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Authors: Col Buchanan

El Extraño (48 page)

Si no se le había hecho tarde, Nico ascendía a la cumbre de la montaña más cercana sin importarle el hambre, el cansancio ni el dolor de pies, preguntándose si su padre alguna vez habría pisado el terreno por el que avanzaba cuando salía de caza o durante alguna de sus excursiones solitarias. Cuando coronaba el pico, se dejaba caer en el suelo junto a
Boon
—, resollando penosamente y embriagándose con las vistas de la vasta extensión de tierra a sus pies y el distante azul verdoso del mar. El salitre impregnaba el aire que corría allí arriba y que Nico aspiraba a bocanadas. Se le erizaba el vello con las suaves ráfagas de viento. Se sentía en paz con el mundo. Su vida encajaba en un contexto auténtico y sus problemas se le figuraban una nimiedad; se daba cuenta de que nada importaba de verdad, ni sus miedos ni sus inseguridades, ni sus esperanzas ni sus anhelos. Todo era pasajero y estaba en continuo movimiento, sólo parecía existir el momento presente, la conciencia de vivir en un instante concreto. Entonces miraba a
Boon
a los ojos y se daba cuenta de que el perro ya conocía ese estado del espíritu y envidiaba la simplicidad de su existencia.

—¡Eh! ¡Hola!

Al oír la voz Nico regresó de sus evocaciones y abrió los ojos. Poco a poco comenzó a distinguir los colores; en un principio únicamente vio una silueta verde que se levantaba delante de él recortada contra el cielo. Estiró el cuello y se protegió con la mano los ojos del sol.

Era Serése, con los brazos en jarras y el ceño fruncido.

—Me has quitado el sitio —espetó antes de que Nico pudiera hablar.

—¿Qué? —inquirió el muchacho, incorporándose.

—Que me has quitado el sitio —repitió Serése.

Nico esbozó una sonrisa, desconcertado, y paseó la mirada por los borrachos y los drogadictos diseminados por el pequeño parque.

—Ya entiendo. Vienes a menudo por aquí, ¿verdad?

Serése se sentó junto a él y lo empujó a un lado para tener más espacio junto al tronco del árbol. Nico notó el cálido cuerpo de la joven apretado contra el suyo y sintió un estremecimiento que le recorrió la espalda de arriba abajo.

—Nuestra pensión está aquí cerca —explicó Serése—. Mi padre se negó en redondo a que me quedara en el cuchitril de los muelles donde han estado alojados él y Aléas estos días, así que nos hemos trasladado a una pensión mejor. Ellos han regresado a la habitación para descansar y discutir el plan. A mí no se me ocurre nada más tedioso; preferí salir a dar un paseo y buscar un sitio donde sentarme al sol. —Miró en torno a sí, con la nariz arrugada—. Y me temo que eso es todo.

Sacó un cigarrillo marrón liado a mano del bolsillo y encendió una cerilla para prender la punta. Le dio una calada y soltó una bocanada de humo; el olor a hazii asaltó las fosas nasales de Nico.

—¿Fumas? —preguntó Serése, ofreciéndole el cigarrillo.

La madre de Nico afirmaba que el hazii era perjudicial para los pulmones, peor aún que la grindelia.Y debía ser cierto, porque ella misma sufría unos accesos de tos que parecía que iban a acabar con su vida después de una noche filmándolo. Nico estuvo a punto de declinar la invitación, pero entonces se dijo que por qué no y lo cogió con cautela. Aspiró un hilito de humo que le llegó hasta los pulmones y devolvió tosiendo el cigarrillo a Serése.

—¿He interrumpido algo? —preguntó la muchacha ante el silencio de Nico, que todavía no había regresado por completo de las colinas de Khos.

—No, sólo me había puesto a recordar.

—Bueno, pues en ese caso no te molesto más. —Se puso en pie con un solo movimiento elegante, como si fuera un gran gato.

—Por mí no te vayas —repuso rápidamente Nico.

Serése alargó la mano hacia el chico.

—Estaba tomándote el pelo. Si vamos a pasar la tarde juntos, preferiría no hacerlo aquí.

Nico no podía estar más de acuerdo, así que aceptó su mano y dejó que tirara de él para levantarlo.

—¿Y adonde sugieres que vayamos? —preguntó, todavía las manos de ambos entrelazadas.

Ella se encogió de hombros.

—Caminemos un rato.

Le soltó la mano y le tomó del brazo. El aire empezaba a soplar frío a medida que el sol se escondía tras los edificios de los alrededores. Por todas partes los envolvía el trajín de los peatones que recorrían apresuradamente las calles arriba y abajo; los esclavos con los cuellos apresados por los grilletes de hierro acarreaban pesadas cargas que mantenían en equilibrio sobre sus cabezas. Pasaron por delante de varios restaurantes cuyas puertas abiertas despedían aroma a comida.

—¿Tienes hambre? —le preguntó Nico, aunque él mismo no sentía ningún apetito.

Serése meneó la cabeza y su melena oscura se contoneó sobre sus hombros.

—Necesito un poco de aire fresco. ¿A veces no te gusta simplemente caminar?

—Por supuesto —respondió Nico al punto.

Serése le pasó otra vez el cigarrillo de hazii y en esta ocasión Nico le dio una buena calada.

—Parece que después de todo Aléas y tú os habéis hecho buenos amigos.

—Supongo. Aunque no es que Baracha... es decir, tu padre, lo apruebe del todo.

—Claro que no. Eres el aprendiz de Ash.

Nico se volvió a la muchacha con una mirada inquisitiva. Ella se encogió de hombros.

—El maestro Ash es el mejor roshun de la orden —reveló Serése—, y todo el mundo lo sabe. A veces eso molesta a mi padre, pues siempre ha albergado el deseo malsano de convertirse en el mejor. No soporta que no sea así. Pero no se lo tengas en cuenta. Mi madre me contó cosas sobre su infancia y sobre mi abuelo, que al parecer era un hombre violento y autoritario, además de estrecho de miras. Humillaba a su hijo a la menor ocasión y hasta el día que murió no le demostró otro sentimiento que no fuera desprecio. Eso modeló el carácter de mi padre, y no puede hacer nada para remediarlo.

Nico reflexionó un instante y trató de cotejar esa descripción con el alhazií autoritario que él había conocido.

Pasaron por delante de las cafeterías de las calles laterales, donde las conversaciones de los clientes se desarrollaban en un tono cada vez más enérgico y escandaloso. Las sombras empezaban a alargarse.

—En cierta manera a mi madre le ocurre lo mismo —dijo Nico tras un silencio—. Algo que le ocurrió en el pasado sigue perfilando su carácter.

—¿También sus padres?

—No. Mi padre.

Serése dijo algo, pero Nico no lo oyó. Su paso brioso fue debilitándose hasta que finalmente se detuvo en seco.

Justo delante de ellos algo rodaba por el suelo y Nico se quedó mirándolo con gesto sorprendido. Era una semilla de cicado; su verdor lozano contrastaba con el gris apagado de los adoquines. Alrededor de la semilla se extendía un manto de hojas quebradas y pisoteadas entre las que se atisbaban varias semillas similares, aunque de un tamaño menor del habitual. Nico alzó la vista y observó uno a uno los pisos del edificio junto al que caminaban. Por el filo del lejano tejado asomaban las ramas de un árbol.

Serése siguió su mirada.

—Un jardín de azotea —explicó la muchacha—. A la gente rica le gusta tener uno. —Frunció fugazmente los labios—. Vamos —añadió, escabulléndose por un callejón que se extendía por un flanco del edificio.

Nico salió tras ellas y Serése se detuvo bajo una escalera fijada al enladrillado de la fachada: una salida contra incendios a la que se accedía desde una ventana en cada planta del edificio y que llegaba al tejado. Nico comprendió qué se proponía la muchacha y la excitación se apoderó de él.

Serése se encaramó a sus hombros para tomar impulso. A Nico se le dibujó una sonrisa; le temblaban las piernas bajo el peso de la muchacha, que flexionó las rodillas y dio un salto para aferrarse al primer peldaño de la escalera de madera; se impulsó hacia arriba y Nico se quedó admirando su figura ágil mientras ella tiraba del seguro que mantenía la escalera plegada.

La escalera corredera se abrió con estrépito y aterrizó justo a los pies de Nico.

—¿A qué esperas ahí boquiabierto? —le preguntó, jadeando.

El jardín de la azotea era pequeño, pero estaba bien cuidado. Una mano esmerada le había permitido desarrollarse con naturalidad sin llegar al punto de parecer un mero pedazo de selva. Hileras de árboles enanos plantados en tiestos de barro y espesos arbustos en arriates con la superficie cubierta de diminutas astillas definían su contorno, mientras que en el espacio interior crecía la hierba con total libertad, salpicada de flores azules y amarillas. Justo en el centro había una pequeña fuente. Sus aguas discurrían por un cauce artificial, construido con piedras lisas pero irregulares que pretendían darle la apariencia de un minúsculo arroyo de montaña.

Nico y Serése admiraron aquel reducto de naturaleza casi salvaje aislado por completo de los edificios de los alrededores; tenían la sensación de encontrarse en cualquier sitio menos en las entrañas de la metrópoli más grande del orbe. Al fondo del terrado había una caseta con una puerta, sin duda un acceso a la escalera del edificio. Serése intentó abrirla, pero descubrió complacida que estaba cerrada con llave. Se sentaron en un banco junto al arroyo y disfrutaron en silencio del regalo del jardín secreto. Hasta allí arriba el runrún de la ciudad llegaba como un zumbido apenas audible.

Serése encendió otro cigarrillo de hazii y arrojó una bocanada de humo a la luz mortecina.

—Estuviste muy bien —dijo la muchacha—. Me refiero a anoche.

Lo ocurrido la noche anterior era un tema que todavía no había mencionado ninguno de los dos.

—¿De verdad lo crees? Estaba tan asustado que me quedé paralizado por el miedo.

—¿Y? No fuiste el único. Sin embargo, hiciste lo que tenías que hacer. Demostraste tu valentía.

Nico contempló con detenimiento a la muchacha sentada a su lado, mirándola como era debido y despojado de todo atisbo de timidez y formalidad. De repente reparó en algo que se escondía tras aquella máscara luminosa y bella. Serése tenía los nervios a flor de piel y reclamaba a gritos que alguien aliviara su soledad.

La muchacha dio otra calada profunda al cigarrillo y lo pasó a Nico.

—¿Valentía? —repitió el muchacho como si fuera la primera vez en su vida que pronunciaba la palabra.

El rostro del hombre que había matado se apareció fugazmente delante de él: su mirada resuelta hasta el mismo instante que Nico lo alcanzó con su acero, cuando adquirió un gesto de sorpresa que fue tornándose progresivamente en la mirada de un hombre que comprende que va a morir.

—No, no fue la valentía precisamente lo que me empujó a hundir la espada en el estómago de aquel hombre. Fue el miedo. No quería morir allí. No quería que me matara. De modo que yo lo maté antes.

Le sorprendió hablar con tanta franqueza de sus sentimientos más íntimos. Se preguntó si habría cambiado algo en su interior, si habría madurado desde la noche anterior. Tal vez sólo se trataba de los efectos desinhibidores del cigarrillo de hazii.

—Es curioso —continuó reflexionando en voz alta Nico—, Desde que me marché de Khos me he dado cuenta de unas cuantas cosas. Por ejemplo sobre mi padre. Fue el hombre más valiente que he conocido jamás, aunque en su momento no fui capaz de comprenderlo. Creo que en lo más profundo de mi interior, después de que lo abandonara todo y huyera, albergaba el temor de que en realidad fuera un cobarde. Cuando era más joven, tenía esos conceptos de valentía, del valor en el campo de batalla y de todas esas cosas que se cuentan en las historias, por supuesto. Pero ahora me hago una idea de lo que debió de pasar mi padre cada uno de los días que vivió bajo las murallas, y me pregunto cómo fue capaz de aguantar tanto tiempo de esa manera, levantándose todas las mañanas consciente del día que lo esperaba. Ahora entiendo por qué eligió cambiar de vida y alejarse de todo eso sin detenerse un momento a reflexionar sobre lo que podía depararle el futuro. Me conformaría con haber heredado la mitad de su entereza.

Nico dirigió la vista al cigarrillo que sujetaba entre los dedos; se había olvidado por completo de él y se había apagado. Se lo devolvió a Serése. La cabeza le daba vueltas.

—La valentía es algo de lo que no sé mucho, Serése... Desconozco de qué se trata. Cuando estoy en apuros, lo que siento sobre todo es miedo.

Serése prendió de nuevo el cigarrillo liado a mano. Estaba sentada con la barbilla apoyada sobre un puño.

—Te entiendo —repuso con voz queda—. Anoche también fue mi primera vez. Creo que tampoco lo estoy llevando demasiado bien.

De repente, sus ojos se abrieron alarmados. Una sombra atrajo sus miradas hacia el cielo y vislumbraron un agente volador que pasaba por encima de ellos y remontaba el vuelo con sus alas de murciélago negras, impelido por las corrientes de aire caliente que se deslizaban sobre la ciudad. Un escalofrío sacudió el cuerpo de Serése.

—¿Estás bien?

—Sí —le tranquilizó, aunque el tono de su voz delataba su zozobra.

«Distráela», le sugirió una voz en su interior.

—Cuéntame algo de ti, Serése.

—¿Qué quieres saber?

—No sé... ¿Por qué no me hablas de tu madre?

Sacar ese tema fue un error, lo vio inmediatamente en los ojos de la muchacha. Aun así, ella hizo un esfuerzo.

—Mi madre murió hace algunos años. Así fue como me reuní :: n mi padre; apareció cuando mi madre enfermó. Vino a vernos t Minos y cuando ella falleció, me llevó con él a Cheem. Me quedé allí, en las montañas, con todos esos hombres entrenándose r ara convertirse en asesinos, hasta que cumplí los dieciséis.

—¿Nunca te planteaste seguir los pasos de tu padre?

—¿Yo? ¿Convertirme en roshun? No, odiaría llevar ese tipo de vida.

—¿Y cómo llegaste aquí?

Serése sonrió, si bien en su sonrisa torcida no había ni pizca Je regocijo.

—Acabé harta de todo aquello, estaba volviéndome loca. Intenté huir un par de veces. En una ocasión me enamoré y eso causó una gran conmoción en el monasterio. Entonces, el anciano Osho me propuso mudarme a Q'os. La agente destinada aquí empezaba a tener problemas de salud y necesitaba una ayudante. Así que no desaproveché la oportunidad. La señora Sar falleció de tisis a principios de año y yo acepté permanecer aquí hasta que encontraran a alguien para reemplazarla. —Fijó la mirada en d cigarrillo que había vuelto a apagarse en su mano. Lo arrojó lejos—. ¿Y qué me dices de ti, mi joven inquisidor? ¿Cómo acabaste tú mezclado en todo esto?

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