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Authors: Col Buchanan

El Extraño (21 page)

Siguieron por la misma carretera casi todo el día, dejando atrás un puñado de aldeas y granjas aisladas, cuyos moradores se quedaban mirándolos con suspicacia y no les brindaban saludo alguno. A última hora de la tarde torcieron hacia el oeste y se adentraron en uno de los característicos valles de la isla; ascendieron por unas tierras de labranza apenas cultivadas hasta unas praderas de hierba y brezo sólo adecuadas para el pastoreo de ovejas de montaña. En las laderas a ambos lados del camino, los árboles empezaban a agruparse en bosques silenciosos de pinos negros.

Ash experimentó un cambio mientras se internaban a lomos de sus mulas en las tierras altas, su carácter se suavizó hasta unas cotas que iban más allá de la habitual serenidad que reflejaba su semblante. Su mirada se relajó y sus labios se fruncieron en un gesto de satisfacción mientras respiraba el aire fresco y quieto.

—Parece que el regreso le hace feliz —observó Nico.

Un gruñido fue lo único que el muchacho consiguió en pago por su interés, y el anciano continuó cabalgando en silencio. Nico pensó que su comentario ya había caído en el olvido cuando diez o quince minutos después —con el sol poniente de cara dando intensidad a los colores postreros del día y el aroma a resina flotando por todas partes— su maestro habló:

—Estas montañas... son ahora mi hogar.

Acamparon en un claro rodeado de jupes ancestrales cuyas hojas plateadas titilaban rojas y doradas bajo el sol crepuscular. Nico tenía la espalda entumecida y el culo amoratado tras la cabalgada. Observó a Ash, que cogía una de las hojas verdes que siempre llevaba consigo guardadas en una bolsa y se la llevaba a la boca: de nuevo su dolor de cabeza. El anciano se puso manos a la obra y extendió unas mantas y sacó algo de comida para pasar la noche. Luego frotó el pelaje de las mulas con manojos de hierba mientras ellas comían bayas de un arbusto. Nico arrancó la corteza resinosa de un cicado para encender el fuego y recogió leña para alimentar la hoguera.

Por fin, Ash se sentó con una expresión evidente de alivio y estuvo contemplando el cielo vespertino y dando sorbos a una vasija de calabaza mientras Nico encendía el fuego. El muchacho se valió de su pedernal y de un trozo de acero para producir chispas en la corteza que ya había molido y a continuación sopló suavemente hasta que las llamas prendieron. Por el aire se elevaron las columnas de humo blanco de la madera húmeda, que contrastaban marcadamente con los picos oscurecidos de las montañas que los rodeaban.

—Empieza a hacer frío —comentó Nico, frotándose las manos y alargándolas hacia las llamas que acababa de encender. Aunque había ganado algo de peso desde su partida de Bar-Khos, su cuerpo escuálido le hacía padecer con intensidad el frío.

El anciano soltó una risotada.

—Algún día te contaré yo algo sobre lo que es el frío.

—¿Se refiere a la
vendetta
que le llevó a los hielos meridionales?

Ash hizo un gesto de asentimiento con la cabeza, pero no dijo más.

Había asentido de una forma idéntica la última vez que el tema había salido a colación, antes de abandonar Bar-Khos, cuando Nico lo había acribillado a preguntas sobre su última
vendetta
y únicamente había recibido respuestas escuetas. Entonces, Nico había apretado los dientes con frustración, y lo mismo hizo ahora, ansioso por saber más sobre esas legendarias tierras remotas de las que sólo había oído hablar en cuentos y canciones.

—¿Es verdad que se comen unos a otros? —inquirió Nico, intentándolo de nuevo.

—No, sólo se comen a sus enemigos. Dejan que se congelen durante la noche y luego arrancan la carne de los cadáveres.

Por extraño que pudiera parecer, esta imagen espantosa provocó el rugido de sus tripas. Se moría de hambre tras la larga jornada de viaje. Arrojó otro palo a la hoguera, y otro más.

—Nunca me ha contado cómo consiguió regresar a la costa. Dijo que para entonces ya había perdido a sus perros.

El aire salió silbando entre los dientes apretados de Ash.

—En otro momento, muchacho. Ahora quedémonos aquí sentados y disfrutemos un rato del silencio.

Nico suspiró y giró sin perder su postura en cuclillas. No miraba al anciano.

—Ten —dijo Ash, ofreciéndole la vasija de calabaza.

Nico ignoró la invitación y siguió con la mirada fija en las llamas, que se agitaron azuzadas por una ráfaga de aire.

—La bebida no es para mí —repuso al cabo.

Ash meditó unos segundos.

—Tu padre... ¿era un borracho?

Ahora fue Nico quien decidió evitar las preguntas. Volvió a frotarse las manos y les echó el aliento. Con el rabillo del ojo veía que Ash seguía observándolo.

—Y lo que temías de tu padre es lo que ahora más temes de ti.

—La bebida lo convertía en una bestia —admitió Nico—. No quiero seguir su camino.

—Lo entiendo. Pero tú no eres tu padre, muchacho. Del mismo modo que él no era tú. Toma. Pruébalo. Hay que tomar de todo con moderación, incluida la propia moderación. Además, te hará entrar en calor.

Nico suspiró de nuevo y cogió la vasija que le tendía el anciano, se sentó y la contempló unos segundos.

—Con cuidado. Es un brebaje potente.

Nico se llevó el recipiente a los labios y dio un sorbo; reprimió la arcada que le produjo la quemazón salobre en la garganta y tosió.

—¿Qué demonios es esto? —preguntó con la voz rasposa, devolviéndole la vasija.

—Básicamente agua... aderezada con unas gotas de sudor del salvaje Ibos. Lo llaman fuego de Cheem.

A Nico no le gustó cómo sonaba aquello. Sintió el flujo de calor recorriéndole el estómago; sin embargo, no era tan tonto como para dejarse engañar por la sensación de un calor que sabía irreal. Su padre le había explicado en una ocasión que quedarse dormido borracho a bajas temperaturas podía ser letal.

—¿Le parece conveniente emborracharse esta noche?

El anciano le soltó una palmada como si Nico fuera una mosca.

—Hay que soltarse la melena, muchacho. Además, una resaca nos será útil para lo que tenemos que hacer mañana.

Aquellas palabras, por supuesto, no tenían de momento ningún sentido para Nico, si bien guardó silencio.

Cenaron jamón curado y un pedazo de keesh que compartieron, acompañados de dos tazas de chee preparado con agua de un arroyo cercano. Siguieron bebiendo fuego de Cheem y se fueron achispando a medida que la luz se atenuaba y las estrellas se concentraban en el cielo. El fuego crepitaba y refulgía en la oscuridad, aún más impenetrable por la acción de la luz de las llamas. Se quitaron las botas y se calentaron los pies en la hoguera.

—¿Está muy lejos? —balbuceó Nico, tras un rato absorto en sus pensamientos, contemplando las llamas que chisporroteaban y danzaban con alegría.

—¿El qué?

—El monasterio. ¿Está muy lejos?

El anciano se encogió de hombros. Había cogido una piedra y la lanzaba al aire y la recogía distraídamente con una mano una y otra vez.

—¿Por qué se encoge de hombros?

—Porque no lo sé.

«Debe de estar borracho», pensó Nico.

—Pero si usted vive allí —insistió—. ¿Cómo es posible que no sepa cuánto nos queda para llegar?

—Nico, confía en mí, ¿de acuerdo? Por la mañana todo tendrá sentido. Hasta entonces, bebe y disfruta. Después de esta noche, cuando por fin lleguemos a Sato, tendrás mucho trabajo que hacer y un duro entrenamiento por delante.

Nico aceptó de nuevo la vasija a regañadientes. Tomó otro trago largo y se la devolvió. Luego se tumbó boca arriba y contempló las estrellas, con un brazo flexionado bajo la nuca. Cada vez hacía más frío.

Con el rabillo del ojo vio a Ash con la piedra aferrada en la mano y examinando el sello que llevaba colgado del cuello. Nico se volvió para observar al anciano, que tenía una sombría expresión de concentración en el rostro.

«Debía habérmelo imaginado —pensó Nico—. No es más que un borracho sensiblero; igualito que mi padre.»

Ash levantó la mirada del sello y vio que Nico tenía los ojos clavados en él. Soltó un gruñido y sepultó el sello bajo la túnica.

—¿Qué?

—Nada, Ash... maestro Ash. Tengo una pregunta.

El anciano dejó escapar un suspiro.

—Entonces hazla.

—Usted me dijo que ese sello que lleva ahora está muerto, pero que una vez perteneció a un patrocinado.

—Así es.

—Si los sellos se emplean como elemento disuasorio, ¿por qué los roshuns no llevan sus propios sellos? ¿Por qué no se protegen ellos mismos con la amenaza de una
vendetta
?

La dentadura de Ash refulgió a la luz de la hoguera.

—Por fin una cuestión que vale la pena discutir. —Y volvió a lanzar la piedra, que giró en el aire antes de que la atrapara de nuevo.

El anciano se inclinó hacia Nico como si fuera a hacerle una confidencia.

—Voy a decirte algo, Nico, y no debes olvidarlo jamás. —Su aliento abrasaba—. La venganza, muchacho... la venganza es un ciclo que nunca acaba. Nace de la violencia y no engendra más que violencia. En medio sólo hay dolor. Por eso los roshuns nunca llevamos sellos para protegernos. Nos gustaría que nuestro cometido no fuera más allá de entregar un elemento disuasorio a la gente, pues sabemos mejor que nadie que la venganza no aporta nada valioso a este mundo. Simplemente es la profesión a la que nos han conducido los caminos que hemos seguido en la vida.

—Por cómo lo dice da la impresión de que lo que hacen está mal.

—Nosotros no lo consideramos en términos de bien y mal. Nuestro trabajo es moralmente neutro, esto es algo que debes entender, pues es uno de los principios fundamentales del credo roshun. Para que lo comprendas: es como si fuésemos rocas repartidas por la ladera de una montaña que se mueven impelidas por otras rocas en movimiento. Simplemente seguimos el curso natural de los acontecimientos. —Hizo una pausa para reflexionar un instante—. Pero nunca debemos convertir nuestro trabajo en un asunto personal. De lo contrario, nos convertimos en algo más que una simple fuerza en movimiento: nos convertimos en parte del ciclo. Si yo muriera en una
vendetta
, otro roshun ocuparía mi lugar, y si ése muriera, otro, y otro, hasta que se cumpliera el compromiso de
vendetta
contraído con nuestro patrocinado. Y ahí acabaría todo. No llevamos sellos ni queremos que se vengue nuestra muerte. De ese modo rompemos el ciclo.

El anciano puso fin a su declaración con un largo trago a la vasija. Se limpió los labios.

—¿Lo has entendido? —interrogó a Nico, dándole un codazo.

A Nico le daba vueltas la cabeza, y no sólo por el alcohol. Estaba hecho un lío. Los khosianos entendían lo de la
vendetta
; era algo que presentían, y sabían de su poder como un pez sabe nadar. Sus sagas estaban llenas de venganzas y asesinatos sangrientos, y los personajes que reclamaban un desagravio siempre eran los héroes de las historias.

Asintió, aunque todavía tenía muchas dudas.

—Muy bien. Entonces ya has aprendido la lección más importante de todas.

Una brasa candente escapó del fuego y el ruido sobresaltó a Nico, que se levantó dando un respingo. Se quedó mirando el ascua brillante en la hierba, entre sus pies descalzos, que fue apagándose lentamente hasta adquirir un color grisáceo. Aceptó otro trago de la vasija. Real o no, era agradable sentir el calor interior que proporcionaba. Sospechaba que ya estaba un poco borracho y llegó a la conclusión de que, después de todo, tampoco era algo tan terrible. Se tumbó de nuevo para contemplar el cielo.

El resplandor de las estrellas era intenso allí arriba, en las montañas; las más brillantes parecían palpitar. Si Nico movía la cabeza de izquierda a derecha todo lo que le permitía el cuello, podía seguir la estela blanquecina de la Gran Rueda girando por los cielos. Si bajaba un poco la mirada desde la Gran Rueda, a la derecha de la hoguera, veía sus constelaciones favoritas tachonando la negrura del firmamento: la Dama, con las estrellas componiendo su mano, que sujetaba los astros que daban forma a su espejo roto; y junto a ella, encima, el Gran Necio —el Sabio del Mundo— posaba con su fiel suricata a sus pies —cuatro pequeños destellos formando una línea curva—, su único compañero cuando le llegó el final, cuando abandonó su trono celestial para errar por el mundo propagando las enseñanzas de Dao.

Un meteorito surcó el cielo seguido casi de inmediato por otro. Al este, un cometa y el dedo de luz de su estela estriaban la bóveda celeste. Nico respiró hondo, se sentía en paz.

Sin embargo, fue una paz que se vio interrumpida por las suaves risas entre dientes de Ash a la luz de la hoguera. Nico lo ignoró, convencido de que el alcohol le había nublado el juicio, pero el anciano continuaba riéndose solo.

—¿Qué es tan divertido? —inquirió finalmente Nico, arrastrando las palabras.

Ash se balanceaba adelante y atrás, intentando contenerse, pero un vistazo a Nico y la expresión de su rostro sólo lo empeoró. Señaló hacia su aprendiz con la vasija en la mano e intentó decir algo en medio de su alborozo, pero le resultó imposible y tuvo que intentarlo una segunda vez.

—¡Estamos perdidos! —espetó, imitando en tono jocoso la voz púber de Nico.

Nico arrugó el rostro y se le encendieron las mejillas. Lo último que deseaba era que le recordaran la batalla a bordo del dirigible y el momento en el que había estado a punto de tener un ataque de nervios. Ese episodio bochornoso era algo que necesitaba mantener enterrado.

Abrió la boca para mandar callar al anciano con unas cuantas palabras de su propia cosecha, pero en ese momento el anciano le apuntó con el dedo, como si supiera lo que iba a decir y eso le hiciera reír todavía más.

Quizá fuera por culpa del fuego de Cheem, o quizá por el brillo en los ojos del anciano, sin rastro de malicia ni condescendencia, pero Nico se encontró de pronto contagiado por el buen humor de su maestro y fue capaz de ver el lado divertido y no vergonzoso del suceso, y antes de darse cuenta siquiera ya reía y se balanceaba adelante y atrás como el viejo extranjero procedente de tierras remotas; ambos riendo a mandíbula batiente, como unos chiflados, con las lágrimas saltándoseles de los ojos.

—¡Estamos perdidos! —vociferó Ash de nuevo.

Los dos reían estruendosamente, fuera de sí y sujetándose la barriga, mientras las llamas iluminaban u oscurecían sus rostros desencajados y las estrellas titilaban sobre sus cabezas, al alcance de sus manos.

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