El Extraño (51 page)

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Authors: Col Buchanan

Esta vez, no obstante, como una bendición, sus manos extendidas se agarraron a algo y consiguió asirse; era el alféizar que sobresalía de la ventana. El cuerpo de Nico se balanceó y se estampó contra el muro, suspendido por las puntas de sus dedos, mientras sus pies descalzos tanteaban la fachada de ladrillo en busca de un punto de apoyo.

Entretanto vio de refilón a Ash, que cubría de un salto por encima de su cabeza el espacio entre las ventanas. La capa de su maestro se agitó y una flecha pasó muy cerca de él justo antes de que Ash entrara de cabeza en la estancia. Al instante siguiente reapareció en el alféizar para ayudar a Nico a trepar y a entrar en la habitación.

Nico se dejó caer jadeando en el suelo. El viejo aficionado a las cerillas le lanzó una mirada obscena, sus encías entrechocaban del entusiasmo. Estaba sentado en la cama, junto a la réplica de una hacienda erigida con cerillas... Ash lo ignoró por completo. Pateó el fardo de lona tirado en el suelo para desenrollarlo y luego se agachó para coger las dos espadas envainadas. Lanzó a Nico su acero mientras éste se levantaba trabajosamente del suelo y ya blandía el suyo cuando el primero de los acólitos aterrizó desde la ventana a su espalda.

Ash empujó a Nico a un lado, se agachó para esquivar una rápida estocada dirigida a su cuello y hundió y extrajo en un abrir y cerrar de ojos su hoja de la barriga del acólito. Se lo quitó de en medio de una patada y arremetió contra otro soldado de túnica blanca que aparecía en ese momento por el alféizar. Este tuvo más fortuna y repelió la hoja de Ash con una mano, lo que obligó al anciano roshun a virar bruscamente para eludir un tajo en el rostro.

Se enzarzaron en un acelerado intercambio de golpes ofensivos y defensivos; las hojas chirriaban y crujían cuando chocaban y Nico y el viejo de las cerillas retrocedían espantados hacia la puerta del pequeño cuarto mientras los contendientes hacían añicos los muebles a su alrededor en su frenético duelo. Curiosamente, la réplica de la hacienda permanecía intacta.

Nico forcejeó con la puerta y logró abrirla. Necesitaba salir de allí.

Apareció a trompicones y con la espada aferrada en la mano en el oscuro pasillo. Ash atravesó caminando de espaldas el vano de la puerta todavía defendiéndose del acólito y chocó con él. Un vistazo rápido al interior de la habitación le reveló que continuaban entrando acólitos por la ventana. El anciano desdentado se había sentado aparte y daba palmas con regocijo.

Nico salió corriendo por el pasillo con Ash pisándole los talones. Un rostro desconcertado en una puerta; otra puerta que se cerraba de un portazo; una escalera que invitaba a subir y a bajar. Nico se lanzó escaleras abajo, salvando los escalones de tres en tres; se agarraba al pasamanos y daba un salto para girar en el aire y pasar de un ramal al siguiente de la escalera, hasta que llegó a la planta baja y ante él apareció la puerta principal del edificio al final de un largo corredor.

Ash lo agarró cuando emprendía su carrera en dirección a la puerta, tiró hacia atrás de él y lo empujó para que echara a correr en el sentido contrario, al tiempo que unos destellos blancos se precipitaban por la escalera que acababan de abandonar.

Entraron en los baños, con lavamanos sucios, tablas para lavar la ropa y un penetrante olor a almidón en el aire. Nico oía el estertor de su garganta al respirar y el chasqueo de las plantas de sus pies descalzos caminando de un lado a otro por el suelo embaldosado. Por un momento sintió euforia: una lámpara de gas en la pared que iluminaba la puerta trasera del edificio. Nico la cruzó y salió a la noche neblinosa... y a un repentino estruendo.

Por todas partes volaban esquirlas de piedra. Nico se quedó paralizado, sin comprender exactamente lo que estaba sucediendo ni por qué retiñía en sus oídos una rápida sucesión de crujidos ensordecedores. Pero entonces se dio cuenta de que era el blanco de un numeroso grupo de tiradores armados de rifles, tantos como nunca antes había visto juntos.

Habría acabado como un colador de no ser porque Ash le hizo la zancadilla para tirarlo desmañadamente al suelo. Maestro y aprendiz huyeron gateando por la densa niebla y se alejaron de la luz que escapaba por el vano de la puerta. La niebla los mantuvo ocultos mientras las balas surcaban el cielo justo encima de sus cogotes. A su espalda, los acólitos que los perseguían prefirieron no exponerse al fuego sostenido de sus colegas y no pasaron de la puerta del edificio. Ash y Nico siguieron arrastrándose por la calle. Nico ni siquiera notaba el dolor del roce de las rodillas y los codos con el suelo duro. Cuando estuvieron lo suficientemente lejos, Ash tiró de su discípulo para levantarlo. A Nico le Saqueaban las piernas y Ash lo sujetó con firmeza por los brazos.

Continuaron a la carrera. No había farolas en los alrededores, pero aun así alguien los avistó y se oyeron gritos e inmediatamente el fragor de la persecución.

Una figura se encaró con ellos, pero se desplomó sin hacer ruido alcanzada por un tajo de la espada de Ash. Nico saltó por encima del cuerpo sin pensárselo dos veces. Aparecieron más figuras y Ash osciló de nuevo su acero sin aminorar el paso en ningún momento. Nico había perdido su espada en algún momento durante la huida, pero no le importaba. Un agente volador pasó sobre sus cabezas, a ras de los tejados; a pesar de su atuendo negro y de la niebla se distinguía su figura sobrevolando en círculos el distrito vecino.

Daba la impresión de que se había acordonado toda la zona y de que cualquier movimiento sería detectado en cuanto tomaran una calle con más luz. Se detuvieron cuando llegaron a un cruce profusamente iluminado en el que tenían que decidir si tomar el camino de la izquierda o de la derecha. Repararon en el ruido de los disparos y volvieron a tirarse al suelo. Comprobaron que las dos calles estaban bloqueadas.

Nico se encogió pegado a un muro con la esperanza de encontrar un hueco donde esconderse, y cada vez que sonaba un disparo sus músculos se contraían seguro de estar a punto de sentir una punzada de dolor. Ash tiró de él con rudeza para devolverlo a la calle y la cruzaron tan rápido y tan agachados como pudieron. Alaridos procedentes de las dos calles transversales revelaban las esporádicas bajas por fuego amigo entre las filas de acólitos.

Frente a ellos se levantaba un edificio achaparrado y más feo que la mayoría de las construcciones de la ciudad. Tenía una entrada sin puerta, negra como la noche. Se deslizaron por ella y emergieron en un lugar hediondo y sin luz. Las chispas y los fragmentos de piedra saltaban de la pared que rodeaba el vano de la entrada.

Se adentraron con paso vacilante en el edificio. En los muros apenas distinguibles se vislumbraban pintadas. Eran unos baños públicos, con una hilera de agujeros que funcionaban como letrinas en una pared.

Ash enfiló a trancos hacia el fondo de la pequeña construcción, donde había una serie de mugrientas ventanas angostas que casi llegaban hasta el techo. Destrozó el cristal de una con la empuñadura de su espada e hizo añicos los bordes puntiagudos que quedaron alrededor del marco.

—Tenemos que separarnos, muchacho. Solo voy más rápido. Tú escóndete y yo los obligaré a seguirme y los alejaré.

Nico se quedó mirándolo.

—¿Que me esconda? ¿Dónde?

Ash paseó la mirada por la hilera de los retretes y el banco de madera que era el asiento común para todos los agujeros, cubierto de unas manchas sospechosas. El anciano roshun tiró de él hasta que logró arrancarlo de los soportes. El hedor que despedía el pozo negro bastaba para revolverle el estómago. Nico hizo arcadas a su lado.

Ash se volvió a él y Nico retrocedió horrorizado al ver la expresión del rostro de su maestro. Sabía lo que le proponía y meneó la cabeza lentamente, con determinación.

—¿Prefieres morir?

—Entonces no me deje solo. ¡Huiremos juntos!

—Estamos atrapados, Nico. Hay que echarle ingenio y encontrar el modo de salir de ésta. Al menos tú. Ahora métete ahí.

—No lo haré.

—Te lo pido por favor, Nico. Escucha. ¡Ya están aquí!

Era cierto. Se oía el estrépito de pisadas procedentes de la calle donde se encontraba al edificio de las letrinas públicas.

—¡Vamos! —bramó Ash, y el cuerpo de Nico, absolutamente en contra de su voluntad, se acercó al pozo negro.

Un fuerte empujón lo arrojó al depósito y Nico aterrizó de espaldas sobre un montículo húmedo y pestilente, de la consistencia del barro y que parecía tirar hacia sí de él. Volvió a sentir náuseas y esta vez acabó vomitando.

—¡Sssht! —le ordenó Ash desde arriba mientras volvía a colocar el banco en su sitio.

Nico se tapó la boca con una mano, haciendo arcadas y temblando en silencio.

—Dirígete a los muelles cuando el camino esté despejado. —Ash le daba las instrucciones por el orificio de un retrete—. Verás la estatua de un general... es imposible no verla. Si salgo de ésta, nos reuniremos allí al amanecer. En el caso de que no aparezca, Nico, márchate de la ciudad. Vuelve a casa con tu madre, disfruta de una larga vida y guarda un buen recuerdo de mí. —El anciano extranjero de tierras remotas le arrojó un monedero lleno de dinero que aterrizó con un tintineo amortiguado en las heces junto a Nico—. Adiós, muchacho.

—¡Maestro Ash! —exclamó Nico.

Pero Ash ya no estaba. Nico oyó cómo se escabullía por la ventana y luego las pisadas que se acumulaban en el suelo de la entrada. Alguien gritó y las pisadas se alejaron en la dirección de la voz.

En el edificio permanecieron algunos soldados. La luz de las linternas fluctuaba a través de los orificios que Nico tenía encima. Pasaron sombras, se oyeron pasos de botas pesadas y el eco cercano de las órdenes bramadas en la estancia hedionda que se extendía justo encima de su cabeza. Nico cerró los ojos y trató de inspirar sin que le sobrevinieran arcadas. Intentó, con toda la fuerza de su voluntad, no pensar en lo que le harían si lo atrapaban.

La luz reverberó directamente en sus párpados, pero cuando reunió el valor necesario para levantar la mirada ya se atenuaba. Sus perseguidores se fueron y el interior de las letrinas públicas quedó sumido en la oscuridad y en el más absoluto silencio.

Nico esperó. Oyó otra descarga lejana de armas de fuego. Un grito. Gente gritando.

Nico perdió la noción del tiempo. Descubrió que la mejor manera de minimizar la sensación que le producía la inmundicia que le recubría el cuerpo era permaneciendo quieto, así se quedó, intentando no moverse casi ni para respirar.

Se preguntó qué suerte habría corrido Ash, aunque estaba seguro de que a pesar de aquel despliegue militar para capturarlos, su maestro encontraría la manera de zafarse de él. Al menos, eso le daba algo de esperanza.

Oyó ladrar a unos perros. Y otra vez voces. A Nico se le detuvo el corazón cuando volvió a escuchar las pisadas en la entrada de las letrinas.

—Ya han registrado este lugar —dijo una voz femenina.

—¿Esos idiotas? Quizá sean unos ases agitando la espada, pero yo pondría en tela de juicio su capacidad de observación.

De nuevo el ruido de botas recorriendo el suelo encima del pozo negro. La luz de una linterna parpadeó y aparecieron sombras.

—¿Dónde está Stano? ¿Lo has visto? —La voz femenina denotaba preocupación.

—Sí, el roshun lo pilló por sorpresa por culpa de la niebla y lo arroyó. Mala suerte.

—¿Está muerto?

—Aspecto de muerto tenía.

La mujer parecía contrariada.

—Cuando atrapemos a esos cabrones, quiero ser la primera en ponerles la mano encima.

—Serán todos tuyos.

Ahora la voz sonaba justo encima de Nico. La luz de la linterna iluminó el pozo negro. Nico retrocedió buscando la oscuridad.

Un rostro apareció en uno de los orificios y sus miradas se encontraron. De repente asomó el centelleo de una dentadura.

Capítulo 24

Esperando junto a Mokabi

Al amanecer, la niebla continuaba densa.

Cubría las calles como un manto vaporoso de nieve que ocultaba todo lo que quedaba por debajo y por encima de ella, incluido el sol, que apenas era un tenue resplandor que aún no despedía calor. Empezaba el día, que para los desdichados que ya tenían que estar en pie y dedicados a sus quehaceres a esas horas de la madrugada sólo era una leve luminiscencia que dotaba de formas al severo frío matinal. Los peatones caminaban con paso titubeante por las aceras y colisionaban entre sí; unos carros se cruzaban en el camino de otros y las mulas de tiro, inquietas, se miraban enseñándose los dientes apretados. La niebla apestaba: se incrustaba en la garganta y provocaba escozor en los ojos. Todo lo empapaba con su humedad, e incluso las banderas abatidas goteaban por las puntas.

Ash avanzaba apresuradamente por la calle. El viejo roshun tenía la capa, así como la ropa debajo de ella, caladas. Todavía llevaba la espada, si bien la mantenía oculta. Se le había reabierto la herida del brazo y en su mano se apreciaba una mancha de sangre seca. Caminaba con una leve cojera.

Delante de él, envuelto por la bruma, se erguía el monumento: una enorme aguja que se perdía en la penumbra del cielo. Una serie de figuras en actitud combativa jalonaban la superficie de la aguja, con sus expresiones agónicas plasmadas con habilidad en el bronce. Ash se detuvo junto al monumento; una estatua del general Mokabi mirando al frente, de tres veces su tamaño real, se erigía en la base de la aguja. Tenía una expresión triunfal, aunque de las arrugas de preocupación de su rostro se desprendía que había sido una victoria costosa. Tenía los brazos en jarras y la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás, como si estuviera deleitándose con la admiración que su proeza había despertado en los demás.

No había ni rastro de Nico.

Ash dejó escapar un suspiro y se sentó con pesadez en el pretil que cercaba el monumento. Un estremecimiento le recorrió el cuerpo en cuanto liberó a sus pies del peso de su cuerpo.

La madrugada cedía paso a la mañana. Se apretó la capa al cuerpo pese a que la lana empapada lo calentaba poco. Aun así, ya no volvió a temblar. Transcurrido un tiempo parecía que se había mimetizado con el monumento. Cada vez había más tráfico en la plaza que albergaba la estatua y, sin embargo, nadie reparaba en el hombre que esperaba sentado.

Se acercaba el final de la mañana y Nico seguía sin dar señales de vida.

El anciano se puso en pie y deambuló un rato alrededor del monumento con el fin de que sus piernas entraran en calor. Mientras caminaba escudriñaba la niebla que se desplegaba en torno a él. En la lejanía un reloj dio la hora.

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