El Extraño (44 page)

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Authors: Col Buchanan

Mientras Nico luchaba contra su impulso de echar a correr, Serése empezó a tararear entre dientes. Parecía una antigua canción para niños que Nico había oído de pequeño.

—Agárrame del brazo —le ordenó Ash a su lado.

—¿Por qué? —preguntó Nico.

—Porque apenas veo.

Ash no esperó una respuesta, cogió la mano de Nico y se la puso en el brazo. Los ojos del anciano bizqueaban como si estuviera esforzándose por ver lo que había más allá de una luz deslumbrante.

Un tranvía tirado por zels pasó traqueteando por su derecha, arrojando una débil luz amarilla a la calle. El carruaje iba prácticamente vacío, aunque alguna que otra ventana enmarcaba el rostro inexpresivo y con la mirada perdida en la oscuridad de la calle de un pasajero absorto... El tranvía siguió su camino y detrás de él aparecieron dos figuras envueltas en capas que se dirigieron directamente hacia ellos para cortarles el paso.

—¿Qué pasa? —espetó Ash al sentir el apretón de Nico en el brazo.

—Dos tipos, delante de nosotros.

—Entonces vayamos por otro lado —gruñó el anciano.

Nico lo guió por una calle lateral. Serése guardaba silencio. Ash se aflojó la capa y deslizó la espada en su funda para tenerla más a mano. Nico hizo lo mismo, y se maravilló de su propia acción. Le temblaba todo el cuerpo y se le ocurrió concentrarse en su respiración.

La calle lateral recorría la parte trasera de un vasto edificio de mármol, cuya fachada estaba decorada con gárgolas de rostros grotescos. Desde las ventanas iluminadas llegaba música; una especie de ópera no muy distinta de la que Nico podría haber oído en Khos. Por encima de la música, apenas perceptible, se oía el estrépito de unas pisadas metálicas a su espalda. Nico echó un vistazo por encima del hombro y vio cinco individuos que avanzaban con brío detrás de ellos.

—Maestro... —musitó cuando apareció otro grupo caminando de frente directamente hacia ellos a no más de diez pasos. Sin duda reguladores.

Restalló el murmullo de aceros que cortaban el aire nocturno y las hojas destellaron.

—¡Alto!—ordenó una voz—. Estáis detenidos.

—Seguid caminando —dijo Ash, echándose la capa por encima de los hombros. Avanzaron en dirección a los reguladores que se acercaban de frente, los que llegaban por detrás acortaban rápidamente la distancia que los separaba—. Vais a tener que luchar. Prestad atención a vuestra respiración y cuando veáis un hueco, aprovechadlo, ¿entendido?

En opinión de Nico, eso para nada era un plan. Apretó los dedos alrededor de la empuñadura de piel de su espada como si eso le procurara cierta tranquilidad, listo para desenfundarla como le habían enseñado.

Uno de los reguladores los apuntó con una pistola. ¡Una pistola!

—¡Alto! —repitió el oficial.

—¿A qué distancia están? —preguntó Ash.

—A seis pasos.

Nico dio un respingo sobresaltado por algo que explotó junto a su cabeza. Delante de ellos el regulador de la pistola soltó un alarido y se tambaleó antes de derrumbarse de espaldas sobre el suelo.

Serése tiró la pistola y desenfundó un largo cuchillo de caza sin aminorar el paso. Nico se detuvo, contemplando hechizado a la muchacha... y entonces también Ash entró en acción.

En un único movimiento ejecutado a la perfección el anciano desenvainó el acero, se agachó con una pierna flexionada delante y la otra estirada hacia atrás y rebanó el estómago de uno de los reguladores; y aún en la continuación de ese mismo movimiento detuvo la acometida de la hoja de otro regulador con la suya, la apartó y hundió la espada en su oponente.

Nico se perdió lo que ocurrió después, pues para entonces ya estaba metido de lleno en la escaramuza. Hizo un quiebro para eludir un tajo tal como había practicado miles de veces y sintió la ráfaga fría del aire cortado por el acero junto a su rostro. «Esto es real —le dijo una voz en su interior—. Estos hombres quieren matarme.»

Su cuerpo tomó el mando. Blandió la hoja y la descargó hacia delante, acompañando la acometida con un paso. Notó una resistencia inicial que rápidamente cedió y un rostro se desencajó a escasos centímetros de su cara. Era un hombre, un ser humano, empalado por su hoja. El regulador forcejeaba y Nico percibía sus movimientos desesperados en la vibración de su empuñadura. Lo habría soltado por puro asco si no hubiera sentido una repentina ligereza en la mano que aferraba la espada cuando su contrincante se liberó de la hoja, jadeando con alivio y se sentó en el suelo.

Nico retrocedió para alejarse de su víctima. Pero entonces, unos brazos le rodearon el cuello y tiraron hacia atrás de él con la intención de mandarlo al suelo. Se le escurrió la espada y dio con sus huesos en los adoquines, aplastado por el peso de un hombre que le echaba el aliento pestilente en la cara y de otro que le sujetaba las piernas. Al punto, Serése también cayó inmovilizada a su lado, maldiciendo y bregando.

Nico consiguió liberar la cabeza de las garras de sus captores y la alzó lo justo para atisbar a Ash.

Su maestro seguía en pie y, espada en mano ejecutaba una danza entre los hombres envueltos en capas que lo asediaban. Nico lo contempló con el mismo sobrecogimiento que los reguladores que lo mantenían apresado. Por un momento dio la impresión de que el anciano era imparable, sus movimientos eran tan rápidos que no había forma de contrarrestarlos y sus propias acciones parecían anticiparse a todo lo que ocurría en torno a él.

Pero el número de reguladores era excesivo y Ash estaba casi ciego. Falló una acometida y sufrió un corte en el brazo izquierdo, un repentino tajo que le habría amputado la extremidad si él no hubiera presentido quién sabe cómo que debía echarse a un lado. Reaccionó a la herida sufrida con un gruñido y un golpe defensivo con la espada. Un rocío negro empezó a gotear de la rasgadura de su manga a la luz tenue de la calle.

—¡Corred! —gritó el maestro, ignorando que sus compañeros habían sido capturados.

La parte ancha de la hoja de otra espada impactó en la cabeza de Ash, que se tambaleó y rebotó contra la pared, soltó otro gruñido y lanzó una acometida con su acero, pero los reguladores dieron un salto atrás y esquivaron el golpe.

Uno de ellos sacó una pistola y apuntó escrupulosamente a Ash en la rodilla.

—¡Maestro Ash! —le alertó Nico, forcejeando para librarse de los reguladores que lo aprisionaban justo cuando el tipo de la pistola cerraba un ojo y apretaba el gatillo.

La pólvora de la carga tardó en prender una fracción de segundo... Pero entonces ocurrió algo completamente inesperado.

Un hombre de un tamaño descomunal irrumpió en la escena y de un solo golpe cercenó la coronilla del hombre que empuñaba la pistola; el trozo de carne le quedó colgando, prendido de un hilo de piel que actuaba como una bisagra en carne viva, y dando bandazos contra su mejilla. El disparo estalló cuando el regulador ya caía al suelo y la bala se perdió en el cielo. El gigantón recién llegado arremetió contra los hombres que inmovilizaban a Nico y a Serése.

Se trataba de Baracha, seguido por un Aléas con los ojos desorbitados. Igual que si estuviera cortando leña, Baracha descargaba y levantaba su hoja enorme mientras Aléas le cubría las espaldas, lanzando tajos a diestro y siniestro. Ash se unió a la refriega.

Nico, todavía aturdido por la impresión, vio a su espalda a los tres roshuns que repartían golpes entre sus adversarios en un silencio de resuelta indiferencia. En cuestión de segundos, todos los reguladores habían caído.

En el interior del teatro de la ópera se oía una salva de aplausos. La representación había llegado a su fin.

Nico no dejaba de temblar y se le revolvía el estómago contemplando los cadáveres que se desangraban sobre los adoquines, incapaz de reprimir las arcadas que le producía el hedor metálico. Sabía que su hombre estaba allí, el que había matado con su espada. Pero le resultó imposible identificarlo.

Oyó unas arcadas y cuando se volvió, vio a Serése vomitando arrimada a la pared. Esa imagen lo sorprendió.

Ash limpiaba su hoja en la capa de uno de los reguladores. Baracha simplemente estaba allí, respirando con pesadez y contemplando a su hija con un alivio evidente. Alrededor de ellos, sobre el húmedo suelo adoquinado, los hombres tosían, resollaban y pugnaban por moverse.

—Menudo estropicio —gruñó el Alhazií, dirigiéndose a Ash—, Menos mal que también nos decidimos nosotros a vigilar el edificio de nuestra sede. Temía que esto pudiera ocurrir cuando llegarais. No tomaste las precauciones adecuadas, abuelo. Ash enfundó la espada con un movimiento firme. —Yo también me alegro de verte, Baracha. Desde la lejanía llegó un pitido estridente. —Quizá deberíamos dejar la cháchara para luego —observó Aléas.

Nico alargó la mano para recoger su hoja del suelo y la empuñadura se le resbaló varias veces entre los dedos hasta que reparó en la sangre que le embadurnaba la mano. Se limpió las palmas en la túnica, sin demasiado éxito, e intentó envainar la espada, pero no parecía que fuera capaz de hacerlo. Ash le posó una mano en el hombro. —Simplemente respira —le aconsejó el anciano. —Sí, maestro —respondió Nico, y deslizó la hoja en el interior de la funda.

—Entonces ¿mañana? —inquirió Ash, dirigiéndose a Baracha.

—Ajá, mañana... Y esta vez asegúrate de tomar las precauciones pertinentes.

Ash indicó en un susurro a su aprendiz que fuera delante y lo guiara.

La herida de Ash continuó sangrando en abundancia durante el camino de regreso a la pensión. Entre él y Nico intentaron cortar la hemorragia, pero la sangre seguía deslizándose por su mano y goteando desde las puntas brillantes de sus dedos. Ash se negó a tomar un tranvía, pues consideraba que la herida era demasiado llamativa. Se ató una tira de tela arrancada de su túnica alrededor del tajo que ya no se quitó en todo el tiempo que duró la caminata, que realizó sin quejarse ni una sola vez. Nico quiso detenerse un par de veces junto a charcos grandes e intentó con empeño limpiarse la sangre reseca de las manos.

—¿Todavía sigue ciego? —preguntó Nico, sacudiendo las manos para secárselas.

—Ya voy recuperando la vista.

—No lo entiendo. ¿Qué le pasa exactamente?

—No me pasa absolutamente nada. Ya te lo dije, sufro jaquecas. Cuando son muy severas, mi vista se resiente.

Nico prefirió no insistir, pues era evidente que su maestro seguía acuciado por el dolor.

Cuando por fin llegaron a la pensión, casi una hora después, estaban más que exhaustos. Pasaron junto al recepcionista somnoliento del turno de noche sin problema y subieron los cuatro tramos de escalera sin otra idea en la cabeza que dejarse caer sobre la cama.

Cerraron con llave la puerta de su lúgubre cuartucho echando una moneda de cuarto que cogieron del montón de calderilla que Ash había dejado en el lavabo para tenerla a mano. Luego echaron otra moneda de cuarto en la ranura situada en la parte inferior de la lámpara de gas y aún otra más para bajar la cama de Nico.

Antes de ponerse a dormir, no obstante, debían ocuparse de la herida de Ash. Nico utilizó otro cuarto de maravilla para abrir el grifo y llenar de agua el lavabo, todavía con las monedas restantes hundidas en la pila. Entretanto, Ash sacó el botiquín y hurgó en él buscando vendas esterilizadas, el frasco de alcohol puro y aguja e hilo.

Vertió alcohol en la herida, resoplando entre dientes. El corte, que le recorría toda la parte superior del brazo, no era demasiado profundo, pero estaba abierto y sonrosado, y la carne de los bordes se había amoratado. Empapó las vendas en alcohol. Utilizó una cerilla para calentar la punta de la aguja hasta que se puso al rojo vivo y la enhebró con precisión pese a que le temblaban los dedos y la sangre se deslizaba libremente por su brazo. Luego alargó la mano con la aguja hacia Nico.

—Cóseme, muchacho.

Nico se estremeció y se lo quedó mirando con un gesto de  sorpresa, pues ni siquiera era capaz de mantener los ojos abiertos. Su cuerpo sufría convulsiones por el agotamiento y estaba a un paso de caer desplomado. Sin embargo, no tenía alternativa, así que cogió la aguja y se sentó junto al anciano. Intentó fingir y aparentar que sabía lo que hacía; se convenció de que había prestado atención en las clases sobre cirugía de campaña en el monasterio y que no había estado haciendo el ganso con Aléas.

Juntó con sumo cuidado los bordes de la herida y empezó a dar puntadas mientras Ash observaba impasible la labor. En cierto modo, su agotamiento era una bendición, pues tenía la cabeza demasiado aturdida como para acordarse de sentir aprensión por lo que veía.

Al cabo, Ash hizo un gesto inclinando la cabeza.

—Así bastará —suspiró.

Nico cortó el hilo con un cuchillo y fijó el vendaje lo mejor que pudo alrededor del brazo. Luego quitó las botas a su maestro, le ayudó a subir los pies a la cama y se preocupó de que su cabeza reposara correctamente sobre la almohada.

Ash cerró los ojos. Su respiración era superficial.

Nico rememoró la danza de aquel anciano medio ciego entre los reguladores armados, blandiendo su espada con ligereza, y de pronto todo el encanto y el mito que lo envolvían confirmaron su veracidad.

—Creo que esta noche he matado a un hombre —comentó Nico en un hilo de voz, plantado junto al cuerpo inmóvil de su maestro.

Ash alzó una pizca la cabeza para mirarlo a los ojos.

—¿Y cómo te sientes? —suspiró el anciano.

—Como un criminal. Como si me hubiera llevado algo que no tenía ningún derecho a llevarme. Como si me hubiera convertido en otra persona, en alguien reprobable.

—Eso está bien, ojalá siempre sea así. Sólo has de preocuparte cuando mates a alguien y no se te acelere el corazón ni sientas nada en absoluto.

Sin embargo, eso era precisamente lo que Nico ansiaba por encima de cualquier cosa: no sentir nada. ¿Cómo podría volver a casa junto a su madre y mirarla a los ojos consciente de su crimen?

—A lo mejor tenía hijos... —repuso Nico—, Un hijo como yo.

Ash cerró los ojos y dejó que la cabeza se le hundiera en la almohada.

—Lo has hecho muy bien, Nico —masculló el anciano.

La aquiescencia de su maestro apenas si caló en Nico. El aprendiz de roshun se dejó las botas puestas y emprendió la escalada más dura de su vida, que tenía como objetivo la cama superior de la litera. Fue tenderse sobre el delgado colchón y su cuerpo se apagó, y se sumió en un profundo sueño.

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