Authors: Col Buchanan
—Nadie habla con nadie —susurró Nico—. Ni siquiera se miran.
El maestro Ash esbozó una sonrisa mínima.
El carruaje se vaciaba a medida que iba bajando la gente en las paradas. Por fin quedaron libres algunos asientos y Ash y Nico se sentaron. Al punto, el anciano cerró los ojos.
Nico se fijó en el gesto de dolor de su maestro, que se apretó la sien con dedos trémulos, como para aligerar una presión repentina. Después sacó una de sus hojas y se la metió en la boca.
—Tiene mala cara —observó Nico.
—Este lugar no me sienta nada bien, Nico —respondió Ash, en un tono fatigado y sin abrir los ojos—. Despiértame cuando lleguemos a la última parada. —Se ciñó la capa empapada al cuerpo y permaneció inmóvil.
En la isla de Q'os había un puerto en cada una de las cuatro ensenadas comprendidas por «los dedos» conocidos como las Cinco Ciudades. La bahía del Primer Puerto se extendía entre un montículo que equivaldría al pulgar y por una lengua de tierra que guardaba cierta semejanza con un dedo índice.
Ciudad Paradiso, también denominada la Primera Ciudad, era el mayor distrito de entretenimiento de Q'os, y ocupaba buena parte del terreno del dedo pulgar de la isla. Su calle principal seguía la costa y ofrecía vistas del Primer Puerto y de los muelles orientales, donde Ash y Nico habían alquilado la habitación. El recorrido por el distrito les permitió contemplar sin estorbos el conjunto de torres puntiagudas que envolvía la vasta estructura del Shay Madi, el mayor y último circo construido en la isla, que emergía como una loma por encima de los barrios que lo rodeaban. Ahí fue donde el tranvía realizó la última parada, a la sombra misma de la monumental mole de la arena.
Nico salió a la lluvia con el resto de los pasajeros que habían permanecido en el vehículo hasta el final del trayecto, boquiabierto ante la profusión de arcos y columnas de la gigantesca construcción. El tranvía partió; los zels parecían cansados, pero rápidamente tomaron velocidad liberados de la carga del pasaje y con el aliciente de la vuelta a la caballeriza. Si el reloj público no fallaba, el viaje les había llevado casi una hora. Nico y Ash se alejaron rápidamente, protegidos del rigor de los elementos bajo la capucha de sus capas.
La gente acudía en manadas al circo. Eso ralentizaba el progreso de Ash y Nico por las calles de Paradiso pues ellos avanzaban en sentido opuesto a la arrebatada multitud. Al cabo se detuvieron en una tranquila calle lateral. Ya había prácticamente oscurecido cuando un hombre apareció ante ellos sobre unos ruidosos zancos, encendiendo una a una las farolas de la calle.
—Farolas de gas —dijo Ash justo cuando Nico abría la boca para preguntar—. La ciudad se asienta sobre una reserva de gas, de modo que lo utilizan en los lugares donde emerge a la superficie.
Nico intentó imaginar qué quería decir exactamente su maestro.
—Piensa en los efluvios que despide el orificio trasero de un cerdo —se adelantó de nuevo el anciano—. Imagínate que pudieras embotellarlos o canalizarlos para utilizarlos como combustible cuando los necesitaras.
—¿Está diciéndome que embotellan los gases que expulsan los cerdos por el culo?
Ash suspiró.
—No, Nico. Era sólo un ejemplo. Pero se basa en el mismo principio.
—Ya me preguntaba yo por qué Q'os huele tan mal.
Ash se volvió para escrutar a su aprendiz, con el labio superior escondido bajo el inferior; poco a poco su boca fue recuperando su gesto habitual.
Un grupo de mujeres que iba charlando en un dialecto similar a la lengua franca, aunque con una pronunciación como sincopada, entró en los baños públicos que se levantaban delante de donde se habían detenido Nico y Ash. Un letrero colgado un poco más allá, junto a la entrada de los baños, saltó a los ojos de Nico; tenía pintado lo que parecía un sello de la orden Roshun.
Sin embargo, Ash no hizo caso de él y entraron en los baños detrás de las señoras.
Una vez en el interior, el maestro echó unas monedas en una ranura y consiguió dos toallas limpias. Se adentraron en la atmósfera húmeda de los vestuarios, donde en ese momento sólo había un puñado de hombres y mujeres charlando a la luz tenue de las lámparas del techo.
Nico se introdujo en un cubículo vacío siguiendo las instrucciones de su maestro y aguardó allí dentro solo mientras perdía de vista a Ash. Escuchó las conversaciones procedentes del exterior, pero apenas oía las voces y tampoco las comprendía.
Un estrépito repentino encima de él hizo que mirara hacia allí. Era su maestro, que lo observaba con los ojos entornados por el hueco que había abierto retirando una placa grande de madera. Ash alargó una mano y Nico la aferró y se dejó subir al espacio del falso techo, oscuro y polvoriento.
—Estos edificios comparten los altillos —le susurró Ash al oído—. Por aquí podremos llegar hasta nuestra agente sin riesgo de que nos vean entrar directamente en el local. Sin duda estarán vigilando la puerta.
Ash marchó delante. Caminaba con cautela por las vigas en penumbra, evitando las delgadas placas de madera, con un brazo estirado con la espada para mantener el equilibrio. Nico se esforzaba para no estornudar con el polvo y se concentraba en no tropezar. No le costaba nada imaginarse perdiendo el equilibrio, cayendo de la viga y atravesando el techo para aterrizar en el regazo de un pobre bañista.
Ash se detuvo. Retiró otra placa y la depositó a un lado; escudriñó debajo. Después, se deslizó por el hueco del techo seguido con agilidad por Nico.
Aparecieron en una cámara diminuta; sus espaldas húmedas recibían el calor de una chimenea alimentada por carbón, que además era la única fuente de luz en toda la estancia. En un sillón de piel había sentada una mujer con un libro abierto sobre el regazo. Sin embargo, no fue su figura envuelta en sombras ni tampoco el libro lo que llamó la atención de Nico, sino la pistola enorme que empuñaba en una mano y que apuntaba con firmeza el pecho de Ash.
Por un momento, el único movimiento que se atisbaba en toda la cámara era el de las sombras que oscilaban en las paredes y en el sencillo mobiliario de madera. Pero entonces, el fuego crepitó y Nico dio una sacudida sobresaltado. La mujer levantó la mano que tenía libre y se llevó lentamente el dedo índice a los labios. Luego depositó la pistola en una mesita que había junto al sillón, e inmediatamente también el libro. Se puso en pie lentamente, se acercó a la estufa e hizo un gesto a Ash para que se aproximara a ella.
Nico siguió a su maestro y cuando la mujer se agachó, reparó en el sello que exhibía colgado del cuello. Ash apoyó la espada en el suelo y se arrodilló. Escudriñó con atención la llama de la chimenea; asintió, recogió la espada y se levantó cuando lo hizo la mujer, que de nuevo se deslizó con sigilo. Nico echó un vistazo fugaz a la chimenea y los siguió fuera de la cámara.
En un pequeño vestíbulo sin iluminación, la mujer, Ash y Nico dejaron a un lado la zona de la cocina y entraron en el cuarto del retrete. El espacio era reducidísimo y apenas cabían los tres juntos, y cuando la mujer cerró la puerta corredera, quedó sumido en una oscuridad total.
La mujer prendió una cerilla y encendió la mecha que sobresalía de un cuenco con aceite alojado en una hornacina cubierta de hollín. La llama fue creciendo poco a poco, despidiendo un aroma a madreselva que por lo menos ayudaba a combatir el hedor del cuarto.
Cuando ya se veían otra vez los rostros, la mujer abrió un grifo situado en otra hornacina con una pila. El ruido del agua corriente inundó el cuarto.
—Estamos en aprietos —dijo la mujer con una voz áspera y grave, moviéndose en torno a Ash para sentarse en el retrete y dejarles más espacio.
La llama de la lámpara alcanzó su plenitud y el espacio se iluminó. Nico abrió los ojos como platos al contemplar un rostro que había aparecido en sus sueños.
—¡Serése! —exclamó.
La joven se llevó un dedo a los labios.
—Aquí no estáis seguros —musitó—. Mantienen el edificio vigilado.
Ash asintió sin asomo de sorpresa.
—Tienes buen aspecto —observó el maestro roshun.
Nico también consideró que tenía buen aspecto; con el pelo recogido en coletas y el cuerpo esbelto embutido en un traje de cuero marrón.
—Sí, ya, pues no puedo decir lo mismo de ti —repuso la mu— chacha—. ¿Qué has estado haciendo? Tienes un aspecto terrible.
—Te agradezco la observación. Pero dime, ¿cuánto tiempo llevan con lo de las escuchas?
Serése se encogió de hombros.
—Di con el dispositivo de la chimenea cuando regresé a la ciudad. Había limpiado a conciencia antes de marcharme y a mi vuelta encontré la huella de un dedo manchado de hollín en un lugar en el que no tenía por qué estar. —Meneó la cabeza—. Por favor, escuchadme. Ahora mismo ése no es el problema. Mi padre hizo una batida por los alrededores anoche, ya sabes lo meticuloso que es, y hay reguladores vigilando nuestra sede por sus cuatro costados.
—Entonces, ¿Baracha ya ha llegado a la ciudad?
—Sí, pero sigues sin escucharme. En vez de venir a verme en persona mi padre me envió una nota en la que me advertía que debía abandonar Q'os de inmediato. Sin embargo, me pareció conveniente esperaros. Mi padre cree también que los reguladores vigilan los baños. No me preguntes cómo lo han averiguado, pero al parecer están al tanto del acceso a nuestras dependencias por el techo de los baños. Os habrán visto entrando en ellos.
Nico lanzó una mirada fulgurante al anciano. «Por la dulce Eres —dijo para sus adentros—, Ya deben saber que estamos aquí.»
Ash meditó un instante la información recibida, acariciando la funda de la espada con el dedo pulgar.
Serése se volvió en silencio hacia Nico y forzó una sonrisa efímera. Nico se dio cuenta de que estaba asustada y se alegró de descubrir que él no era el único. Por un instante, mirándola, recordó su breve encuentro en la lavandería de Sato y su cabello empapado por el vapor. Le costaba trabajo encontrar un vínculo entre aquella muchacha y la mujer que ahora tenía delante.
—¿Mencionaba tu padre algo sobre nuestra cita en su nota? —inquirió Ash.
—Sí, decía que se reuniría contigo según lo planeado.
—Perfecto. Entonces nos marchamos.
—Sí, claro —repuso Nico—. Simplemente salimos por la puerta como si nada y ellos se apartarán para dejarnos pasar, ¿no? No se me ocurre ningún pero a ese plan, la verdad. Ni uno solo.
—Saldremos por los baños. Esperaremos a que salga gente y nos mezclaremos con ella, eso los despistará. Es nuestra mejor opción.
Serése se mostró de acuerdo. Se puso en pie y se abrió paso entre ellos hasta el vestíbulo; por un momento su espalda ceñida al traje de cuero se apretó contra Nico. Éste y Ash la siguieron. Serése se envolvió en una oscura capa roja y agarró una mochila de lona que ya tenía preparada.
De nuevo en la diminuta cámara, Ash echó una miradita por una rendija en los postigos de la ventana. Nico tomó la iniciativa, empujó el sillón de piel hasta situarlo debajo del hueco y se encaramó al techo. Estiró una mano para ayudar a Serése, pero ésta la ignoró; en cambió, le arrojó la mochila y trepó por su cuenta. Ash subió en último lugar y volvió a colocar cuidadosamente la placa de madera.
El vestuario estaba en silencio cuando descendieron a un cubículo vacío. Permanecieron sentados y aguardando durante algunos minutos, apretujados en el banco de madera. Nico sentía el calor de la pierna de Serése apretada contra la suya e hizo todo lo posible por ignorarlo.
Ash se llevó una mano a la frente y empezó a masajearla.
—¿Tienes algún medio de conseguir información del templo? —preguntó el maestro, como intentando desterrar el dolor de su mente.
—Estuve vigilando los alrededores durante algunos días —musitó Serése—. Informé a Baso y a los demás de lo que vi. La verdad es que es imposible colarse en él.
—Baso lo hizo.
—Sí —dijo en un susurro—, ¿Y hasta dónde llegó?
Ash no respondió.
—Ni siquiera sabemos si Kirkus sigue dentro.
—El Vidente nos lo confirmó antes de nuestra partida de Sato. Así que sólo podemos suponer que sigue allí.
Guardaron silencio cuando un bañista entró en el vestuario, silbando a todo pulmón y al parecer solo. Enseguida entró más gente detrás de él, discutiendo sobre a qué burdel dirigirse al salir de allí. Ash se agachó para escudriñar por debajo de la puerta del cubículo.
—Escuchadme —dijo cuando se enderezó de nuevo en el banco—. Saldremos con ellos. Si nos abordan fuera, huid mientras yo intento entretenerlos. Nico sabe adónde ir.
—¿Ah, sí?
—Id a la pensión, Nico. Dirigíos a los muelles orientales y una vez allí cualquiera sabrá indicaros.
Esperaron unos segundos, hasta que Ash les hizo una señal y los tres se cubrieron la cabeza con la capucha y se deslizaron fuera del vestidor, en la estela de los hombres que se dirigían hacia la calle. La noche ya se había instalado, pero al menos había cesado la lluvia. Casi de inmediato giraron y echaron a andar con aparente normalidad en el sentido opuesto al que tomaba el grupo que habían seguido.
Nico notaba los ojos que los observaban desde sus escondrijos; si bien no podía afirmar que la sensación realmente fuera fruto de su intuición. Serése empezó a hablar, ya fuera por puro nerviosismo o intencionadamente para corroborar su imagen de gente corriente. Sus palabras sonaban de un modo extraño en aquella calle tenebrosa apenas iluminada por las farolas de gas.
—Te llamabas Nico, ¿verdad?
—Sí. ¡Vaya, te acuerdas!
—Significa «astuto» en la lengua antigua, ¿no?
Nico tragó saliva; se le había secado la garganta mientras escrutaba una puerta penumbrosa que dejaban a su izquierda. Musitó que sí.
—¿Y lo eres?
—¿Si soy qué? —Habría jurado que acababa de ver cómo se movía una sombra.
—Astuto. ¿Eres capaz de desentrañar lo que esconde la gente?
—Eso me hizo creer mi madre. —Nico seguía examinando los alrededores con la cabeza oculta en la capucha, pugnando por no volverse atrás.
Ash pareció advertir su zozobra.
—No mires atrás —masculló entre dientes—. Continúa parloteando.
Nico hizo lo que pudo para retomar la conversación.
Les llegó el ruido de unas pisadas que cruzaban un charco a su espalda justo cuando Serése separaba los labios para hablar.
—Nos siguen —susurró la muchacha, cambiando sobre la marcha la frase que estaba a punto de salir de su boca.