. Eso significaba que había otro buque, todavía demasiado lejos como para verlo.

—Debe de haber una formación cerca —señaló Trench—, Si disponen de pájaros en la zona, los cabrones caerán sobre nosotros antes del amanecer.

Nico se revolvió con ansiedad.

—Tranquilo —le advirtió Ash a su lado.

El viejo roshun permanecía inmóvil, observando con las manos sepultadas en las bocamangas el resplandor que empezaba a debilitarse.

—¿Cuáles son las órdenes, capitán? —inquirió el hombre que manejaba el timón, un viejo marinero con la oreja destrozada.

—A toda máquina, Stones, vira hacia el oeste y recupera nuestro rumbo cuando sea noche cerrada.

—Entendido, capitán.

Trench inclinó la cabeza hacia atrás para observar el puñado de estrellas que ya aparecían en el cielo crepuscular.

—Dalas, asegúrate de que esta noche se respete la ordenanza de apagar las luces. Organiza inspecciones cada cuarto. Quien contravenga la orden será arrojado al pantoque.

Trench dio la espalda al cielo. Sus dientes brillaron en la penumbra.

—Este trabajo me deja sediento —comentó, dirigiéndose a Ash—, ¿Nos acabamos esa botella?

Nico no tenía ningún deseo de regresar junto a los restos fríos de su cena, así que enfiló hacia su camarote, solo e inquieto. Pasó mucho tiempo intentando conciliar el sueño. Esa noche la litera le parecía más dura. De la cubierta que se extendía justo encima de su cabeza llegaba el murmullo de voces: Trench y Ash seguían charlando y bebiendo. Por mucho que lo intentara no conseguía aplacar la agitación que lo embargaba. Se puso a pensar en el futuro: en mañana, pasado mañana, dentro de varias semanas, de algunos meses, de años... El sueño era un refugio que se le negaba.

Varias horas después, Ash irrumpió apestando a vino en la penumbra de la estancia y se desplomó sobre su litera, gruñendo entre dientes. Nico se quedó mirando el contorno indefinido de la sombra de su maestro, que se dio media vuelta en el catre y se tendió boca arriba.

A través de la oscuridad, Nico advirtió que el anciano se llevaba una mano a la frente. Respiraba profundamente, como si de alguna manera eso le ayudara; se hurgó los bolsillos interiores de la túnica hasta que dio con la bolsa que al parecer siempre llevaba consigo y se llevó a la boca una hoja de stevia que extrajo de su interior.

El anciano masticó, respirando trabajosamente por la nariz.

—Maestro Ash —susurró Nico en dirección al bulto penumbroso.

Por un momento pensó que el anciano no le había oído, pero entonces Ash chasqueó la lengua y preguntó:

—¿Qué?

Una docena de preguntas se agolparon entonces en la cabeza de Nico. Sólo habían hablado brevemente de la orden Roshun, de lo que haría cuando llegara allí y de los sellos y su funcionamiento. Deseaba saber muchas más cosas. Sin embargo, sólo dijo:

—Me preguntaba si se encontraría bien, nada más.

No hubo respuesta.

—Es que... me he dado cuenta de que toma muchas hojas de stevia.

—Dolores de cabeza. Eso es todo —respondió por fin el roshun, con voz firme y sobria.

Nico asintió, como si su gesto fuera visible en la oscuridad.

—Tenía un abuelo al que le pasaba lo mismo. En realidad no era mi abuelo, pero yo lo llamaba así. Murió defendiendo el Escudo. Recuerdo que también tomaba las hojas. Cuando le preguntaba sobre ellas, me respondía que eran para los ojos, porque empezaba a fallarle la vista y forzarla le provocaba dolor de cabeza.

La litera crujió, lo que indicaba que el anciano se había dado la vuelta para darle la espalda.

—Tengo la vista perfectamente —masculló su maestro roshun—. Ahora duérmete, muchacho.

Nico suspiró, se tumbó boca arriba y escudriñó la oscuridad. Sabía que el sueño todavía tardaría en llegar.

Encima de él, en el camarote del capitán, un par de botas deambularon arriba y abajo toda la noche.

Capítulo 6

Pájaros de guerra

Al amanecer había desaparecido todo rastro de las velas. En algún momento durante la noche, mientras Nico daba vueltas en el catre o dormía durante breves intervalos poblados de desagradables pesadillas, habían rebasado las formaciones de la marina imperial. Ash ya se había levantado cuando Nico se despabiló y encontró el camarote vacío; la primera luz del alba entraba por la ventana abierta y el horizonte asomaba por el marco. El dirigible remontaba el vuelo.

Nico escuchaba las voces de los hombres que conversaban en la penumbra abarrotada de la sala común mientras se llenaba una fuente con keesh untado con mantequilla y con pasteles de semillas, apoyado en la repisa de la ventana de la cocina, con la cara somnolienta. La tripulación estaba de mejor humor después de haber atravesado el bloqueo manniano la noche anterior y por lo menos ya no lo miraban con cara de pocos amigos. No obstante, se respiraba en el ambiente que el peligro todavía no había pasado.

Nico devoró el contenido de su fuente; su cuerpo todavía le exigía todo el alimento del que le habían privado durante el último año. Sentado sin prisas frente a una taza revestida de cuero llena de chee, recordó el caldo de los menesterosos y se preguntó qué estarían haciendo en ese momento Lena y la gente que había conocido en la ciudad. Incluso pensó en su madre. Poco a poco fue sacudiéndose los residuos de sueño.

Apenas había tocado la taza de chee cuando lo sobresaltó un ruido absolutamente inesperado: las estridencias de un cuerno de caza procedentes de la cubierta superior. Los hombres se quedaron petrificados y se instaló el silencio en la sala.

El cuerno sonó de nuevo: tres notas largas. Y las pisadas estrepitosas hicieron vibrar los tablones del techo.

Los hombres se pusieron en acción de inmediato, con fugaces imprecaciones y abriéndose paso a empellones hacia la escalera que subía a la cubierta o hacia los cañones alineados a ambos lados de la amplia sala.

La luz del sol fue inundando la estancia de techo bajo a medida que se abrían los mandiletes. Nico se puso en pie con el pecho oprimido por el pánico. En medio del caos, los hombres apostados fuera gritaban y tiraban de los cabos para introducir las bocas de los pequeños cañones por los huecos. Un hombre apartó de su camino a Nico de un empujón sin detenerse para disculparse, otros corrían disparados en busca de cartuchos, pólvora y balas para el cañón, o trajinaban con cubos llenos de clavos oxidados, guijarros o cadenas, siempre maldiciendo a la gente para que se apartara a su paso. Por las portas entró una brisa que disipó la nube de humo que solía flotar en la atmósfera de la sala común, y que trajo consigo el ruido de la lona sacudida por el viento y el de los sistemas de propulsión del casco quemando combustible. La curiosidad animó a Nico a asomarse a una porta; con la nave todavía ascendiendo por el cielo, enfiló tambaleante hacia la luz y se detuvo con una mano apoyada en una viga del techo.

Uno de los tripulantes encargado de los cañones sacó la cabeza por el hueco y Nico se inclinó a un lado hasta que pudo ver al hombre y el cañón.

Un punto blanco se dirigía directo hacia ellos.

—Un pájaro de guerra —le informó el tripulante, metiendo de nuevo la cabeza y limpiándose el rostro adusto.

Nico sintió el impulso repentino de buscar a Ash y no despegarse de él. Dio media vuelta y salió escopeteado hacia la escalera, donde se topó con Berl, que iba con los brazos cargados de armas.

—Coge una —le dijo al chico mientras subían juntos la escalera.

Nico agarró lo primero que tocaron sus dedos: una hoja pequeña y gruesa envainada en una funda de quince centímetros de ancho.

En la cubierta superior todo era ruido y agitación. Los miembros de la tripulación que ya aferraban espadas y hachas se ayudaban unos a otros a ponerse los coseletes de piel. Sobre el alcázar de popa una cuadrilla había instalado rifles de cañón largo sobre trípodes junto a la barandilla de estribor, al lado del pequeño cañón con el soporte giratorio. Otros hombres, armados con arcos, se arrodillaban para encordar sus armas. No veía a Ash por ningún lado.

Nico bajó los ojos hacia el arma que aferraba en la mano. Tenía una sencilla empuñadura de madera, pulida por el uso. La desenfundó y descubrió que era un vulgar cuchillo de carnicero. En su mano resultaba inquietante. Era un arma diseñada para descargar un único tajo brutal, y por un momento, cuando se imaginó usándolo contra otro ser humano, un estremecimiento le recorrió el cuerpo.

Aun así no se deshizo de él y cruzó la cubierta. La nave se inclinó sobre su eje y dio una sacudida, y Nico recorrió los últimos metros patinando hasta que la barandilla de estribor lo detuvo. Una fuerte racha de viento hizo que el pelo le cubriera los ojos. A su derecha, encaramado al alcázar, el capitán Trench, con un monóculo en el ojo, charlaba con Dalas. Por su porte relajado y su manera resuelta de hablar parecía que toda su fatiga de la noche anterior se había esfumado, si bien la palidez de su piel y la irritación de sus ojos no lo habían abandonado. El sol se elevaba por el cielo detrás del pájaro de guerra.

La nave se acercaba por estribor, pero el
Halcón
la esquivaría impulsado por el viento del noroeste. Nico se protegió los ojos. Delante de ellos, y aún lejana por el este, se aproximaba otra nave cuyo rumbo se cruzaba con el del
Halcón
.

«Como garras cerrándose alrededor de su presa», pensó Nico.

—¡Muchacho!

Nico se volvió. Por un hueco entre el tumulto de hombres divisó a Ash, de rodillas y solo en la cubierta de proa. El viejo roshun le hizo un gesto con la cabeza para que se reuniera con él.

Nico recorrió la nave de popa a proa sin soltar ni un momento la barandilla. El
Halcón
empezó a nivelarse, lo que le facilitó la operación. Subió la escalera y se acercó al anciano.

Ash le saludó con un movimiento de la cabeza.

—Llegas tarde.

—¿Tarde? ¿Para qué?

—Para tu sesión matinal. ¿Lo habías olvidado?

—Ash, por si no se había dado cuenta, estamos en un pequeño aprieto.

—Ya te dije que me llamaras maestro, o maestro Ash. Ahora siéntate.

—¡Pero no hay tiempo para esto!

El anciano suspiró.

—Nico, no hay momento más idóneo para que aprendas algo que cuando estoy inmerso en una misión y a punto de ponerme a trabajar. Éste —y paseó en torno a él una mano que una ráfaga de viento trató de arrancarle— es mi trabajo.

Nico no tenía una réplica para eso. Frunció el ceño y adoptó la misma postura de rodillas en el suelo que el anciano. Dejó a un lado el cuchillo de carnicero.

—Ahora, recuerda, concéntrate en la respiración. Sigue su curso por el interior de tu cuerpo.

«Esto es absurdo», pensó Nico. En un principio trató de concentrarse siguiendo las instrucciones de su maestro, pero a través de las riostras que sujetaban la barandilla divisó la segunda nave enemiga que se acercaba inexorablemente. Había dejado de ser un puntito para convertirse en una gota blanca.

—Relájate —le dijo el anciano.

Era extraño, pero a medida que inspiraba y el ritmo vertiginoso de su corazón se calmaba, el ajetreo en las cubiertas también disminuía.

El silencio se extendió por el dirigible. La madera crujía. Los hombres escuchaban el sonido de los propulsores que los llevaban hacia delante. Ya no había nada que hacer, únicamente esperar.

Nico cerró los ojos y descubrió que le era de gran ayuda. En cuestión de segundos se apoderó de él una vaga sensación de desprendimiento que le permitía soportar el dolor creciente en las piernas y la espalda. Se veía inspirando y espirando el aire fresco. Un momento de vacío; entonces el dolor volvió y con él el discurrir de los pensamientos. Miró a través de las pestañas el pájaro de guerra. Ahora estaba más cerca. La campana de la nave indicó la hora; sonó como si fuera un día cualquiera a bordo. Sin embargo, faltaban las bastas carcajadas y las tertulias acostumbradas.

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