El Extraño (26 page)

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Authors: Col Buchanan

La anciana se volvió e intercambió unas palabras con el sacerdote joven, Kirkus, que permanecía de pie, temblando y con el cuchillo entre las manos ensangrentadas. La sacerdotisa desvió violentamente su mirada hacia una muchacha que yacía a la izquierda de Rianna y la fulminó con los ojos.

—Arriba —dijo la vieja sacerdotisa, acompañando la orden con un gesto con la cabeza.

De repente la joven recuperó la movilidad. Se puso en pie... y entonces, inopinadamente, salió disparada hacia la borda.

—¡Alto! —espetó la vieja bruja.

La muchacha se derrumbó sobre las rodillas, con las piernas súbitamente dobladas como dos pesos muertos.

—Venga, ahora inténtalo tú —dijo la sacerdotisa a su nieto.

Kirkus fijó la atención en un hombre gordo que todavía llevaba puesto su delantal ensangrentado de carnicero.

—¡Acércate! —le ordenó.

El carnicero se incorporó rezongando. Echó un vistazo a la borda más lejana y luego se volvió a Kirkus antes de levantarse desmañadamente; soltó un gruñido que le brotó de las profundidades de la garganta y se abalanzó sobre el sacerdote con una velocidad asombrosa para su volumen.

—¡Alto! —ordenó Kirkus, pero el hombre ya lo tenía agarrado por el cuello cuando se le doblaron las rodillas y arrastró a Kirkus en su caída.

—Concéntrate, idiota —le reprendió la anciana a su lado.

Kirkus jadeaba y se afanaba para liberarse del carnicero.

—¡Quieto! —espetó la sacerdotisa.

El obeso carnicero soltó a su nieto y se arrodilló con las palmas de las manos pegadas a la cubierta, rugiendo desafiante, con la nariz pegada a los listones de madera del suelo.

—Sospecho que éste fue soldado en otro tiempo —comentó la anciana.

—Ya sé —respondió Kirkus irritado, masajeándose el cuello dolorido—. Tiene un tatuaje ahí, en la parte superior del brazo.

—¡Ajá!—exclamó su abuela—. De la marina nathalesa.

La anciana se deslizó hasta la espalda del viejo veterano de guerra. Le hundió las garras a ambos lados de la cabeza y tiró de ella hacia atrás para enderezarle el cuerpo.

—Sácate los ojos —le susurró al oído.

El carnicero escupió palabras iracundas. Aun así sus manos se levantaron automáticamente hacia su rostro, temblando, enzarzadas en una lucha interna contra su voluntad, pero ésta no pudo detenerlas y los dedos se hundieron en sus órbitas y se arrancó los ojos.

Soltó un balbuceo bronco, pero, por increíble que parezca, no gritó cuando sus globos oculares se desprendieron como dos diminutos huevos duros de sus órbitas y le quedaron colgando sobre las mejillas.

—Parece más un cerdo cebado para una matanza que otra cosa —observó la sacerdotisa, permitiendo que se derrumbara de nuevo sobre la cubierta.

Kirkus se regaló otra sonora inhalación del cuenco con narcóticos. La anciana se acercó a él y le acarició la barriga.

Rianna observaba con los ojos como platos, gritando mentalmente.

—Haz lo que te apetezca —le dijo la bruja con voz ronca—. Esta noche tienes que deshacerte de todos esos escrúpulos que todavía te rondan.

El joven sacerdote vaciló. Examinó por un momento a los esclavos dispuestos sobre la cubierta y se volvió para aspirar otra ráfaga de vapor del cuenco humeante.

—Tómate todo el tiempo que quieras —le sugirió la vieja bruja—. Tenemos toda la noche. Como ya te he dicho, haz lo que te apetezca.

Sus ojos se posaron en Rianna, y ella intentó desviar la mirada en otra dirección, pero su cuerpo ya no le pertenecía: no podía mantener los ojos cerrados más tiempo de lo que duraba un parpadeo.

Kirkus entregó el cuenco a la sacerdotisa y se dirigió hacia Rianna. La joven no podía emitir ningún sonido.

Unas manos ansiosas la despojaron de los restos harapientos de su vestido. Kirkus contempló con el gesto contraído el contorno curvo de los senos pálidos de Rianna y sus pezones endurecidos por el miedo. Entre sus pechos seguía palpitando el sello. Kirkus fijó la vista en él, primero desconcertado, pero rápidamente le llegó la comprensión serena.

Abrió la boca descubriendo los dientes y dirigió su dentadura hacia la joven. Al principio, Rianna pensó que Kirkus intentaba morderla; sin embargo, lo que hizo el sacerdote fue arrancarle el sello de un bocado colérico y escupirlo a las llamas del brasero.

—¡La carne es fuerte! —le musitó en el rostro de una manera obscena el joven sacerdote.

Pero para entonces Rianna ya estaba agonizando.

Capítulo 12

Vendetta

¿A dónde vamos? —inquirió Nico, siguiendo apresuradamente a Ash hasta el interior del ala oeste del monasterio, luego por el corredor principal con revestimientos de madera de tiq y finalmente por la escalera que descendía hasta un sótano poco iluminado donde había almacenados toneles, cajas y toda clase de trastos.

Ash se deslizó silenciosamente hasta el centro del suelo entarimado; una sombra alargada salía proyectada de su figura a la luz de la lámpara solitaria que pendía del techo. Nico se detuvo junto a él y bajó la vista a sus pies, siguiendo la mirada de su maestro.

El anciano sacó del interior de su túnica una llave tan delgada como un clavo y con diminutos dientes en un extremo, y se agachó para introducirla en un agujero en el suelo que Nico fue incapaz de atisbar. Se oyó el ruido de la llave girando en la cerradura, luego un clic e inmediatamente Ash levantaba la portezuela de una trampilla que ocultaba una escalera de piedra y de la que emanó una ráfaga de aire rancio. Bajaron en silencio.

Doce escalones después aparecieron en un túnel húmedo y de techo bajo y enfilaron hacia una fuente de luz situada en el otro extremo del pasillo.

—Llamamos a este lugar la cámara de vigilancia —le explicó Ash con voz queda mientras saludaba con un movimiento de la cabeza a los dos roshuns de largas melenas arrodillados espalda contra espalda en el centro de la estancia profusamente iluminada en la que desembocaba el túnel.

Encima de ellos se extendía un techo abovedado de yeso blanco, atravesado por alguna que otra raíz que oscilaba en el aire como extraviada en una atmósfera cargada de humo. El techo se asentaba sobre las paredes también enyesadas de una cámara circular, del mismo color blanco deslucido por la humedad.

Multitud de lámparas iluminaban las paredes, salpicadas por hileras de centenares y centenares de hornacinas diminutas e idénticas. En el interior de muchas de ellas Nico distinguió las familiares figuras oscuras de los sellos, cada uno colgado de un gancho. Se contaban por miles.

En cualquier otro momento, aquello podría haber supuesto un episodio cargado de solemnidad, sepultado en las profundidades de la tierra y rodeado por la multitud incontable de sellos. Pero, por el contrario, resultaba una experiencia espeluznante y surrealista debido al hecho de que los sellos se movían. Nico los miró con detenimiento y, aunque al principio le costó un poco —como si su mente se negara a verlos como lo que realmente eran—, de repente el cuadro apareció con toda nitidez ante sus ojos y el joven aprendiz de roshun reparó en su respiración constante: se hinchaban y se deshinchaban unas cinco veces por minuto, como si fueran diminutos pulmones de cuero.

Todos menos uno.

Avanzaron hacia él. Nico oía el ruido bronco de su propia respiración mientras el zumbido quedo de la voz de Ash iba explicándole que el sello había muerto durante la noche y que él esperaba que se tratara de una muerte accidental o natural y no de un asesinato que requiriera una
vendetta
. Ash arrancó el sello de su gancho y abandonó la cámara de vigilancia con Nico corriendo tras él.

Salieron del monasterio a un raudo trote.

—¿Adónde vamos? —preguntó Nico, cuando giraron para tomar un sendero que ascendía por el fondo del valle.

—A ver a un hombre —le respondió Ash por encima del hombro—. Un hombre a quien debía haberte llevado a visitar hace mucho tiempo.

—¿Y por qué no lo hizo?

El anciano saltó por encima de un pequeño montículo de piedras y siguió caminando sin responderle. Nico trepó por las piedras y apretó el paso para alcanzarlo por la hierba seca que se le enredaba en las piernas.

—¿Quién es ese hombre? —gritó.

—El Vidente, Él nos leerá el sello y nos dirá lo que ocurrió durante la noche.

—Entonces es cierto, ¿no? —dijo Nico, resollando—. Eso que comentan los otros aprendices de que es un taumaturgo, ¿verdad?

—No. El Vidente únicamente posee una sabiduría que le permite adquirir conocimientos más sutiles que el resto de nosotros. Mediante la técnica y su fabulosa capacidad para la quietud puede hacer cosas que los demás sólo consiguen, si es que alguna vez lo hacen, por casualidad.

—No lo entiendo. —Ya lo sé.

Siguieron el cauce del arroyo un rato y luego torcieron para alejarse de él y adentrarse en un terreno pantanoso en el que se les hundían los pies calzados con sandalias. Ash caminaba sin esfuerzo aparente, como si simplemente estuviera dando un paseo vespertino. Nico, por su parte, ya estaba sudando.

—El Vidente es el miembro más valioso de nuestra orden, muchacho. No olvides esto cuando lo conozcas. Nuestras tradiciones, nuestra historia, todo se ha transmitido a través del linaje de los videntes; sin un Vidente estaríamos ciegos, desorientados. Sólo él puede leer el corazón de los sellos y comunicarnos su mensaje. También puede leer el corazón de un novicio y juzgar si es digno. En cierta manera, eso es lo que hará contigo.

—¿Va a juzgarme?

—Tú no te enterarás. Se concentrará sobre todo en el sello.

—Sigo pensando que todo esto me suena a lo que hace un taumaturgo.

—Muchacho, los milagros no existen. Lo que hace el Vidente es totalmente natural.

—Una vez vi a un hombre en el bazar de Bar-Khos que se mantenía erguido boca abajo haciendo equilibrio con los labios. Podía hacer una especie de flexiones simplemente frunciendo los labios en el suelo. Si eso no es un milagro, ya me dirá usted qué lo es.

Ash sacudió la cabeza con desdén.

—El Vidente es lo que vosotros los mercianos llamáis un... prodigio. No siempre fueron así, me refiero a nuestros videntes, pero éste en particular... es un hombre que atesora tanta sabiduría como intuición. Cuando llegamos aquí, al Midéres, oyó hablar de Zanzahar y de los numerosos productos que importaban de las Islas del Cielo. Viajó a la ciudad para examinar todos esos productos, si bien no siempre quedaba claro cuál era el propósito de muchos de ellos. Por ejemplo, las semillas de mali; las venden en la ciudad como exóticos amuletos capaces de crear vínculos con sus portadores. En cierto modo almacenan las vivencias de las personas, de modo que si sus portadores ponen en práctica determinadas técnicas, pueden revivir a su antojo esas experiencias en sueños. El Vidente fue quien descubrió cómo bisecar esas semillas para obtener dos gemelos que pudiéramos utilizar para nuestro fin. En ese sentido fue él quien inventó los sellos.

—Entonces, ¿antes cómo se llevaban a cabo las
vendettas
?

—Era una tarea ardua. —Ash echó un vistazo atrás en dirección a su aprendiz. Sus facciones oscuras irradiaban un brillo, una vitalidad renovada—. Tus heridas han cicatrizado bien —observó.

—Sí —convino Nico.

Era cierto. Al final, las heridas infligidas por Aléas no habían sido más que unos cortecitos. Ni siquiera había necesitado puntos. Nico sólo les había administrado un poco de cera de abeja, como le había sugerido el propio Aléas, con lo cual las heridas no se le habían amoratado sino que se habían mantenido sonrosadas y limpias unos días hasta que finalmente las había cubierto una costra con la consiguiente molestia de la constate picazón, pero poco más. Y cuando había visto su reflejo a contraluz en el cristal de una ventana de la cocina, incluso le había complacido en cierta manera su aspecto, pues las pequeñas cicatrices le hacían parecer mayor.

El Vidente vivía solo en una pequeña ermita en las profundidades del valle; la construcción se levantaba sobre una loma cubierta de hierba en el recodo de un arroyo espumoso que discurría entre rocas matizadas de verde por las algas. El costado de la ermita azotado por el viento estaba protegido por un puñado de jupes nudosos en flor, a los que se sumaba un enorme sauce llorón cuyas hojas se hundían en el agua y bregaban con la corriente. La ermita en sí era poco más que una choza, con un vano rectangular en la pared frente al arroyo que hacía las veces de ventana y puerta.

—No olvides lo que te he dicho —le recordó Ash cuando se aproximaban a la ermita.

Nico siguió a su maestro al interior. Por un momento, a la luz vaporosa del sol que se filtraba por la puerta a su espalda, Nico se preguntó si no se habrían equivocado de lugar.

El Vidente estaba sentado con las piernas cruzadas en el centro de la minúscula choza, sobre una estera de juncos, de cara a la puerta y con los ojos entrecerrados. Era un hombre entrado en años y esquelético, con sus ojos de párpados caídos cubiertos por una película blancuzca y con la piel del color de una pieza de fruta expuesta demasiado tiempo al sol. Era evidente que también procedía de la remota patria de Ash, y su piel oscura contrastaba marcadamente con los abundantes pelos blancos que asomaban por los orificios de su nariz y oídos. Tenía la cabeza rasurada. Los lóbulos de sus orejas, mutilados según el rito, le colgaban hasta los hombros de una manera nunca antes vista por Nico.

El joven aprendiz se volvió boquiabierto a Ash y le sorprendió encontrarlo arrodillado en el suelo. El maestro le hizo un gesto con la cabeza para que se sentara a su lado.

El ermitaño miró fijamente a Nico en silencio, como si contemplara algo que en realidad no estaba, de una manera que le recordó a uno de los gatos de su madre. Luego parpadeó muy despacio y tensó los labios para esbozar una sonrisa que dejó al descubierto sus encías desdentadas. Inclinó una vez la cabeza a modo de saludo, al parecer complacido de ver al muchacho, o por lo menos divertido de tenerlo enfrente.

Su rostro adquirió un gesto serio cuando se volvió a Ash, quien, sin que mediara palabra alguna, depositó el sello muerto en las manos temblorosas del Vidente.

Ash y Nico aguardaron expectantes. El Vidente recitó algo en su lengua con voz quejumbrosa y su canto se propagó por el aire de la ermita. Se rascó la túnica infestada de piojos. Al cabo guardó silencio, sentado totalmente inmóvil y con los ojos cerrados. De vez en cuando una mosca se posaba en su cabeza salpicada de las habituales manchas de la senectud. La escena parecía una de las primeras clases prácticas que Nico había recibido abordo del
Halcón
y que le habían resultado imposibles de seguir, ya que los dolores que le sobrevenían se convertían en una agonía. De hecho, ahora trató de sumergirse en la meditación, pero fue inútil, pues le pudo la impaciencia por saber qué iba a ocurrir a continuación. Con aire ausente, se mordisqueaba el labio y paseaba la vista por la madera con humedades de la pared de enfrente.

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