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Authors: Col Buchanan

El Extraño (25 page)

De repente se dio cuenta de lo absurdo de la situación. Estaban jugando como niños al escondite con cuchillos de madera. Pero entonces pensó en el cuchillo que debía aferrar Aléas, seguramente muy cerca de él, tan afilado como el suyo e igual de efectivo a la hora de causar una herida en su oponente. Empezó a notar cómo le latía el pulso en los oídos.

La luz se atenuó fugazmente a su espalda y todo el desván quedó sumido en una oscuridad impenetrable. Se volvió y distinguió las siluetas de Ash y Baracha emergiendo del hueco de la trampilla. Ellos tampoco hicieron ningún ruido.

Nico les hizo una señal para que se apartaran. Los maestros se agacharon cada uno a un lado del hueco y la exigua luz retornó al desván.

«Venga —se apremió—, ¡Piensa!»

La telaraña se agitó y Nico sólo tuvo tiempo para arquear la espalda bruscamente cuando una figura difusa se dejó caer a su derecha. Notó la caricia del aire en la cara; detectó un movimiento impreciso y arremetió con el cuchillo por delante. Pero sólo rajó un espacio vacío. Entonces sintió una punzada de dolor en la mejilla izquierda, y otra en la derecha.

Estaba lo suficientemente aturdido como para dejarse caer de culo. Encogido, se llevó la mano al rostro y la sangre se deslizó entre sus dedos.

—¡Aaay! —gimió.

Aléas apareció frente a él, iluminado por la débil luz. El muchacho se había cubierto de mugre la cara, de modo que sólo seguía blanca la franja de piel inmediatamente debajo de donde le nacía el cabello. Alguien chasqueó la lengua en otra parte del desván; Baracha había dado media vuelta y salía estrepitosamente escaleras abajo, como si llevara zuecos en los pies.

Ash esperó a que Nico se levantara. El muchacho lo encaró y no consiguió descifrar la expresión del rostro de su maestro.

El anciano tomó un sorbo de chee y se relamió.

—Sigue trabajando —masculló—. Cuando me acompañes en una misión, debes estar preparado.

Su túnica se arremolinó a su espalda cuando se dio la vuelta y desapareció por el hueco de la escalera del desván.

Aléas sacudió la cabeza en dirección a las heridas en la cara de Nico.

—Cúbrelas con cera de abeja —le aconsejó—. Así reducirás el tamaño de las cicatrices. Vamos, te ayudaré.

Por un momento, Nico sintió lo que era la soledad en la oscuridad bochornosa del desván. La sangre goteaba lentamente de sus dedos. Su mano derecha, temblorosa, buscó el apoyo firme y fresco de los listones de madera. Se arrastró por el suelo y sus piernas quedaron colgando del borde del hueco de la trampilla. Soltó una larga bocanada de aire y esperó a que el corazón dejara de aporrearle el pecho.

Capítulo 11

La hecatombe selectiva

La noche incubaba su propio bochorno. En el centro del Lago de las Aves la gabarra imperial se mecía suavemente, alejada de las luces de las ciudades que destellaban a lo largo de la costa. Hasta la embarcación llegaba el murmullo de la música que cruzaba las aguas tranquilas desde esas mismas ciudades, y los gritos y las risas y el ladrido de los perros.

Por su parte, el único ruido que tenía su origen en el propio barco eran los susurros de los esclavos y el sonido de un tambor que tenía el ritmo monótono de los latidos del corazón. A bordo se respiraba una atmósfera irreal y lóbrega. Los esclavos nathaleses lo notaban y se acurrucaban unos contra otros, aterrorizados, en el interior de sus jaulas junto a la borda. Por fin habían averiguado por qué los habían raptado y los habían arrancado de sus vidas cotidianas junto al Toin. Esa noche iba a ser la última que pasaban en cautividad.

A pesar del hedor que emanaba de los esclavos, el aire estaba impregnado del aroma acre del incienso de almizcle que llegaba desde la proa de la nave, donde se hallaban los dos sacerdotes, con los cuerpos desnudos y atendidos por sus asistentes personales. Su piel resplandecía a la luz de varios braseros y refulgía con la generosa capa de aceite que les habían aplicado los asistentes. Dos de los esclavos nathaleses ya yacían boca abajo en la popa de la embarcación. Un tercero por fin había dejado de gritar y estaba tendido sobre la cubierta, hecho un ovillo; si todavía vivo o ya muerto era algo que los sacerdotes no podían discernir.

Un miembro del cuerpo de acólitos hizo rápidamente una señal para que llevaran otro esclavo. La mayoría de los nathaleses cautivos protestaron y se encogieron en el fondo de la jaula mientras los guardias se abrían paso a puntapiés para agarrar con sus rudas manos a uno de ellos. Esta vez cogieron a una mujer de mediana edad, cuyo delicado vestido de seda estaba sucio y harapiento tras el largo cautiverio. La prisionera no opuso resistencia; ni siquiera pareció percatarse de lo que ocurría. A su lado, una muchacha pelirroja chillaba y aferraba el brazo de su compañera.

Un acólito apartó de una patada a la joven, que retrocedió espantada y gimoteando. Antes de sacar a la mayor de la jaula le arrancaron las joyas ostentosas del cuello y las arrojaron a sus pies, donde refulgieron junto a la cadena que le apresaba los tobillos. El resto de los cautivos observaba la acción con distintos grados de empatía, aunque entre ellos predominaba el alivio de no haber sido los escogidos; un sentimiento de vergüenza flotaba en el interior de la jaula y no se atrevían a mirarse a los ojos.

Sin embargo, la mujer no estaba tan desvalida como había parecido a primera vista y mientras los acólitos tiraban de ella por la cubierta se trastabilló, se liberó de sus garras y emprendió una repentina carrera arrastrando los pies hacia el borde más cercano del barco. Uno de los acólitos reaccionó y trató de retenerla, pero ya era demasiado tarde y la mujer saltó por la borda, se zambulló estrepitosamente en el agua y desapareció al instante, hundiéndose hacia una muerte inexorable por el peso de los grilletes en los tobillos.

La muchacha pelirroja gimió cuando vio que su madre desaparecía por la borda. El ruido que surgía de la garganta de Rianna era lastimoso e inhumano, pero ésas eran las únicas emociones que conservaba.

Ni siquiera se dio cuenta de que sus manos temblorosas asían mechones de su cabellera y tiraban de ellos como queriendo arrancarlos de su ensangrentado cuero cabelludo. Su mente se había escindido del mundo físico, aunque todavía era capaz de pensar, a su manera. Pensaba: «Ahora mi madre está muerta y mi padre está muerto y mi queridísimo Marth está muerto y yo estoy muerta y todo, todo, todo está muerto.»

«¡Oh, por Eres!», imploró mentalmente, vencida por la repentina imagen de su madre intentando respirar infructuosamente en las profundidades tenebrosas y gélidas. «¡Oh, madre! ¡Oh, mi querida madre...!»

Para borrar de la mente esa espantosa escena empezó a darse cabezazos contra los barrotes de la jaula. A su lado, una mujer trató de consolarla pasándole un brazo por los hombros. De su boca salían murmullos tranquilizadores mientras iba aumentando la fuerza de su abrazo, como queriendo detener el traqueteo que el miedo provocaba en ambas.

«Haz tú lo mismo —le decía una voz a Rianna en alguna parte de su cerebro—. Lánzate al agua en cuanto te saquen de la jaula.»

«No —replicó otra voz—, no mereces una muerte digna. Todos han muerto por tu culpa... porque miraste desafiante a ese joven sacerdote y le provocaste para que te deseara.»

—¡Madre! —gritó a pleno pulmón, y todo en su interior se resquebrajó. Tenía que salir de aquella pesadilla. Tenía que despertar y huir de regreso al mundo que reconocía como propio.

De algún modo le fue concedido su deseo, pues perdió el conocimiento y se sumió en una plácida tiniebla.

Cuando volvió en sí seguía acurrucada contra los barrotes, rodeada del resto de los prisioneros, y el choque con la espantosa realidad le cortó la respiración. Trató de coger aire y recuperar el aliento.

Podría haberse derrumbado entonces y haber perdido la cabeza definitivamente de no ser porque se percató de que estaba agarrando algo que llevaba colgado del cuello.

Inconscientemente utilizó la otra mano para abrirse el puño blanquecino, bajó la mirada hacia el objeto que aferraba y vio el sello. Lo contempló perpleja; nunca se había fijado en él hasta entonces. Era el sello que su padre, siempre tan preocupado por la seguridad de su familia, le había regalado por su decimosexto cumpleaños.

Rianna se había horrorizado cuando su padre la había obligado a llevarlo puesto, pues era un objeto tan desagradable para la vista como para el tacto. Pero más aún la había espantado despertarse en mitad de la noche que lo recibió y descubrir que estaba vivo y respiraba pegado a su pecho.

Sin embargo, su padre fue categórico. «Soy el sumo sacerdote de esta ciudad, hija —le recordó—, A mucha gente le gustaría verme muerto, y si no consiguen llegar hasta mí, podrían intentarlo con mi familia. Siempre debes llevarlo encima, aunque sólo sea por tu propia seguridad.»

Rianna había discutido con él y se había quejado de lo feo que era, y, chillando, le había espetado que no era justo, porque si él no tenía que llevar uno... ni su madre, ¿por qué ella sí? Pero ni aun así le había hecho cambiar de opinión. «La orden de Mann no me permite llevar un objeto de estas características. Sería interpretado como un síntoma de debilidad», y había esperado junto a la cama de Rianna hasta que las lágrimas de ella se secaron.

«Cuida de él —le advirtió su padre—. Ahora está ligado a ti... y si muere, también tú morirás.»

La idea de que una cosa tan horripilante estuviera eternamente vinculada a ella la había dejado petrificada. Finalmente, a regañadientes, había accedido a no quitárselo jamás, aunque siempre intentaba esconderlo debajo de la ropa. Eso enfurecía a su padre, que le gruñía que si lo llevaba oculto, anulaba totalmente su poder de disuasión.

«Pero ¿este talismán detendría a los sacerdotes de Q'os?», se preguntó ahora Rianna, con el sello palpitando en su mano como un ser vivo. Un sello era un sello, ¿no? Sin duda, incluso esos sacerdotes de Mann tendrían que pagar por su muerte como una persona cualquiera.

Se dio cuenta de que disponía de una oportunidad de supervivencia y se sintió terriblemente culpable de pensar algo así.

Pero ¿y si se lo arrancaba y lo dejaba caer en la cubierta disimuladamente? No había por qué llevar colgado el sello para que advirtiera la muerte de su poseedor; estaba conectado a ella, así que no importaba la distancia que los separase. ¿Y si lo escondía y dejaba que acabaran con ella? ¿Y si ella tuviera el aplomo suficiente para hacer algo así? Si le arrebataban la vida se desencadenaría una
vendetta
y aquellos seres abominables tendrían que pagar por la muerte de sus seres queridos.

Rianna gimoteó con estridencia; dudaba poseer el valor que exigía un sacrificio así.

De repente, el abanico de posibilidades que se desplegaba ante ella casi era peor que la desesperanza que la había atenazado hasta entonces. La indecisión la paralizó al borde de la locura.

Pero entonces fueron a buscarla.

—¡Silencio! —espetó el acólito enmascarado que arrastraba a Rianna por el suelo hacia el extremo de la cubierta.

—¡Espera!—gritó Rianna—, Estoy protegida, ¿lo ves?

Pero el acólito no vio nada, pues a la oscuridad intensa se sumaba el ánimo exaltado del soldado, embriagado del fervor que flotaba en el aire. El acólito la arrojó contra los tablones junto a uno de los enormes braseros y Rianna vio el destello de un cuchillo que se dirigía hacia ella.

El hombre deslizó la hoja por la espalda de la joven y le rajó el vestido desde el cuello hasta la cintura. Luego contuvo el forcejeo de Rianna apretándole una rodilla entre los omoplatos, lo que le provocó un dolor atroz, mientras otro acólito se acercaba con un tarro de vidrio transparente con algo en su interior. El recién llegado se agachó junto a la cara de Rianna y le mostró el contenido del bote: era una especie de gusano, gordo y de un asqueroso color blanco, que se retorcía intentando escabullirse de su celda de cristal.

—¡Espera! —insistió cuando el acólito abrió el tarro y lo acercó por el lado abierto a su espalda desnuda.

Entonces, Rianna maldijo a su padre, lo maldijo con toda la rabia que aún le restaba por haber mezclado a su familia con aquella gente y su obscena religión. ¿En qué estaría pensando cuando lo hizo? ¿Qué atrocidades como aquélla habría cometido él mismo en el nombre de Mann?

Rianna chillaba; el dolor superaba los límites de lo soportable. Pero peor, mucho peor, era la sensación del gusano perforándole el cuerpo y abriéndose paso por su interior.

Los acólitos aflojaron la presión que ejercían sobre ella y Rianna se incorporó violentamente y se hurgó la herida de la espalda, buscando al intruso.

Entonces ocurrió algo inesperado: le abandonaron las fuerzas de las extremidades. Se derrumbó de nuevo sobre la cubierta, junto a los tres esclavos que ya yacían allí, jadeando inútilmente y con los ojos en blanco. No podía moverse ni hablar, y sólo pudo asistir como mera espectadora a lo que ocurrió a continuación.

Trajeron otro grupo de esclavos y les aplicaron un gusano a cada uno por turnos. Enseguida hubo sobre la cubierta una docena de cautivos despatarrados y paralizados. La sensación de pánico que impregnaba la atmósfera del barco crecía a medida que se aceleraba poco a poco el tempo del tambor. Los dos sacerdotes observaban los cuerpos amontonados de sus víctimas con los ojos rebosantes de una excitación lasciva. Conversaban apaciblemente mientras se acariciaban sus propios cuerpos, y de vez en cuando aspiraban profundamente los vapores que emanaban de un cuenco con algún tipo de líquido narcótico, sobre cuya superficie reverbera el reflejo de las exquisitas cadenitas de oro que les adornaban los rostros.

Todo empezó con el asesinato de un esclavo, un anciano con cataratas en los ojos; los pechos secos y caídos de la sacerdotisa desnuda se menearon cuando se inclinó sobre él y le hundió el cuchillo.

La intensidad de la atmósfera aumentó abruptamente. Era como si la sacerdotisa hubiera perforado con su cuchillo algo más que una barrera física, como si también hubiera abierto una brecha en un muro supraterrenal: una especie de membrana que se extendía sobre todos los seres vivos y que impedía que el común de los mortales viera una realidad exterior e ilimitada vetada a la humanidad. Los gritos del viejo moribundo desgarraron el aire nocturno. Los esclavos paralizados contemplaron el destino que les aguardaba, tumbados sobre la cubierta, temblorosos, mientras en los labios se les acumulaba espuma ensangrentada. Sin embargo, la muerte sólo era el primer acto.

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