El Extraño (50 page)

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Authors: Col Buchanan

—Mañana por la mañana —anunció Ché—. Hasta entonces los hombres necesitan descansar. No hay modo de predecir la velocidad ni la ruta de mi viaje.

—¿De verdad estarás delirando todo el tiempo?

Los labios de Ché se separaron dejando al descubierto sus dientes.

—Totalmente fuera de mí.

Al coronel no le hacía ninguna gracia eso y así se lo dijo. Pero ya se había quejado anteriormente de ese aspecto de la misión y el diplomático no podía hacer más de lo que ya había hecho por tranquilizarlo. Ché se mantuvo mudo: no era problema suyo.

Cassus se volvió y recorrió el campamento con la mirada. Los hombres casi habían terminado de montarlo y ya había algunos acuclillados junto a sus cobertizos, preparados para hincarle el diente a sus raciones de comida seca o charlar tranquilamente con sus camaradas. Había otros que se habían desnudado para darse un chapuzón en el arroyo.

De Q'os había zarpado un regimiento formado por ochenta y dos hombres: el coronel y ocho escuadras de diez unidades, una compañía al completo; y se les había sumado el extraño diplomático que les habían enviado desde el Alto Mando. Dos hombres habían caído enfermos durante la travesía y no habían desembarcado, otros dos habían quedado encargados de los zels y uno más se había torcido un tobillo durante la caminata por las montañas. El número total de bajas era inferior a las expectativas iniciales del coronel, de modo que le quedaban setenta y siete hombres: cerca de cuatro secciones.

Sin embargo, Cassus estaba intranquilo. Se sentía así desde antes incluso de que aquella misión preparada precipitadamente se pusiera en marcha. Se enfrentaban a no menos de medio centenar de roshuns, según les había informado el diplomático que llevaban como guía. Cincuenta roshuns que lucharían para defender sus vidas y su hogar en su propio terreno. Tal vez sus comandos fueran la fuerza de élite del ejército imperial, no obstante, seguía sin gustarle cómo se repartían las apuestas entre ambos bandos.

Todavía no entendía por qué la matriarca no había querido enviar un batallón del ejército para apoyar a sus hombres. Una misión como ésa debía acometerse sin prisas y con un ejército más numeroso e intimidatorio. Supuso que los reyes mendicantes de Puerto Cheem habrían obstaculizado el desembarco de un despliegue de ese tamaño y ni por todo el oro del mundo habrían dado su brazo a torcer.

Además, quizá los rumores que corrían por Q'os eran ciertos y en la capital estaba cociéndose algo. Estaban rearmándose compañías con los restos de otras y hasta Q'os habían llegado tropas emplazadas en los puestos avanzados más pacíficos. Los propagadores de rumores sólo daban una explicación a los acontecimientos y Cassus consideraba que no andaban desencaminados. Él ya había participado en más de una invasión.

Ché dio por finalizado el escrutinio del arbusto, se puso en pie y miró a los ojos al coronel. De nuevo, Cassus notó que se ponía rígido con la mirada fría y vacía del joven diplomático.

—Así pues, mañana por la mañana —afirmó el coronel, hablando con la bola de hojas de grindelia en la boca.

Ché asintió con la cabeza y se alejó.

Cassus se quedó mirando al joven mientras éste montaba su cobertizo aislado de los demás y arrojaba al interior su mochila. Luego Ché se sentó de cara al crepúsculo, a la puerta de su rudimentario refugio, con las piernas cruzadas, las manos entrelazadas y los ojos cerrados. Parecía uno de esos monjes locos de Dao.

Unos cuantos soldados repararon en los ejercicios que realizaba, como ya había ocurrido a bordo del barco; se dieron codazos para llamarse la atención unos a otros y lo miraron con socarronería.

«Un tipo peligroso —concluyó Cassus—, No me gustaría cruzármelo en mi camino. —Se dio la vuelta lanzando un escupitajo a la hierba—. Bueno, dentro de nada tendremos que enfrentarnos a cincuenta como él.»

Se llenó los pulmones con el aire fresco de la montaña mientras examinaba los picos nevados que se levantaban alrededor del campamento. Sabía que los roshuns estaban en algún lugar de aquellas montañas, escondidos tras los muros de su monasterio en un valle perdido de las cumbres.

«El efecto sorpresa es crucial —dijo para sus adentros, otra vez dándole vueltas a las características de la misión—. Todo se reducirá a que los pillemos por sorpresa.»

Nico despertó sobresaltado.

Las sombras oscilaban en el cuartucho a la luz de la lámpara de gas. Ash continuaba sentado en el suelo, todavía inmerso en una profunda meditación y con los ojos fijos en el mismo lugar indeterminado de la puerta. Nico se frotó los ojos exhaustos. No tenía forma de averiguar el tiempo que había dormido. ¿Una hora, tal vez?

Se oyó un grito en el pasillo del otro lado de la puerta. Alguien protestaba profiriendo chillidos sin sentido como un borracho.

Ésa fue la única voz de alarma que los alertó.

La puerta se abrió violentamente hacia dentro y se estrelló contra la pared. El golpe provocó una lluvia de fragmentos de yeso. Nico reaccionó a la repentina irrupción encogiendo el cuerpo. Abrió la boca, quizá para gritar, o quizá sólo para resollar. Sin embargo, vivió una experiencia de lo más insólita: el tiempo se ralentizó para él justo en el filo de ese instante inicial.

Con el rabillo del ojo vio que Ash alargaba la mano hacia la espada que esperaba hallar a su lado, pero Nico sabía que sólo encontraría la nada, ya que el acero estaba escondido envuelto en un fardo de lona bajo la cama, donde su maestro la había colocado nada más regresar a la habitación. En el vano de la puerta vio la masa blanca de los acólitos que se precipitaban al unísono al interior del cuarto. Sus túnicas parecían fluctuar a una velocidad inusitadamente lenta. Como en un cuadro, los pliegues de la tela parecían adquirir profundidad sobre el plano con sus sombras y sus reflejos, y los extraños dibujos bordados con seda hacían visos con la luz. Atisbo la larga hoja desnuda que blandía el cabecilla del grupo como si fuera una extensión de su brazo. Un brillo aceitoso recorría el acero, azul marino, amarillo como el cereal, marrón como el fango; la llama de la lámpara de gas destelló cerca de la empuñadura como un sol en miniatura. Nico vio la máscara del soldado y sus numerosas rendijas sumidas en la oscuridad salvo las ranuras que mostraban la blancura de las escleróticas de sus ojos, ahora clavados en el viejo extranjero de tierras remotas sentado en el suelo, a quien habían sorprendido desprevenido y desarmado.

Y de pronto, el tiempo recuperó su velocidad normal y alrededor de Nico reinaba el caos y un ruido estridente que le asaltaba los oídos y le inhibía los sentidos, y se dio cuenta de que era Ash quien había chillado y que, todavía postrado en el suelo, hacía lo único que podía hacer mientras el cabecilla acólito lo embestía con su espada: gritar.

Era un grito primitivo, distinto a todo lo que Nico había oído antes y a todo lo que creía posible que pudiera emitir una garganta humana. Era tan agudo y brotaba dirigido por una fuerza tan imponente, que el acólito se detuvo atónito por un momento y dejó caer la espada como si de pronto le quemara en la mano.

Ash no necesitó más que ese instante para levantarse de un salto y agarrar el único mueble que no estaba fijado a la pared o al suelo del cuchitril: una silla que estampó con todas sus fuerzas en el rostro del soldado. Los huesos faciales del acólito crujieron bajo su máscara y el soldado se tambaleó hacia atrás y se estrelló contra el resto de los acólitos que pretendían entrar en la habitación. El maestro lo embistió y alejó de la puerta a la masa blanca de soldados aprovechando el empuje del cabecilla. De alguna manera consiguió cerrar la puerta pese a la presión que ejercían los acólitos y apretó la espalda contra ella para bloquearla.

—Nico —dijo Ash con una serenidad que más que tranquilizar a Nico lo espantó—, tírame una moneda, muchacho, rápido. —Hizo un gesto hacia la pila, que quedaba fuera de su alcance, donde amontonaban las monedas para cuando necesitaran alimentar las diversas ranuras de la habitación.

Nico bajó de la cama mientras Ash se afanaba con la puerta, que vibraba con violencia y amenazaba con venirse abajo en cualquier momento.

—¡Corre! —siseó Ash.

Nico llegó al lavabo y buscó a tientas una moneda. No encontró nada y de pronto lo horrorizó la posibilidad de haber utilizado la última... pero no, sus dedos tuvieron éxito donde sus ojos habían fracasado; agarró la moneda y se la lanzó a su maestro.

Ash la agarró con una mano, la hizo rodar entre los dedos y la introdujo por la ranura que había en el marco. Giró la llave y sólo se permitió un ligero relajamiento de los músculos cuando la cerradura hizo clic. El aporreamiento del otro lado contra la madera trémula era constante y Ash siguió ejerciendo presión contra la puerta con una desconfianza evidente en la resistencia de la cerradura.

Nico dio un paso hacia su maestro, pero de pronto giró y dio otro paso hacia la ventana cerrada. Se detuvo frente a ella, paralizado por su indecisión.

Ash lo miró con el ceño fruncido justo cuando la hoja de un hacha atravesaba la puerta junto a su cabeza y hacía saltar un puñado de astillas fulgurantes.

—¡La ventana, muchacho! ¡La ventana!

Nico no precisó que se lo repitiera, no tenían otra vía de escapatoria. Se apresuró a empujar los postigos... con el pequeño detalle de que no se abrieron y se negaban a dejarse mover por sus manos. Hacía falta otra moneda.

Nico maldecía mientras rebuscaba en la pila, pues ahora estaba seguro de que las habían gastado todas. Se volvió hacia Ash con la desesperación en los ojos, retorciéndose las manos, demasiado asustado como para pensar con claridad.

—¡El monedero!—le gritó Ash—. ¡Allí, en la cama!

Nico hurgó en el monedero abierto y en efecto encontró una moneda de cuarto mezclada entre las demás. La llevó hasta la ranura y trató de introducirla con sus dedos temblorosos, pero se le resbaló de la mano y tuvo que perseguirla en la carrera que emprendió rodando por el suelo hasta los pies de Ash.

El maestro le gritó algo que no entendió. Nico recogió el cuarto y regresó junto al marco de la ventana. Esta vez tuvo mejor puntería y la moneda desapareció repicando por el conducto. Nico forcejeó con los postigos para abrirlos y aspiró una vigorosa bocanada de aire. Fuera estaba oscuro y flotaba una densa niebla. Nico asomó la cabeza para examinar el callejón que se extendía unas cuantas plantas por debajo de su habitación. No encontraba el medio para bajar, no había escalera de incendios ni pasaban caños de desagüe cerca.

—¡Estamos atrapados! —gritó y metió la cabeza en el cuarto en el mismo momento que algo hacía añicos el marco de la ventana. Se quedó mirando el astil quebrado de una flecha de ballesta que caía repiqueteando del alféizar. Estaban disparándole desde el tejado del edificio de enfrente.

Nico se alejó de la ventana.

Ash estaba gritando algo sobre saltar a la ventana del otro edificio. La ventana en cuestión estaba cerrada... y del edificio los separaban más de dos metros. Nico sabía que él nunca se habría planteado la posibilidad de ese salto.

—¡Nico! —rugió su maestro, y cuando el aprendiz se volvió, vio que el hacha seguía resquebrajando la puerta alrededor de Ash.

El muchacho se enderezó y descubrió con sorpresa que tenía la silla aferrada en las manos. Corrió hacia la ventana y arrojó la silla a la oscuridad. La niebla osciló en su estela y la silla se estrelló contra los postigos de la ventana del edificio de delante.

—Abierta —exclamó, acercándose con cautela a la ventana—, ¡Abierta!

Los postigos se habían separado lo justo para que un rostro escudriñara por la rendija abierta, y Nico vio que un hombre lo miraba con los párpados entrecerrados desde el otro lado. Era el mismo tipo que había visto el primer día construyendo cosas con cerillas.

—¡Por favor! —le gritó Nico, que agarró el monedero y lo lanzó al otro lado del callejón. La bolsa se coló por el resquicio entre los postigos y aterrizó en la estancia del desconocido—, ¡Se lo puede quedar!

Los postigos volvieron a cerrarse por completo. Nico estuvo a punto de romper a llorar, aunque en realidad había una parte en su interior que sentía alivio. Otro proyectil de ballesta impactó contra el marco de la ventana, a escasos centímetros de su mano. Nico echó un vistazo al interior de su habitación.

De repente se abrieron los postigos de la ventana de enfrente. El viejo apareció con una sonrisa de oreja a oreja que dejaba al descubierto su boca desdentada y le hizo señas con la mano. Luego se apartó para dejarles sitio.

A Nico se le aflojó el vientre. Rememoró su caída desde el tejado de la taberna en Bar—Khos. Lo que recordaba vívidamente no era la caída en sí, pues todavía permanecía como algo borroso en su memoria, sino el instante previo a la caída, cuando se había deslizado por las tejas y se había quedado suspendido durante una fracción de segundo en el filo del tejado, buscando a tientas un asidero que nunca encontró.

Ahora ya podía ver las máscaras de los acólitos por los boquetes de la puerta, y a Ash, que arriesgaba el cuello en cada acometida del hacha.

—No puedo hacerlo —dijo Nico.

Ash no le respondió enseguida sino que frunció el ceño en un gesto que demostraba una profunda comprensión del ánimo de su aprendiz.

—¡Las espadas! ¡Arrójalas a la otra ventana!

Nico lo miró desconcertado, pero hizo lo que le ordenó. Le dio la espalda, se escabulló bajo la cama en busca de las armas y sacó el fardo de lona en el que estaban envueltas. Regresó a la ventana y las lanzó a la habitación del edificio de enfrente.

No se percató de que Ash se había acercado a él, pues el ruido ensordecedor de los golpes contra la puerta se lo impidió. Así que se llevó una sorpresa mayúscula cuando su maestro se lo llevó a rastras de la ventana en dirección a la puerta, o lo que quedaba de ella; y la sorpresa fue aún mayor cuando lo agarró por los fondillos del pantalón y por el pescuezo, farfulló unas palabras de ánimo en su lengua materna, salió disparado hacia la ventana y arrojó a Nico, que chillaba y agitaba los brazos, hacia el edificio de delante.

El muchacho surcó el aire que mediaba entre las ventanas y por un instante llegó a pensar que lo conseguiría. Pero no fue así. La ventana de enfrente desapareció por encima de su cabeza antes de que la alcanzara, y de repente volvía a hallarse viviendo la pesadilla que representaba su miedo más profundo: una caída libre hacia la muerte.

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